No me culpen
por echarles este cuento, que sólo sé del mismo lo que la lógica me ha narrado.
El 20 de mayo de 1993, el señor Carlos Andrés Pérez salió de Miraflores, botado, como una sirvienta a la que han pillado
con unas prendas de la señora. Su salida no obstante, no se debió al surgimiento de un
caudillo cuartelero, que, según uno que otro que sobre él ha escrito, ni
siquiera entró al ejército por una verdadera vocación castrense. Se debió a la
inconformidad de un grupo, suerte de festín que reunía a intelectuales, líderes
políticos, aún los de su propio partido, y desde luego, a los empresarios. Y su
pecado no fue cogerse unos cuantos reales que hoy no compran un carro usado, lo
que a la final también resultó ser falso. Su pecado fue tratar de cambiar el
statu quo.
El
caudillo, fallecido en marzo de este año, contó con el espaldarazo de dueños de medios, periodistas reconocidos, intelectuales y uno que
otro coleado, que haciéndose llamar los notables, impulsaron primero la presidencia de
un anciano decrépito y luego, la de un desconocido, cuya carta de presentación
fue un golpe de Estado fracasado del que después se ha tratado de construir una
falsa mitología. No fue el pueblo pues, que puso al caudillo barinés en
Miraflores, sino una clase política compuesta por gente de variadas
procedencias y que, en los corros políticos, se les suele llamar establishment.
El amor
del caudillo por su pueblo, el proyecto de salvación nacional que propuso, sin
dudas con ingenuidad pasmosa, una constituyente regeneradora y sanadora no era lo
que realmente tenía en mente el establishment. A ellos les bastaba mantener el
statu quo, que resguardase sus buenos negocios de una genuina competencia con
productos y servicios importados del exterior e infinitamente superiores. Claro,
por algo se dice, a veces con razón, que mal paga el diablo al que bien le
sirve. Y a éste, que fue consentido por los ricos y los pobres, tampoco le
importaban los pobres, necesarios siempre para vender su mercadería ideológica
devaluada y de ese modo, apropiarse del Estado, del gobierno y del poder para
confundirlos todos con su ego engrandecido.
Al final
del cuento, todo ha cambiado y nada ha cambiado. Muchos de los que ayer apoyaron
y aplaudieron al caudillo, hoy están quebrados. Otros se han plegado al
discurso y, acompañados de una nueva casta política, se han enriquecido aún más.
Nada nuevo en estas tierras calenturientas, que han visto pasar por sus campos,
la más de las veces desolados por ese culto al líder mesiánico, huestes que
nunca han sembrado algo distinto a la miseria y la muerte. Lo triste es que a
estas alturas, ya deberíamos estar curados.
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