jueves, 2 de febrero de 2012

Los crímenes no se celebran


Si Chávez celebra el 4F, no puede entonces condenar el 11-A. Las causas que el arguyó en 1992 son las mismas que otros arguyeron en 2002. Así de simple. No busquemos formas retóricas para justificar uno y condenar otro. Si uno es condenable, lo es igualmente el otro. Todo asalto a la democracia es un crimen de lesa majestad. Chávez alega que él es presidente electo por el voto popular, y lo es, en efecto; pero obvia que Carlos Andrés Pérez también lo era. Aún podríamos decir, los electores de uno y otro en muchos casos fueron los mismos.
La justificación de un golpe de Estado es un tema espinoso. Si bien los hay que han sido justificables, como lo son los recientes movimientos libertarios en el mundo árabe, en su mayoría no lo son y la más de las veces terminan por ser la mera sustitución de unos por otros, sin que realmente cambie el status quo. Y es por esto que me vienen a la mente hombres como Santo Tomás de Aquino, por una parte; pero sobre todo, en uno de los más notables padres fundadores de los Estados Unidos, Thomas Jefferson. 
Santo Tomás de Aquino nos definió en gran medida – considerando que era un hombre medieval – qué es un régimen bueno y uno malo. Su definición no es extensa pero sí encierra la esencia de lo que constituye el fundamento primigenio de un régimen acorde con la bondad: aquél que conserve la unidad a la que comúnmente llaman paz. Nadie debe deliberar sobre el fin al que debe llegar un régimen sino sobre los medios para alcanzar ese fin. Y pareciera ser esa la causa del fracaso rotundo de los totalitarismos del pasado, sean de derecha o izquierda (término éste anacrónico).
Thomas Jefferson y los otros constituyentes del Congreso de Filadelfia asumían como un derecho la rebelión contra un Estado autocrático, que en vez de procurar el bienestar del pueblo (en su acepción y real y no la difundida deformación demagógica), procura la conservación del poder político. Ellos alegaban que “todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables”, como lo reza la Declaración de Independencia estadounidense. Si y sólo si un gobierno constriñe esos derechos, podrá entonces justificarse la rebelión.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948, reconoce implícitamente el derecho a rebelarse en su preámbulo, cuando establece “que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
Estos conceptos no obstante mal pueden juzgarse a la ligera y por ello, precisamente por ello, la Declaración Universal de los Derechos Humanos los reconoce tácitamente, para que no sea cualquier hijo de vecino quien acuse a un régimen determinado de vulnerar esos principios, reconocidos como sagrados desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada por los revolucionarios franceses en 1793. No es pues, lo que a bien pueda parecerle a algún hombre, algún grupo o incluso, algún colectivo, aún si éste resulta numeroso, sino lo que conceptualmente es. Mucho menos si en vez de procurar el bien de todos, esa deformación de los fundamentos políticos persigue pervertir la realidad en beneficio de uno, de pocos o incluso, de muchos.
No hay nada pues que celebrar, salvo el ego inmenso de un hombre, llamado tirano no por capricho de unos cuantos, sino porque lidera un régimen que sólo busca el beneficio de unos pocos. Nada hay que celebrar, porque los crímenes no se celebran.

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