«Mamá
tenemos hambre», dice sollozante la hija mayor de una igualmente llorosa trabajadora
doméstica. Su patrona rompe en llanto de inmediato y con lo que puede, le
completa una bolsa de comida para que la lleve a casa. Un obrero, ubicado en la
parte posterior de un metrobús, arremete contra el presidente y aun lloroso,
vocifera que tiene hambre. No son estas, fábulas que se escuchan por ahí sino
anécdotas relatadas por testigos presenciales. Por ello, 97 % del país considera
que vive peor, según Datanálisis.
Hay
profesionales que no comen tres veces al día porque no pueden pagarlo. Hay
empleados que trabajan para pagar el pasaje. Los anaqueles están vacíos. El New
York Times publicó un reportaje sobre la salud venezolana que debe
avergonzarnos. La inseguridad en las calles desborda lo razonable. Desde el
exterior nos ven como si nuestras ciudades fuesen cualquier villorrio de un
western hollywoodense. Venezuela recuerda los fallidos Estados africanos que
describe Robert Kaplan en «La anarquía que viene».
El
gobierno, o mejor dicho la revolución, endilga culpas a medio mundo: la derecha
apátrida, el imperio y un sinfín de entes difusos, ciertamente imposibles de
definir. Mientras tanto, el resto del país – o por lo menos una inmensa mayoría
– ya comprende que solo hay un responsable: la élite que hoy domina el poder
político. Para esa élite, la solución de los problemas será siempre la excusa
pueril de endosar a otros sus propios errores y desde luego, garrote para la
gente.
El
problema no es otro que la incapacidad de esa élite para comprender la
realidad. Como otros autócratas en el pasado, creen que pueden controlar la emergencia
y que reprimiendo más, la gente se aquieta. Pero no ha sido esa la regla. Por
el contrario, la mayoría de las autocracias en los últimos años han caído. Si
nos atenemos a las matemáticas, la teoría de Nash nos dice que lo más probable
es que la revolución caiga. En este juego, esa es la salida menos riesgosa para
la mayoría de los actores.
La
élite puede ahorrarnos muchos problemas. Su disposición al diálogo será la
medida para definir la solución a la crisis. El statu quo no puede seguir como
está. Eso es obvio. Otra cosa es que el cambio no sea exactamente como lo esperan
las partes. No lo digo yo, lo dice el Wall Street Journal (en español), citando
a expertos estadounidenses, a quienes, sobra decirlo, les importan un bledo los
bandos en Venezuela.
La
soberbia no ayudó a otros autócratas. Tal vez crean que la fórmula cubana –
hambrear para sojuzgar – es infalible. Olvidan no obstante, que ha fallado más
veces de las que triunfado, y que la dictadura cubana es, sin dudas, una
excepción. Es, si se quiere, el resultado de pecados pasados. Sin embargo, la
historia reciente es un espejo en el que deben mirarse los líderes
revolucionarios venezolanos. Desde la caída estrepitosa del comunismo en la
extinta URSS y en Europa del Este hasta la reciente Primavera Árabe, son más
las dictaduras defenestradas que las que todavía permanecen vigentes. Entonces,
¿qué parte del cuento no entienden?
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