miércoles, 21 de enero de 2015

Una sociedad de borregos

            Resulta tedioso, cuando no molesto, el discurso antiestadounidense por parte de una ralea que intenta, desesperadamente, sobrevivir el fracaso socialista. No digo esto para elogiar a Estados Unidos, que con sus grandes virtudes, también tiene muchos defectos. Lo digo porque subyace en ese discurso una mitología profundamente nociva para los pueblos que, al igual que nosotros los venezolanos, buscan desarrollarse.
            Estados Unidos es la cuna de la democracia moderna. Si bien los principios e ideas surgieron de la Ilustración francesa, fueron los padres fundadores estadounidenses quienes le dieron forma a esas ideas. No hay en toda la América Latina una nación que no haya emulado los principios constitucionales y legales estadounidenses, aunque fuese solo formalmente. Desde luego, como nación han sido, en oportunidades, defensores de Latinoamérica, como ocurrió con el embargo a los puertos venezolanos en 1902. Han sido, igualmente, torpes e incluso, un poder represivo, como quedó demostrado (gracias a las propias instituciones estadounidenses) con los casos de tortura en Guantánamo y otros lugares, fuera de su territorio. Han sido buenos vecinos, a veces, y también, grandes hipócritas. Son, desde luego, una superpotencia y como tal actúan.
            Los líderes latinoamericanos han hecho de Estados Unidos el pagapeo de las desgracias que populistas, como Rosas y Perón en Argentina, Velasco Alvarado en Perú o Chávez en Venezuela, para citar unos pocos ejemplos, han engendrado en América Latina. Ese discurso, respuesta pueril y engañosa a una verdad demasiado desagradable, ha creado en los pueblos de la América Hispana una des-responsabilidad pasmosa frente a su propio destino. Por ello, hombres serios, como Arturo Uslar Pietri, han sido tildados con ese bobo remoquete de derechistas, como si tal cosa fuese algo así como un coño de su madre, y, mucho más grave, han sido desdeñados sus sabios consejos. Destacan en cambio personajes nefastos, como Rosas, como Perón y Velasco Alvarado, como Chávez y, por supuesto, como ese fetiche llamado Fidel Castro.
            Solo Bolívar, que en modo alguno debe ser visto como la grotesca estampita que los populistas han hecho de él, se salva de acusaciones como ésas, porque, endiosado como está en el ideario mágico-religioso latinoamericano, se le lee poco y se le interpreta caprichosamente.

            Una solución a la crisis que vive Venezuela transita necesariamente por un mea culpa y un acto de contrición genuino sobre nuestros pecados, que son solo nuestros y de nadie más. El discurso retórico (prevaricador, para ser precisos) de esta ralea de sinvergüenzas se funda en una mitología conveniente, que bien ayuda librarlos de toda culpa y, aún más, sirve de basamento para empobrecer material y espiritualmente a los pueblos, porque, bien se sabe, una sociedad de borregos siempre resulta fácil de dominar. 

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