Hugo Chávez ha aprendido de su mentor, si es
que Fidel Castro en verdad es una suerte de padre putativo como él dice o tan
sólo una excusa más para confrontar, el arte de huir hacia adelante. Y puede
que, precisamente por ello, no sé si en 1992 pero seguramente sí en el 2002,
con el vacío de poder después de los sucesos de 11 de abril, él huyó hacia
adelante, si bien no con la esperanza de volver tan pronto (no por esas masas populares
imaginarias que él se ha inventado sino por la obscena estolidez opositora), sí
decidido a regresar (como podría estarlo, de perder las próximas elecciones). Claro,
en esa ocasión no era aquélla la oposición que hoy parece coherente, bien
organizada y bastante clara en cuanto a sus objetivos, los cuales no se limitan
tan sólo a derrotar a Chávez en las presidenciales, sino a plantear una
sociedad mejor.
En 2002 Chávez ni imaginaba el caudillo, que
Ramón Guillermo Aveledo, al frente de de 40 organizaciones políticas, reuniría por
espacio de tres años a más 400 especialistas y 31 organizaciones diversas para
gestar una propuesta al país, un modelo de cambio que, sin recoger los viejos
errores del pasado (exacerbados por la actual gestión de gobierno), avance más
allá de este marasmo retrógrado que ha reducido al país a poco más que un terreno habitado, al que de paso, le cayó
bachaco. Creyó Chávez que los líderes opositores no serían capaces de
reorganizarse, de madurar y de comprender al portento popular - ¿o populista? -
que en efecto es, pero no por ello, imbatible. Creyó pues, por su dogmatismo
ciego, que la contienda ya estaba ganada porque los partidos del establishment habían sido arrasados, no
por él sino por su propio desgaste después de separarse de sus propuestas
originales y degenerar en plataformas clientelares. No entendió ni tampoco quiso
ver, que en la política todo es como el monte, como la hierba mala que crece
incesantemente, a pesar del empeño por erradicarla. Y de las cenizas de lo que
fueron aquellos partidos surgieron las cimientes de otros más lozanos, con
rostros frescos, a los que mal puede endilgársele errores cometidos por una
generación anterior, política y electoralmente exhausta.
No contó el comandante de esta revolución con una
juventud a la que las viejas toldas partidistas no le despiertan ánimos. Son para
ellos tan sólo dinosaurios de un pasado del que saben por referencias, no por
haberlo experimentado. Y es esa misma juventud a la cual un discurso anacrónico
– de una izquierda borbónica (que como Teodoro Petkoff dice, ni olvida ni
perdona) – tampoco les mueve las entrañas ni anima en ellos un afán de lucha. Y
es que para ellos, muchachos que en su mayoría nacieron hace apenas 20 o 30
años, esa izquierda obsoleta también les resulta distante, protagonista de
otros tiempos y otras circunstancias que nada tiene que ofrecer a esta compleja
realidad que les ha tocado vivir. Y aún más, esos conceptos de izquierda y
derecha carecen para ellos del mismo contenido que para generaciones
anteriores, que vivenciaron la guerra fría en toda su extensión. La URSS cayó
en 1991 y con ella el socialismo y, entonces, si habían nacidos estos muchachos,
eran demasiado párvulos para detener la mirada en esas diferencias. Y es por
ello que puede afirmarse, si bien el liberalismo democrático se impuso tras el
triunfo de Napoleón en la batalla de Jena en 1806 – Francis Fukuyama dixit -,
la caída de la URSS y de sus satélites socialistas reafirmó contundentemente este
hecho y nada que digan los teóricos del socialismo remozado podrá alterar esta
verdad contundente. El cabecilla de este proyecto y su corte de conmilitones, en
su mayoría seguidores del Socialismo del Siglo XXI, parecen sordos a esa
realidad y a este mundo que los contempla como expresiones lastimeras de un
modelo agotado, que se niega a morir.
El mundo de hoy es democrático y la democracia
está encontrando sus caminos, como los encuentra la vida aún en ambientes
sumamente hostiles. Se advierten movimientos libertarios (independientemente de
las secuelas inmediatas de éstos, que bien pueden no ser satisfactorias e
incluso, semejantes a las conductas de sus predecesores), alrededor del planeta
y, sobre todo, en el despertante mundo árabe, donde las libertades individuales
son inexistentes (mal puede haber libertad si no hay leyes objetivas,
sancionadas por legisladores, sino aforismos religiosos, interpretados al
capricho del clérigo de turno). Un credo dogmático – como en efecto lo es el comunismo
retrógrado que sin lugar dudas ofrece Chávez – aísla a la sociedad en un ghetto
mental. Nada hay más abominable que cercenar la libertad de pensamiento. Y en
este mundo de hoy, globalizado, conectado por múltiples canales, encerrar el
pensamiento en una mazmorra ideológica no sólo es absurdo, sino además,
imposible.
Chávez encara su derrota no porque deje de ser
el portento político que es, sino porque ese amor – o pasión vehemente – que
despierta en la gente cesará más pronto que tarde, como corolario de la
contemporaneidad a la que obtusamente le tira la puerta en las narices. Y en
verdad poco importa si gana o pierde el venidero 7 de octubre, porque su poder
parece diluírsele como el agua entre los dedos o, sería válido decirlo, como la
vida que, al decir de algunos, también se le escapa de las manos. Bien puede
ser, este portento político que es Chávez, como los titanes del panteón
mitológico griego, un ser prodigioso condenado inexorablemente a la derrota por
más que su triunfo parezca inminente.
Caracas, 8 de febrero de 2012
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