Resulta tedioso, cuando no molesto, el discurso
antiestadounidense por parte de una ralea que intenta, desesperadamente,
sobrevivir el fracaso socialista. No digo esto para elogiar a Estados Unidos,
que con sus grandes virtudes, también tiene muchos defectos. Lo digo porque
subyace en ese discurso una mitología profundamente nociva para los pueblos que,
al igual que nosotros los venezolanos, buscan desarrollarse.
Estados Unidos es la cuna de la
democracia moderna. Si bien los principios e ideas surgieron de la Ilustración
francesa, fueron los padres fundadores estadounidenses quienes le dieron forma
a esas ideas. No hay en toda la América Latina una nación que no haya emulado
los principios constitucionales y legales estadounidenses, aunque fuese solo
formalmente. Desde luego, como nación han sido, en oportunidades, defensores de
Latinoamérica, como ocurrió con el embargo a los puertos venezolanos en 1902.
Han sido, igualmente, torpes e incluso, un poder represivo, como quedó
demostrado (gracias a las propias instituciones estadounidenses) con los casos
de tortura en Guantánamo y otros lugares, fuera de su territorio. Han sido
buenos vecinos, a veces, y también, grandes hipócritas. Son, desde luego, una
superpotencia y como tal actúan.
Los líderes latinoamericanos han
hecho de Estados Unidos el pagapeo de
las desgracias que populistas, como Rosas y Perón en Argentina, Velasco
Alvarado en Perú o Chávez en Venezuela, para citar unos pocos ejemplos, han
engendrado en América Latina. Ese discurso, respuesta pueril y engañosa a una verdad
demasiado desagradable, ha creado en los pueblos de la América Hispana una
des-responsabilidad pasmosa frente a su propio destino. Por ello, hombres
serios, como Arturo Uslar Pietri, han sido tildados con ese bobo remoquete de
derechistas, como si tal cosa fuese algo así como un coño de su madre, y, mucho
más grave, han sido desdeñados sus sabios consejos. Destacan en cambio
personajes nefastos, como Rosas, como Perón y Velasco Alvarado, como Chávez y,
por supuesto, como ese fetiche llamado Fidel Castro.
Solo Bolívar, que en modo alguno
debe ser visto como la grotesca estampita que los populistas han hecho de él, se
salva de acusaciones como ésas, porque, endiosado como está en el ideario mágico-religioso
latinoamericano, se le lee poco y se le interpreta caprichosamente.
Una solución a la crisis que vive
Venezuela transita necesariamente por un mea
culpa y un acto de contrición genuino sobre nuestros pecados, que son solo
nuestros y de nadie más. El discurso retórico (prevaricador, para ser precisos)
de esta ralea de sinvergüenzas se funda en una mitología conveniente, que bien
ayuda librarlos de toda culpa y, aún más, sirve de basamento para empobrecer
material y espiritualmente a los pueblos, porque, bien se sabe, una sociedad de
borregos siempre resulta fácil de dominar.
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