viernes, 12 de octubre de 2012

¿Una fractura incurable?


A este país lo han regido 26 Constituciones. No es un elogio. Todo lo contrario. Sólo unas pocas han sido en verdad instrumentos ideados para crear una república. La mayoría han sido meras reformas para justificar la permanencia en el poder y por ello, la génesis de un sinfín de montoneras que durante la segunda mitad del siglo XIX por poco desintegran a la nación.
La historia republicana venezolana ha estado signada por una trágica sucesión de rupturas que si bien han democratizando a la sociedad, también es cierto – y muy grave – que no han favorecido la robustez de las instituciones. Por ello, lamentablemente, vemos con buenos ojos esos llamados a refundar la república y toda esa retórica guerrerista que muy poco ha aportado a nuestro desarrollo.
Hablar de oligarquía en Venezuela – ésa que pudo desear El Libertador – resulta necio. La forma como se llevó a cabo la guerra de independencia determinó una ruptura total con el orden colonial. Y si bien la idea de los fundadores de la república fue una nación similar a la que Thomas Jefferson y los demás padres fundadores de la unión americana pensaran para Estados Unidos, no tuvo de hecho mayor vigencia. La capitulación de Miranda tras el desembarco de Monteverde en febrero de 1812 puso fin al orden constitucional establecido en la Constitución de 1811 y estableció de hecho – por la guerra de independencia – jefaturas surgidas como respuesta de la propia confrontación armada y de los constantes brotes de anarquía.  
La guerra nos independizó de los españoles pero por su magnitud y duración – únicas en los procesos emancipadores latinoamericanos – no permitió que los ideales republicanos de los Constituyentes de 1811 se hicieran práctica ordinaria. En su lugar sobrevino el desbordamiento de viejos resentimientos heredados de la época colonial y la desaparición de todas las estructuras sociales, para caer un largo proceso de anarquía y guerra que se prolongó cerca de un siglo.
Venezuela finalmente alcanzó la paz en 1903, cuando el general Juan Vicente Gómez – entonces vicepresidente – derrotó al general Nicolás Rolando en Ciudad Bolívar. Sin embargo, fue esa paz imperante desde 1899, año de la llegada de los andinos al poder, hasta 1935, cuando falleció el general Gómez, una paz lóbrega. Una basada en el terror y la hegemonía de un tirano. Y es por ello que, pese a las tentativas de López Contreras y Medina Angarita por legar un modelo democrático robusto, se sucedieron nuevas rupturas en 1945, 1948, 1958 y por último, a pesar del esfuerzo realizado por los líderes democráticos a partir de 1958, ésta que viene llevando a cabo el gobierno revolucionario desde 1999.
Hemos sido víctimas de la fragilidad de nuestro sistema republicano y de nuestras instituciones, en muchos casos tutelados por caudillos y en otros, por la bota militar, pero todos ellos incapaces de crear un genuino y robusto orden republicano democrático. Sólo entre 1958 y 1998 hubo un esfuerzo verdadero por hacerlo, pero vicios heredados de nuestro pasado político – sobre todo ese desdén por la institucionalidad – condujo a que por una parte los partidos del status perdieran el norte y por otra, propiciar aún entre los intelectuales y generadores de opinión un discurso antisistema.
La consecuencia de esa fragilidad institucional ha tenido en este gobierno revolucionario su más claro – y deleznable – ejemplo. Cada día más, se robustece la figura mesiánica del caudillo y se debilitan y sojuzgan las instituciones ideadas precisamente para imponer el Estado de Derecho más allá de las apetencias de un hombre o un grupo. No es nuevo, ni aquí ni en otros países que ya lo han ensayado con resultados trágicos para sus pueblos. La Alemania nacionalsocialista o la Rusia comunista. No obstante, siempre podemos bregar cada día más para imponer la única y verdadera revolución: la de constituir una sociedad libre, pensante y severamente crítica.
Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado

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