Solía
divertirme, de muchacho, subiendo al Ávila. Me fascinaba la preciosa vista del
valle caraqueño, con sus calles, muchas veces ocultas bajo el boscaje propio de
esta vegetación persistente, los famosos techos rojos de los que hablaba Juan
Antonio Pérez Bonalde en su poema “Vuelta a la patria”, las quebradas que surcaban
el estrecho valle y el río, siempre contaminado y fétido, pero que desde lo
alto serpenteaba desde el oeste capitalino hasta escaparse por detrás de la
loma de Petare, los campos de golf, del Country Club, del Valle Arriba, el
trepidar de los autos y las motos incesantes... en fin, esa ciudad que, recordando
a José Ignacio Cabrujas, era maravillosa y terrible. Aprendí entonces a querer
a Caracas porque la podía contemplar desde ese parque hermoso, esa bendición de
la que a diario gozamos los caraqueños, el sultán a cuyos pies se rinde la
odalisca enamorada.
Hoy por hoy, luego de 14 años de
desgobierno, sólo nos va quedando un recuerdo de aquella otra Venezuela de la
que nadie pensaba emigrar. Al contrario, era destino de otras culturas, que,
por la razón que fuere, en este terruño, se hicieron ellos un nuevo hogar. Aquella
Venezuela que de niño aprendí a querer en las lecciones de lectura de Ediciones
Cobo, con sus relatos de un viaje de no recuerdo qué personaje con su tío por
el occidente venezolano. Y como de muchacho, que subía al Ávila para contemplar
a Caracas, hoy me subo a una loma imaginaria para ver a mi país, al que quiero,
del que no deseo emigrar y en el que viven mis afectos más preciados. En medio
de las ruinas que este proyecto revolucionario nos va legando, puedo reconocer
al país en el que crecí. Sé que está ahí, bajo los escombros.
No vale la pena mencionar esto o aquello, regodearse
en las miserias particulares, que al fin de cuentas, errores hemos cometido
todos, antes y ahora. Sin embargo, podemos encarar el futuro con otra visión. Una
mucho más optimista y genuinamente progresista. Salgamos del bosque, del cual
sólo vemos troncos, malezas, matojos, para ver, desde lo alto, su majestuosidad
y su hermosura. No nos conformemos pues, con
un tronco, un árbol, una orquídea, por hermosos que sean. No obstante,
para ascender hasta esa cumbre desde la cual poder contemplar el paisaje,
debemos primero reflexionar sobre nosotros mismos y qué queremos, cuáles han
sido nuestros errores, para perdonárnoslos y avanzar hacia el desarrollo que
nos merecemos.
Somos lo que somos y si Chávez nos
desgobierna e impone su proyecto, no culpemos a quien no debemos culpar, que
sus desatinos en parte son nuestros por permitírselos. Él no se hizo del poder
por las armas, como en efecto lo intentó. Él ganó unas elecciones porque una
masa ingente, seducida por razones equivocadas, se dejó cegar por su discurso
falso. El desdén con el que han conducido al país no nos es extraño ni es
exclusivo de ellos. Chávez y su desgobierno son pues, el retrato de una
sociedad en un momento dado. Otra cosa es que después de unos años, nos demos
cuenta de cuánto nos hemos afeado, de cómo nos hemos desmejorado.
La ruina de Venezuela no es responsabilidad
exclusiva de Chávez. A todos nos ensucia la culpa. Debemos aprender primero a
ser más eficientes en lo que no lo somos, a superar la soberbia y a aceptar que
tenemos defectos, no para regodearnos en un tango lastimero, sino para estar
conscientes de nuestras limitaciones y encarar seriamente y sin posturas
dogmáticas los retos importantes que impone la contemporaneidad. }
Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado
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