miércoles, 23 de abril de 2014

Maduro en su laberinto

El Gabo, fallecido recientemente, relataba los días últimos del Libertador en su obra “El general en su laberinto”. Delirando por las fiebres, Bolívar, ya moribundo, va y viene en sus recuerdos, y, testigo del fin de su gran proyecto político, se aferra a una quimérica campaña militar. Quiere reunificar la Gran Colombia. Es una obra hermosa que dibuja al Libertador desde una visión más humana.
Viene al caso el texto de García Márquez porque, guardando las incomparables diferencias entre el genio del Libertador y la ineptitud de Maduro, el heredero de Chávez deambula en su propio laberinto. Su ceguera para entender la imposibilidad de llevar a cabo la delirante empresa del caudillo barinés le mantiene preso en una maraña de intereses y amenazas, dominado por dogmáticos y sinvergüenzas, de los cuales difícilmente pueda librarse sin sufrir heridas.
Bolívar se entrampó solo en su laberinto porque nunca dejó de soñar con esa patria grande que, para su desdicha, ni neogranadinos ni venezolanos deseaban y que tanto Páez como Santander sí entendieron. Chávez dejó entrampado a sus herederos en una gran patria socialista que, vista la experiencia en otras naciones, se comprende solo como un desvarío pretérito, que, quiérase o no, sus dolientes no desean sufrir de nuevo.
Bolívar no pudo consolidar la utopía grancolombiana. No por la tuberculosis que lo llevó al sepulcro, sino por la negativa de ambos pueblos a fundirse en uno solo. Chávez por su parte no comprendió y Maduro aún no entiende lo que sí Betancourt a principios de los ’30: el socialismo no tiene cabida en nuestra idiosincrasia. Por ello, el líder adeco creó un movimiento que, distinto del marxismo, abrió las puertas por igual a ricos como a obreros pata en el suelo, quienes llegaron a escalar posiciones tanto políticas como en el cambiante ámbito socioeconómico venezolano, compartiendo el convite con la clase más rancia de la sociedad venezolana.
El reto de Maduro es ése. Entender a los venezolanos. Adentrarse en la contemporaneidad para comprender que la derecha jamás ha sido tal. Que los partidos, los de antes y los de hoy, militan en la izquierda más que en la derecha (aunque hoy, hablar así resulta un anacronismo imperdonable). Que ya no existe una izquierda que funja como referente ideológico. Por lo que también dejó de existir la derecha. Hay ideas y principios, claro. Pero los gobernantes ya no se atan al dogmatismo. Si Maduro comprendiera eso, vería una salida posible al laberinto. 

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