No tenemos papel higiénico, pero, Chávez de por
medio, tenemos patria. Palabras más, palabras menos, eso fue lo que dijo el
canciller Elías Jaua. Pero, luego de releer unos textos de Umberto Eco, no deja
de molestarme el mal sabor que deja la retórica prevaricadora. Cabe preguntarse
pues, inmersa como está la mayoría de la gente en la cotidianidad de sus vidas,
qué significa tener patria.
No le encuentro sentido a una patria en la que la
inflación se comió en tan sólo un mes, 6% del ingreso familiar. Ni hablar de
cómo ha mermado la capacidad adquisitiva durante los últimos 14 años. Una en la
que el 91% de los asesinatos quedan impunes, mientras los gobernantes se
desquician los sesos buscando acusaciones en contra de los opositores. No le
encuentro sentido a una patria incapaz de generar prosperidad y seguridad para
sus ciudadanos. Una que ha sido entregada impúdicamente al gobierno de los
hermanos Castro. Una patria que se llama socialismo, no Venezuela.
El caudillo, el gigante, el amo de vida y hacienda
que fue Chávez durante su estancia en el poder, degradó la patria que sí
teníamos a esto, a este tinglado infeliz y triste que recuerda los circos
malos, que en vez de traer alegría a los pueblos, sólo causan pena y tristeza. Y
el canciller Jaua nos dice, nos regaña y nos reclama nuestras quejas, porque no
hay papel higiénico, o harina, o carne, o un sinfín de productos que en otros
días había de sobra y de variadas marcas. Nos acusa porque nos quejamos por
cosas tan banales y no agradecemos al mentor de este mal chiste revolucionario que
ahora tengamos patria.
La patria es una realidad cotidiana a la que se
accede a diario, en la que tienen lugar todas esas anécdotas que construyen la
vida de las personas. No hay patria porque ahora seamos prácticamente un
protectorado cubano, independientes de la beneficiosa asociación comercial con
los Estados Unidos y el resto de occidente, carentes de lo más básico para los seres
humanos, pero, por sobre todas las cosas, libres, al decir de ellos, claro. Por
tan pobre argumento, no puedo apartar de mi memoria la novela de George Orwell,
“Rebelión en la granja”. Una patria no esclaviza a sus ciudadanos y eso es lo
que precisamente ha hecho esta revolución socialista.
La patria se hace a diario, no con obras
intangibles, sino con pequeños actos, con logros, que podrán ser pequeños, pero
concretos. Cada uno haciendo lo suyo, modestamente, sin pretensiones de ser
salvador del mundo, sino siendo tan sólo un buen ciudadano, que se ocupa de su
trabajo, de su familia, como Dios manda. Y esto aplica a los más humildes
trabajadores tanto como al presidente de la República. La patria no es un
discurso retórico, es, en cambio, una cotidianidad que se dibuja en las
pequeñas cosas más que en las grandes.
Por esto no tenemos patria hoy, sino un mal chiste,
una grotesca idea de lo que un grupo anacrónico y desentendido de la
contemporaneidad cree que debe ser una nación. La patria puede ser una idea,
claro, una idea en los corazones de los ciudadanos; pero se manifiesta a través
de una miríada de realizaciones, unas más simples que otras, como, por ejemplo,
la variedad de productos en el supermercado, un trabajo estable, un salario
decente, la posibilidad de acceder a un crédito, unas calles seguras, una
educación de calidad que abra las puertas al desarrollo individual y, desde
luego, una economía sana que permita todo eso. La retórica utópica – y
prevaricadora - no va a construir patria alguna. Todo lo contrario. Si algo
demostró el siglo pasado es que las utopías son eso, sueños delirantes,
imposibles de materializarse, que lejos de liberar al ciudadano, lo han
sojuzgado y esclavizado.
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