Si Chávez celebra el 4F, no puede entonces
condenar el 11-A. Las causas que el arguyó en 1992 son las mismas que otros
arguyeron en 2002. Así de simple. No busquemos formas retóricas para justificar
uno y condenar otro. Si uno es condenable, lo es igualmente el otro. Todo
asalto a la democracia es un crimen de lesa majestad. Chávez alega que él es
presidente electo por el voto popular, y lo es, en efecto; pero obvia que
Carlos Andrés Pérez también lo era. Aún podríamos decir, los electores de uno y
otro en muchos casos fueron los mismos.
La justificación de un golpe de Estado es un
tema espinoso. Si bien los hay que han sido justificables, como lo son los
recientes movimientos libertarios en el mundo árabe, en su mayoría no lo son y
la más de las veces terminan por ser la mera sustitución de unos por otros, sin
que realmente cambie el status quo. Y es por esto que me vienen a la mente
hombres como Santo Tomás de Aquino, por una parte; pero sobre todo, en uno de
los más notables padres fundadores de los Estados Unidos, Thomas
Jefferson.
Santo Tomás de Aquino nos definió en gran
medida – considerando que era un hombre medieval – qué es un régimen bueno y
uno malo. Su definición no es extensa pero sí encierra la esencia de lo que constituye
el fundamento primigenio de un régimen acorde con la bondad: aquél que conserve
la unidad a la que comúnmente llaman paz. Nadie debe deliberar sobre el fin al
que debe llegar un régimen sino sobre los medios para alcanzar ese fin. Y
pareciera ser esa la causa del fracaso rotundo de los totalitarismos del
pasado, sean de derecha o izquierda (término éste anacrónico).
Thomas Jefferson y los otros constituyentes del
Congreso de Filadelfia asumían como un derecho la rebelión contra un Estado
autocrático, que en vez de procurar el bienestar del pueblo (en su acepción y
real y no la difundida deformación demagógica), procura la conservación del
poder político. Ellos alegaban que “todos los hombres son creados
iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables”, como
lo reza la Declaración de Independencia estadounidense. Si y sólo si un
gobierno constriñe esos derechos, podrá entonces justificarse la rebelión.
La Declaración Universal de los
Derechos Humanos, proclamada en 1948, reconoce implícitamente el derecho a
rebelarse en su preámbulo, cuando establece “que los derechos humanos sean
protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea
compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
Estos conceptos no obstante mal
pueden juzgarse a la ligera y por ello, precisamente por ello, la Declaración
Universal de los Derechos Humanos los reconoce tácitamente, para que no sea
cualquier hijo de vecino quien acuse a un régimen determinado de vulnerar esos
principios, reconocidos como sagrados desde la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano, proclamada por los revolucionarios franceses en 1793. No
es pues, lo que a bien pueda parecerle a algún hombre, algún grupo o incluso, algún
colectivo, aún si éste resulta numeroso, sino lo que conceptualmente es. Mucho
menos si en vez de procurar el bien de todos, esa deformación de los
fundamentos políticos persigue pervertir la realidad en beneficio de uno, de
pocos o incluso, de muchos.
No hay nada pues que celebrar,
salvo el ego inmenso de un hombre, llamado tirano no por capricho de unos
cuantos, sino porque lidera un régimen que sólo busca el beneficio de unos
pocos. Nada hay que celebrar, porque los crímenes no se celebran.
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