lunes, 20 de enero de 2014

Un faro en la oscuridad

El 2014 no empezó bien. Una noticia – otra más – escandalizó a la opinión pública nacional e internacional. El asesinato de una joven actriz y de su exesposo en un atraco le puso un rostro reconocido por su trabajo en la televisión a un drama que solamente el año pasado padecieron 24 mil familias. El gobierno, que poco ha hecho para resolver este grave problema, se vio de nuevo en el ojo del huracán. Saldrá airoso no obstante, como otras veces, porque la nación – que somos todos – parecemos aletargados, convencidos de la normalidad de tantas aberraciones por el discurso maniqueo de un régimen autoritario.
No se trata solo de la delincuencia desatada (porque es impune). Se trata también de tantas otras desgracias, a las que nos hemos habituado. Se trata pues de un gobierno que no tiene interés alguno por gobernar. Su visión es otra. Y por ello, mientras la oposición intenta discutir los graves problemas que aquejan al país, ellos – los dirigentes de este régimen – se ocupan de colmar las instituciones para adueñarse del poder y de ese modo asegurarse no solo las prebendas, sino la instauración de una revolución que haga de ellos verdaderos hegemones.
Al parecer, en medio de la confusión general sobre lo que supone vivir al amparo de reglas democráticas, la gente desea y cree que el mejor modelo político – o el menos malo entre todos los demás, para emular a Winston Churchill – es el democrático. Así se lee en las tertulias tan propias de nosotros los venezolanos. Sin embargo, la retórica del pasado y ésta, ciertamente prevaricadora, han deformado la noción que sobre los principios democráticos poseemos los venezolanos. Por ello, confunden – creo yo más por malicia que por ignorancia – democracia con socialismo. Políticamente, uno excluye al otro. Sobre todo si por socialismo entendemos el infame modelo cubano.
Mientras la gente no reasuma como innegables algunos principios esenciales a todo orden democrático, tendremos por modelo político un engendro incapaz de conducir al país hacia sus metas. Urge pues, reeducar a las personas para despojarlas del siniestro vasallaje, propio de las dictaduras, y vestirlas con el ropaje ciudadano. Obviamente, esta tarea puede encontrar – y seguramente encontrará – resistencia en el liderazgo, al que le resulta más fácil conducir una manada de borregos que convencer a una ciudadanía.
¿Cómo se logra esto? Un pueblo mayoritariamente pobre, como lo es éste, será siempre presa fácil de las jaurías de oportunistas y arribistas, para quienes el poder es una forma de ascensión social. A éstos, obviamente, la edificación de una ciudadanía crítica y responsable les conviene muy poco. Un pueblo mendaz que dependa de las dádivas del gobierno (y no de programas estatales bien estructurados y con retribución para el Estado, de modo que sea sustentable) le resulta dócil. Una ciudadanía próspera y consciente de sus derechos (y sus deberes) exige más – mucho más – de lo que ese liderazgo arribista está dispuesto a ofrecer. Sobre todo porque no hay en Venezuela cultura política suficiente para demandarle a los líderes políticos explicación de cómo pretenden conseguir sus metas ni de cómo han gastado el dinero público (de los contribuyentes).
El primer paso es la construcción de una clase media verdadera. Una clase media que sea capaz de pagar con cierta holgura por sus necesidades básicas. La idea es mejorar sustancialmente la capacidad de pago y endeudamiento de la mayor cantidad de personas posibles, de modo que sus ingresos retornen a la economía (y por ende redunden en mejoras constantes de sus condiciones de vida) a través del comercio y los servicios. La construcción de una clase media – como la que existe en los países desarrollados – es vital para crear una ciudadanía más comprometida consigo misma y por ende, con el destino del país.
Se dice fácilmente pero es bastante más complicado hacerlo realidad. No es, sin embargo, imposible. Es, desde luego, una misión a largo plazo, que, por supuesto, debe empezar a rendir frutos en el corto plazo. Y para empezar, urge sanear la economía. No es éste un tema cómodo para muchos, entre los rojo-rojitos y los de este lado, que en otras oportunidades salieron al paso para impedir proyectos modernizadores, como ocurrió, por supuesto, durante el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez (indistintamente de sus pecados).
Sanear la economía compromete a todos. Al obrero, que no puede esperar de patrono pagos irracionales. Al empresario, que no puede – ni debe – pagar salarios paupérrimos a sus empleados (porque limita sus ventas y por ende, sus ganancias). Al gobierno, como administrador del Estado, que debe actuar con criterio para propiciar el bien común pero sin dejar exhaustas las arcas públicas. Se trata pues, de actuar todos con la responsabilidad debida. Y sobre todo, de sentarse a dialogar, a dialogar realmente, para encontrar soluciones que sean racionalmente satisfactorias para todas las partes. Recordar asimismo, que el gobierno no hace bandos. El gobierno – y el Estado – está al servicio de todos los ciudadanos, sean o no partidarios del grupo que eventualmente detente el poder político.
¿Hay voluntad política para ello? No lo creo. No se trata de maniobras electorales (que por ahora parecen extemporáneas). Sobre todo porque la crisis no da para mucho más. La tarea del liderazgo es ésa: atraer a la gente, con un programa que le devuelva el poder, no con un discurso falso y tramposo, sino con medidas políticas (descentralización del poder, autonomía efectiva de los poderes públicos, transparencia administrativa y libertad individual) y económicas (un verdadero plan de saneamiento económico para generar confianza, atraer inversiones privadas, generar más y mejores empleos, abatir la inflación y propiciar la producción y exportación de bienes y servicios).

No sé si el actual liderazgo esté realmente interesado en una tarea de tal magnitud (asumiendo las consecuencias de empoderar a la gente en detrimento del poder que hasta hoy detentan los partidos). No sé si los medios estén dispuestos a ayudar a forjar una ciudadanía crítica y responsable. No sé si la gente esté dispuesta a comprometerse realmente más allá de un premio inmediato (por lo general ilícito). Si está dispuesta a aceptar que la otra cara de la libertad es la responsabilidad por las decisiones y acciones propias. Sin embargo, sé, como lo entendía muy bien Nelson Mandela, que el liderazgo también debe ser faro, para guiar a la ciudadanía al puerto, al que si bien todos desean llegar, no muchos saben cómo. 

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