Una concentración de 200 mil personas, reunida en
la Piazza Venezia de Roma, aplaude al
Duce, Benito Mussolini. Vocifera con vigor, haciendo bien su rol de pueblo,
para que, a la luz de los ingenuos, acepten como verdades la retórica
prevaricadora que desde su púlpito pregona. Miles, entretanto, son perseguidos,
porque al Duce, como a todos los líderes totalitarios, la disidencia le incomoda
y, por ello, la entiende como un delito.
Hoy, después de varias décadas desde su muerte, se
tiende a creer que siempre fue repudiado. Eso, no obstante, es incierto. Como
tampoco lo fueron su par alemán, Adolfo Hitler, o en días más recientes,
Augusto Pinochet. La clase obrera alemana apoyó al führer con la misma devoción
que las masas chavistas al caudillo bolivariano. Del nazismo devino otro juicio
luego del hallazgo de los horrores que significaron Auschwitz y Treblinka para la humanidad.
No faltaron desde luego, voces tanto en la Alemania
nazi como en la Italia fascista opuestas a los regímenes imperantes, como no
faltan hoy voces que aplaudan la labor de Pinochet en Chile. Y es que resulta
muy superficial y poco inteligente simplificar las circunstancias históricas como
si fuera una película de cowboys, donde unos son buenos y otros, malos. La
realidad no puede ser vista con tanta simpleza. Hubo no obstante, en estos
regímenes, una conducta perversa que los sitúa en la picota con sobradas
razones.
Chile ciertamente le debe a Pinochet la rectificación
del desastre económico legado por el gobierno socialista de Salvador Allende,
que fue caótico, empobrecedor y si se quiere, génesis del horror que supuso la posterior
dictadura militar, a pesar de lo que pueda decirse desde las tribunas
izquierdistas, que han hecho de Allende un mártir que sin dudas no fue. La
Alemania nacionalsocialista prosperó económicamente y las clases obreras
ganaron suficiente para mantener dignamente a sus familias, hasta que el
dispendio causado por la guerra los arruinó como país. Otro tanto puede decirse
del impulso económico alcanzado por la desaparecida URSS, durante el horrendo
gobierno del “padrecito” Stalin.
Hubo pues, en todas esas circunstancias, verdades
ocultas, razones que pensaron justificaban esos regímenes. La humillación
impuesta por Clemenceau al gobierno alemán después de la Primera Guerra Mundial
depauperó moral y materialmente al orgulloso pueblo germano, que vio en el
führer una esperanza de recuperación económica y sobre todo, moral. La sociedad
chilena vio en Pinochet el orden necesario, perdido durante el pésimo gobierno
socialista de Allende. Quiso el padrecito Stalin crear una Rusia industrial y
poderosa. Hubo pues, en todos esos regímenes, buena intención. No obstante,
bien dice el refrán popular, de buenas intenciones está empedrado el camino al
infierno.
Hay verdades como mentes existen. Sin embargo,
objetivamente, la falla de los regímenes autoritarios, sean de izquierda o de
derecha, reside realmente en la inmoralidad de sus actos. El estribillo de “La
canción del elegido”, que justifica las masacres ejecutadas por el Ché (iba matando canallas con su cañón de futuro),
reluce hoy como una inmoralidad injustificable. Y lo es porque atribuye a un
hombre o grupo de hombres, el derecho de ser a la vez juez, jurado y verdugo en
nombre de una ideología. Los asesinatos de La Cabaña fueron eso, unos
asesinatos, semejantes, si se quiere, a la masacre en el estadio de Santiago de
Chile después del golpe del ‘73. No importa si en La Cabaña fueron unos cuantos
y en el estadio muchos, la inmoralidad subyace en las razones de esas matanzas.
Francis Fukuyama lo dijo: el liberalismo triunfó
definitivamente gracias a la victoria francesa en Jena, octubre de 1806. El
liberalismo se impuso entonces, no con la caída de la URSS en 1991. Y la única
razón que justifica este triunfo es la ética implícita en el modelo liberal que
no se advierte en los demás modelos políticos. En los días de las revueltas de
1848, cuando surgió “El manifiesto comunista”, quizás la violencia haya sido
vista como un vehículo para corregir fallas sociales derivadas de la Revolución
Industrial. Hoy, en cambio, hablar de luchas, de muerte, de guerras
ideológicas, como lo pregonan los voceros del chavismo radical, resulta inmoral.
Sobre todo porque, distinto de los innegables logros políticos, sociales y
económicos del liberalismo; el socialismo resultó ser, a la final, una tontería
que costó vidas, así como la miseria espiritual y material de millones de
personas.
La verdad, que siempre es relativa, pero hay rasgos
que entendemos y reconocemos colectivamente como correcto, de acuerdo a cánones
morales generalmente aceptados. Y privilegiar a las clases más pobres sólo por
el hecho de ser pobres no sólo es un acto inmoral y ofensivo para quienes han
prosperado gracias al esfuerzo propio, sino una terrible injusticia basada en
una idea tonta. El socialismo privilegia la flojera y castiga el trabajo, que ha
sido considerado, desde tiempos bíblicos, una virtud.
No discuto las intenciones que el gobierno de
Chávez pudo tener antes y el de Nicolás Mauro, ahora. Rechazo no obstante la
inmoralidad glorificada por el liderazgo revolucionario, que, al parecer, como
consecuencia de sus resentimientos restañados, propicia una indecente lucha de
clases, injustificable en el mundo contemporáneo; aúpa la revancha del holgazán
contra el trabajador y promueve la envidia del mediocre hacia la persona
exitosa. La pobreza, que ciertamente es un problema doloroso, no se combate con
bobadas y discursos melosos, sino con políticas serias, pensadas
cuidadosamente, que incluyan realmente a todos los actores, que, hoy por hoy,
son muchos más que patronos y obreros.
La contemporaneidad ha demostrado que la revolución
bolivariana es una tontería inmoral e injusta y, por ello, sin armas, sin
sangre, pero con la justicia objetiva sobre su proceder indecente, debe
terminar, aunque Nicolás Maduro permanezca al frente del gobierno.
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