El 2014 no empezó bien. Una noticia – otra más –
escandalizó a la opinión pública nacional e internacional. El asesinato de una
joven actriz y de su exesposo en un atraco le puso un rostro reconocido por su
trabajo en la televisión a un drama que solamente el año pasado padecieron 24
mil familias. El gobierno, que poco ha hecho para resolver este grave problema,
se vio de nuevo en el ojo del huracán. Saldrá airoso no obstante, como otras
veces, porque la nación – que somos todos – parecemos aletargados, convencidos
de la normalidad de tantas aberraciones por el discurso maniqueo de un régimen
autoritario.
No se trata solo de la delincuencia desatada (porque es
impune). Se trata también de tantas otras desgracias, a las que nos hemos
habituado. Se trata pues de un gobierno que no tiene interés alguno por
gobernar. Su visión es otra. Y por ello, mientras la oposición intenta discutir
los graves problemas que aquejan al país, ellos – los dirigentes de este
régimen – se ocupan de colmar las instituciones para adueñarse del poder y de
ese modo asegurarse no solo las prebendas, sino la instauración de una
revolución que haga de ellos verdaderos hegemones.
Al parecer, en medio de la confusión general sobre lo
que supone vivir al amparo de reglas democráticas, la gente desea y cree que el
mejor modelo político – o el menos malo entre todos los demás, para emular a
Winston Churchill – es el democrático. Así se lee en las tertulias tan propias
de nosotros los venezolanos. Sin embargo, la retórica del pasado y ésta, ciertamente
prevaricadora, han deformado la noción que sobre los principios democráticos
poseemos los venezolanos. Por ello, confunden – creo yo más por malicia que por
ignorancia – democracia con socialismo. Políticamente, uno excluye al otro.
Sobre todo si por socialismo entendemos el infame modelo cubano.
Mientras la gente no reasuma como innegables algunos
principios esenciales a todo orden democrático, tendremos por modelo político
un engendro incapaz de conducir al país hacia sus metas. Urge pues, reeducar a
las personas para despojarlas del siniestro vasallaje, propio de las
dictaduras, y vestirlas con el ropaje ciudadano. Obviamente, esta tarea puede
encontrar – y seguramente encontrará – resistencia en el liderazgo, al que le
resulta más fácil conducir una manada de borregos que convencer a una
ciudadanía.
¿Cómo se logra esto? Un pueblo mayoritariamente pobre,
como lo es éste, será siempre presa fácil de las jaurías de oportunistas y
arribistas, para quienes el poder es una forma de ascensión social. A éstos,
obviamente, la edificación de una ciudadanía crítica y responsable les conviene
muy poco. Un pueblo mendaz que dependa de las dádivas del gobierno (y no de
programas estatales bien estructurados y con retribución para el Estado, de
modo que sea sustentable) le resulta dócil. Una ciudadanía próspera y
consciente de sus derechos (y sus deberes) exige más – mucho más – de lo que
ese liderazgo arribista está dispuesto a ofrecer. Sobre todo porque no hay en
Venezuela cultura política suficiente para demandarle a los líderes políticos
explicación de cómo pretenden conseguir sus metas ni de cómo han gastado el
dinero público (de los contribuyentes).
El primer paso es la construcción de una clase media
verdadera. Una clase media que sea capaz de pagar con cierta holgura por sus
necesidades básicas. La idea es mejorar sustancialmente la capacidad de pago y
endeudamiento de la mayor cantidad de personas posibles, de modo que sus
ingresos retornen a la economía (y por ende redunden en mejoras constantes de
sus condiciones de vida) a través del comercio y los servicios. La construcción
de una clase media – como la que existe en los países desarrollados – es vital
para crear una ciudadanía más comprometida consigo misma y por ende, con el
destino del país.
Se dice fácilmente pero es bastante más complicado
hacerlo realidad. No es, sin embargo, imposible. Es, desde luego, una misión a
largo plazo, que, por supuesto, debe empezar a rendir frutos en el corto plazo.
Y para empezar, urge sanear la economía. No es éste un tema cómodo para muchos,
entre los rojo-rojitos y los de este lado, que en otras oportunidades salieron
al paso para impedir proyectos modernizadores, como ocurrió, por supuesto,
durante el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez (indistintamente de sus
pecados).
Sanear la economía compromete a todos. Al obrero, que no
puede esperar de patrono pagos irracionales. Al empresario, que no puede – ni
debe – pagar salarios paupérrimos a sus empleados (porque limita sus ventas y
por ende, sus ganancias). Al gobierno, como administrador del Estado, que debe
actuar con criterio para propiciar el bien común pero sin dejar exhaustas las
arcas públicas. Se trata pues, de actuar todos con la responsabilidad debida. Y
sobre todo, de sentarse a dialogar, a dialogar realmente, para encontrar
soluciones que sean racionalmente satisfactorias para todas las partes. Recordar
asimismo, que el gobierno no hace bandos. El gobierno – y el Estado – está al
servicio de todos los ciudadanos, sean o no partidarios del grupo que
eventualmente detente el poder político.
¿Hay voluntad política para ello? No lo creo. No se
trata de maniobras electorales (que por ahora parecen extemporáneas). Sobre
todo porque la crisis no da para mucho más. La tarea del liderazgo es ésa:
atraer a la gente, con un programa que le devuelva el poder, no con un discurso
falso y tramposo, sino con medidas políticas (descentralización del poder,
autonomía efectiva de los poderes públicos, transparencia administrativa y
libertad individual) y económicas (un verdadero plan de saneamiento económico
para generar confianza, atraer inversiones privadas, generar más y mejores
empleos, abatir la inflación y propiciar la producción y exportación de bienes
y servicios).
No sé si el actual liderazgo esté realmente interesado
en una tarea de tal magnitud (asumiendo las consecuencias de empoderar a la
gente en detrimento del poder que hasta hoy detentan los partidos). No sé si
los medios estén dispuestos a ayudar a forjar una ciudadanía crítica y
responsable. No sé si la gente esté dispuesta a comprometerse realmente más
allá de un premio inmediato (por lo general ilícito). Si está dispuesta a aceptar
que la otra cara de la libertad es la responsabilidad por las decisiones y
acciones propias. Sin embargo, sé, como lo entendía muy bien Nelson Mandela,
que el liderazgo también debe ser faro, para guiar a la ciudadanía al puerto,
al que si bien todos desean llegar, no muchos saben cómo.
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