miércoles, 8 de febrero de 2012

La agonía de los titanes


Hugo Chávez ha aprendido de su mentor, si es que Fidel Castro en verdad es una suerte de padre putativo como él dice o tan sólo una excusa más para confrontar, el arte de huir hacia adelante. Y puede que, precisamente por ello, no sé si en 1992 pero seguramente sí en el 2002, con el vacío de poder después de los sucesos de 11 de abril, él huyó hacia adelante, si bien no con la esperanza de volver tan pronto (no por esas masas populares imaginarias que él se ha inventado sino por la obscena estolidez opositora), sí decidido a regresar (como podría estarlo, de perder las próximas elecciones). Claro, en esa ocasión no era aquélla la oposición que hoy parece coherente, bien organizada y bastante clara en cuanto a sus objetivos, los cuales no se limitan tan sólo a derrotar a Chávez en las presidenciales, sino a plantear una sociedad mejor.
En 2002 Chávez ni imaginaba el caudillo, que Ramón Guillermo Aveledo, al frente de de 40 organizaciones políticas, reuniría por espacio de tres años a más 400 especialistas y 31 organizaciones diversas para gestar una propuesta al país, un modelo de cambio que, sin recoger los viejos errores del pasado (exacerbados por la actual gestión de gobierno), avance más allá de este marasmo retrógrado que ha reducido al país a poco más que un  terreno habitado, al que de paso, le cayó bachaco. Creyó Chávez que los líderes opositores no serían capaces de reorganizarse, de madurar y de comprender al portento popular - ¿o populista? - que en efecto es, pero no por ello, imbatible. Creyó pues, por su dogmatismo ciego, que la contienda ya estaba ganada porque los partidos del establishment habían sido arrasados, no por él sino por su propio desgaste después de separarse de sus propuestas originales y degenerar en plataformas clientelares. No entendió ni tampoco quiso ver, que en la política todo es como el monte, como la hierba mala que crece incesantemente, a pesar del empeño por erradicarla. Y de las cenizas de lo que fueron aquellos partidos surgieron las cimientes de otros más lozanos, con rostros frescos, a los que mal puede endilgársele errores cometidos por una generación anterior, política y electoralmente exhausta.
No contó el comandante de esta revolución con una juventud a la que las viejas toldas partidistas no le despiertan ánimos. Son para ellos tan sólo dinosaurios de un pasado del que saben por referencias, no por haberlo experimentado. Y es esa misma juventud a la cual un discurso anacrónico – de una izquierda borbónica (que como Teodoro Petkoff dice, ni olvida ni perdona) – tampoco les mueve las entrañas ni anima en ellos un afán de lucha. Y es que para ellos, muchachos que en su mayoría nacieron hace apenas 20 o 30 años, esa izquierda obsoleta también les resulta distante, protagonista de otros tiempos y otras circunstancias que nada tiene que ofrecer a esta compleja realidad que les ha tocado vivir. Y aún más, esos conceptos de izquierda y derecha carecen para ellos del mismo contenido que para generaciones anteriores, que vivenciaron la guerra fría en toda su extensión. La URSS cayó en 1991 y con ella el socialismo y, entonces, si habían nacidos estos muchachos, eran demasiado párvulos para detener la mirada en esas diferencias. Y es por ello que puede afirmarse, si bien el liberalismo democrático se impuso tras el triunfo de Napoleón en la batalla de Jena en 1806 – Francis Fukuyama dixit -, la caída de la URSS y de sus satélites socialistas reafirmó contundentemente este hecho y nada que digan los teóricos del socialismo remozado podrá alterar esta verdad contundente. El cabecilla de este proyecto y su corte de conmilitones, en su mayoría seguidores del Socialismo del Siglo XXI, parecen sordos a esa realidad y a este mundo que los contempla como expresiones lastimeras de un modelo agotado, que se niega a morir.
El mundo de hoy es democrático y la democracia está encontrando sus caminos, como los encuentra la vida aún en ambientes sumamente hostiles. Se advierten movimientos libertarios (independientemente de las secuelas inmediatas de éstos, que bien pueden no ser satisfactorias e incluso, semejantes a las conductas de sus predecesores), alrededor del planeta y, sobre todo, en el despertante mundo árabe, donde las libertades individuales son inexistentes (mal puede haber libertad si no hay leyes objetivas, sancionadas por legisladores, sino aforismos religiosos, interpretados al capricho del clérigo de turno). Un credo dogmático – como en efecto lo es el comunismo retrógrado que sin lugar dudas ofrece Chávez – aísla a la sociedad en un ghetto mental. Nada hay más abominable que cercenar la libertad de pensamiento. Y en este mundo de hoy, globalizado, conectado por múltiples canales, encerrar el pensamiento en una mazmorra ideológica no sólo es absurdo, sino además, imposible.
Chávez encara su derrota no porque deje de ser el portento político que es, sino porque ese amor – o pasión vehemente – que despierta en la gente cesará más pronto que tarde, como corolario de la contemporaneidad a la que obtusamente le tira la puerta en las narices. Y en verdad poco importa si gana o pierde el venidero 7 de octubre, porque su poder parece diluírsele como el agua entre los dedos o, sería válido decirlo, como la vida que, al decir de algunos, también se le escapa de las manos. Bien puede ser, este portento político que es Chávez, como los titanes del panteón mitológico griego, un ser prodigioso condenado inexorablemente a la derrota por más que su triunfo parezca inminente.

Caracas, 8 de febrero de 2012

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