Hay un legendario Samuel Goldstein en oposición a otro
mito, un Gran Hermano, omnipresentes ambos en la vida de los ciudadanos de un
imaginario país, Oceanía. Hablo, por supuesto, de uno de los ensayos novelados mejor
acabados sobre el totalitarismo de la literatura mundial: 1984. Su autor,
George Orwell, fue un miliciano voluntario que luchó del lado de los comunistas
durante la Guerra Civil Española (1936-1939). Desde las trincheras pudo
atestiguar la farsa comunista desde sus entrañas y, sobre todo, el horror de
los regímenes totalitarios.
Los ciudadanos de esa distópica sociedad futurista
viven siempre bajo la amenaza de un enemigo, siempre al asecho. Ése es el rol
que en la obra juega el mítico enemigo público, Samuel Goldstein. En Venezuela
lo llamamos vulgarmente paga peo. Y
de eso va este personaje, de ficción en la novela y de ficción en la realidad
de las naciones socialistas y por ende, totalitaristas. Se necesita de un
enemigo a quien endilgarle todas las culpas, como lo ha sido, desde que hay
pendejos que creen las necias monsergas socialistas, los Estados Unidos, y, por
supuesto, a quienes identifican con esa nación. Pero no se confunda. El
verdadero enemigo es todo aquél que disienta.
He leído en la prensa venezolana que el gobierno
compra armamento militar, mientras la población está exhausta de hurgar por un
rollo de papel higiénico, por unas pechugas de pollo, un saquito de harina de
maíz o de trigo, e incluso, cosa increíble, por gasolina. He leído que quien
ejerce la presidencia – con serios cuestionamientos sobre su legitimidad de
origen – asegura que ahora la patria es inexpugnable, mientras los empresarios
suplican por los escasos dólares que, al parecer, adjudican caprichosamente las
autoridades cambiarias. Claro, todo el gasto militar se justifica a las vistas
de este régimen totalitario, porque hay un enemigo, un supuesto Samuel Goldstein
criollo asechando no a los venezolanos, sino a los chinos, los bielorrusos, los
iraníes y los rusos que con la indulgencia del gobierno nos han despojado de
nuestros recursos.
Chávez no inventó nada. Maduro, menos. Esta
revolución solo sigue un manual obsoleto, entregado por los líderes de una isla
estacionada en el tiempo, hambreada por su gobierno, que aún hoy, veinte años
después de la caída del socialismo, sigue aferrada a ese modelo inservible. Esta
revolución – como lo hiciera también la cubana – apenas repite estribillos de
otros modelos horrendos, como el nacionalsocialista alemán o el fascista
italiano, que, dicho sea de paso, tampoco difieren mucho de las barbaridades
del totalitarismo soviético, cuyos vicios, formas y usos fueron desnudadas hace
65 años por George Orwell en su obra “1984”.
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