martes, 14 de junio de 2016

Buscando respuestas


Imagino a Donald Trump, un hombre henchido por un monstruoso ego, vociferando lugares comunes y, sobre todo, avivando odios en un mundo que padece vicios como la xenofobia y el resentimiento por otras fobias, no porque los inmigrantes ilegales u otras ubicaciones de los odios humanos sean una verdadera amenaza para los países, sino porque los paradigmas, agotados, ya no resuelven sus dudas. Imagino a Trump, encarnación estadounidense de Chávez, endilgando culpas, acusando y ofendiendo… todo, mientras no sea demostrar su idoneidad para un cargo que ya sabemos le va a quedar demasiado grande.
Uno de los paradigmas agotados es justamente el de «la diferencia cultural» y aún más el de la «superioridad cultural». En un mundo interconectado como este, las personas interactúan en tiempo real a través de los medios electrónicos, y así como una madre conversa por Skype con su hijo al otro lado del Atlántico, dos personas alejadas por miles de millas inician una relación amorosa en uno de esos muchos foros on-line. Un empleador en California o Nueva York no necesita que un trabajador esté físicamente en Estados Unidos, y aun así se le está quitando una oportunidad de empleo a un estadounidense. Por primera vez, ser de un país pobre constituye una ventaja… los mismos cien dólares no rinden igual para uno que para otro.
Las empresas ya no miran localmente. Su visión de negocios trasciende fronteras. Y hay, hoy por hoy, monstruos tan grandes como Google, que difunden más que datos, elementos que dibujan una cultura ecuménica. Bien lo decía Vargas Llosa hace años, la globalización no impone esta o aquella civilización. Simplemente se nutre de lo mejor de cada una. Y es por eso que esos bordes culturales han comenzado a desdibujarse, causando, sin dudas, temor, aun pánico, en muchas personas, pacientes quejosos de esta enfermedad contemporánea: «el shock del futuro».
En una sociedad globalizada al extremo de ser una aldea tan grande como lo es el mundo, unos paradigmas pierden vigencia y su obsolescencia aqueja a millones de personas que no consiguen adaptarse a una vida signada por la modularidad y la transitoriedad. Nada es inquebrantable y eso, sin dudas, agobia. Creo yo pues, que Chávez, Podemos, Keiko Fujimori, el Socialismo del Siglo XXI y el señor Trump son una respuesta – acaso indeseable – a ese quiebre de paradigmas sobre los cuales muchos creían cimentadas sus vidas. Ellos miran al pasado porque no entienden el presente.
Sin embargo, la idea de impedir esos cambios es una ilusión. Por el contrario, como el árbol en medio de una riada, las aguas descontroladas y feroces lo arrancarán de raíz y lo arrastrarán. Los cambios, hoy tanto como ayer, son indetenibles. Por mucho que lo desearon los absolutistas, no lograron contener La Ilustración. Por mucho que se aferraron al comunismo, la URSS terminó cayéndose. A pesar de la defensa a ultranza en estas tierras del socialismo, el modelo fracasó y ya no es un referente válido. Por mucho que la sociedad estadounidense se aísle e intente mantener su posición como gran hegemón planetario, otras fuerzas (algunas sin banderas, como Google o Microsoft), irrumpen como potencias emergentes.

Termino este texto con unas palabras que sabiamente me ha enseñado el profesor Humberto Valdivieso: yo no digo esto porque tenga las respuestas, sino porque no las tengo. 

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