En
estos días pasados leí en las redes que, de acuerdo a un “patriota cooperante”,
las elecciones parlamentarias se celebrarían en marzo del 2016. Unos creen que
eso es impensable, que sería un golpe de Estado. Otros, que harán trampas y por
ello, ganarán. No soy experto, pero me voy a permitir analizar el escenario
político en puertas, con claras posibilidades de errar, desde luego.
En
primer lugar, hay que establecer algunos condicionantes fácticos. Hoy por hoy,
no cuentan con las cifras necesarias para ganar, porque el descontento y la
intención de votar en contra superan su capacidad de movilización. Hay una
vocación significativa de cambio, que según las encuestas, busca manifestarse
en las urnas electorales, con un contundente rechazo la gestión del gobierno.
Otro elemento a considerar es el modo como pueden hacer trampa. Hay que decir,
una vez emitido el voto, éste no puede voltearse sin el consentimiento de la
MUD. Por ello, sus prácticas tramposas son mucho más simples, como la de los
magos. Son éstas pues, el ventajismo, el amedrentamiento, algunos votantes
ficticios… Y sobre ese colchón de votantes fantasmas cabe decir que de existir,
como creemos tantos, no pueden ser tantos. La MUD se daría cuenta de la
inflación del padrón electoral. Asimismo, la modificación de los circuitos tampoco
parece cubrirles el faltante. No hay pues, en este momento, números suficientes
para robarse las elecciones. No se requiere mucho talento para advertirlo, porque
de otro modo, ya habrían sido convocadas.
¿Qué
les queda? Sobre este particular infiero que hay posiciones encontradas dentro
del PSUV y la élite gobernante. Gente sensata la hay en todas las aceras. Lo
lógico sería negociar con la oposición una transición del modelo político y económico,
en la que el PSUV y las fuerzas opositoras adelantaran un plan de
reconstrucción nacional. A mi juicio, luce improbable. Hay fuerzas reales,
agentes de poder que podrían ser incluso meta-institucionales, para quienes
negociar con los grupos opositores o de ser el caso, una eventual derrota
electoral no son opciones. Para ellos, solo resta aplazar las elecciones, para
lo cual harán lo imposible por desestabilizar al país y comprar una excusa para
suspenderlas. O, en caso de no pisar ese peine los opositores, optar por un
dictamen que justifique semejante desatino. No nos engañemos, cuentan con las
instituciones para ello, y de paso, ya lo han hecho antes (caso de la prórroga
ilegal del poder moral o el golpe de Estado perpetrado el 10 de enero del 2015,
para citar solo dos).
Se
sabe, no obstante, nadie gobierna solo. Siempre hay que negociar con diversos
agentes de poder, más allá de las instituciones. Cabe preguntarse,
¿políticamente, puede el PSUV aplazar las elecciones?
El
creciente descontento busca canales de expresión a través del voto castigo,
pero si ese camino se cierra, buscará otros, aun caóticos, si se quiere. Desde
ya les digo, soy solo alguien que avizora los riesgos que comporta esta tozudez
para ver la realidad. No hay razones pues, para dudar que grupos de poder,
indistintamente de si son instituciones constituidas o solo factores de poder,
no teman ese eventual estallido social. No son escasas las firmas encuestadoras
que así lo creen. En ese caso, pueden darse dos escenarios. El primero, que en
efecto tenga lugar el estallido social, aupado o no por el gobierno, con el
cual pueden darse dos efectos probables: se afianza el gobierno (lo cual no
luce factible, a mi juicio) o cae como consecuencia del colapso por la
ingobernabilidad manifiesta. El otro es que, vista la obstinación del gobierno
para transitar el cambio (exigido), se adelanten a ese eventual colapso los factores
de poder, entre los cuales no podemos excluir a las fuerzas armadas, e impongan
una agenda de cambios, como ya ha ocurrido en el pasado.
Alguna
vez escuché a un economista afirmar que la pobreza no tumba gobiernos. Eso es
verdad hasta cierto punto. Uno de los temas álgidos de la pastoral de monseñor
Arias en 1957 era el del creciente desempleo y la imposibilidad de esa gente
depauperada para ejercer su derecho a protestar, como se atestiguó con la masacre
de Turén. Sin embargo, la anomia (aunada a la precariedad de las personas) sí
precipitaría el colapso del gobierno. Es más, en un estado de anomia como éste,
la desesperación es, de hecho, un combustible altamente explosivo. Muchos
comparan a Venezuela con Cuba, y si bien es cierto que estamos a las puertas de
ese modelo desdichado, hay una enorme diferencia entre los regímenes de La
Habana y Caracas. Éste último no es capaz de asegurar el orden.
La
población expresa un profundo rechazo hacia la gestión del gobierno. El PSUV
nunca dejó de ser una plataforma para exaltar el culto de la personalidad de
Chávez y por ello, no logró calar como una organización política con futuro.
Maduro carece de liderazgo y credibilidad en la base chavista. Las arcas están
exhaustas y no se avistan mejoras en el precio del crudo, por lo que la
diplomacia petrolera puede fracasar (y por ello, perder el gobierno sus
alianzas). Casi un centenar de expresidentes del mundo han manifestado su
rechazo al gobierno de Maduro, el cual definen como tiránico (basta ver las
recientes declaraciones del expresidente costarricense y premio Nobel de la Paz
Oscar Arias). No cabe duda de ello, hay anomia y desesperación popular, y el
gobierno de vez de fortalecerse, se debilita cada vez más. Me robo pues, una
frase de Luis Vicente León (dicha con ocasión del incremento brutal del
paralelo), ¿qué esperan que pase?
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