El general Augusto Pinochet fue una figura horrenda en
la historia reciente de América del Sur. Su régimen impuso el terror, la
tortura y la muerte como instrumento para la paz. Debo decir, una paz erguida
sobre pilares tan sucios es sin dudas, una paz ultrajada. Hay hoy, sin embargo,
voces que justifican su mandato y la fealdad de esa paz impuesta no por medio
del diálogo, sino de la represión brutal a toda forma disidente.
El gobierno de Salvador Allende fue
desastroso y sumió a Chile en un caos político y económico que abrió las
puertas a un infernal desenlace que se prolongó 17 años, durante los cuales se
recuperó económicamente el país, pero a un costo demasiado alto, que sin dudas,
los chilenos no merecían pagar. La dictadura de Pinochet pudo ser, o así lo
entiendo, el reverso del trienio socialista ensayado por Allende. Pinochet fue pues,
la peor consecuencia de un gobierno ciego, torpe y dogmático.
¿Qué quiero decir con esto? Salta a
la vista. La historia nos muestra ejemplos que por soberbios nos negamos a ver.
La paz horrenda impuesta por el general Gómez fue consecuencia de las
incesantes guerras civiles que por poco desintegran la República a lo largo de
la segunda mitad del siglo XIX. La dictadura militar entre 1948 y 1958 fue el
resultado de una política despótica de un partido que en vez de construir la
democracia que pregonaba en sus arengas, pretendió erigirse en el gran hegemón
de la política venezolana. Por último, mal puede negarse, ese modo tan adeco de
gobernar tras la caída de la dictadura en 1958 condujo a este trágico
resultado: la revolución de Chávez. Y…
No hay héroes ni antihéroes. Hay
solo hombres, que inmersos en sus visiones particulares, muchas veces dogmáticas,
proceden de tal modo que abren la puerta a otras etapas, como la dictadura de
Pinochet en Chile o la de Gómez en Venezuela. También a otras luminosas, como
la Ilustración y la Revolución Americana a los gobiernos democráticos modernos.
No hay razones pues, para creer que dadas las condiciones actuales, los
venezolanos no veamos surgir de nuevo la bota militar, que imponga el orden del
único modo que saben hacerlo, acuartelando al país.
No se ensañen contra mí. Solo soy,
si se quiere, un mensajero. Agorero, tal vez. Pero no por ello, necesariamente errado.
Suponer que no puede emerger un dictador es una necedad sin perdón. Sí puede y
de no tomarse correctivos, emergerá como del estiércol brota la peste. Ése es sin
lugar a dudas, la amenaza que se nos cierne sobre las cabezas, tal cual como una
espada de Damocles, que no solo podrá costar el poder a los poderosos, sino
además, sus vidas y las de un sinfín de inocentes, como lo ha mostrado la
historia con elocuencia.
Las condiciones están dadas, o al
menos, se nos presentan claras. Que no haya un líder en puertas importa muy
poco. En estas épocas, en estas crisis, la razón termina tan sojuzgada como los
ciudadanos, quienes deben acatar a los jerarcas no porque sean legítimos, que
no lo serán jamás, sino porque poseen el poder para hacerlo. Pero no nos
engañemos, si esa barbarie impone el orden perdido, tanto adentro como afuera
de nuestras fronteras, muchos mirarán al techo, como ya ha ocurrido tantas otras
veces.
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