El presidente Lugo resultó destituido de su cargo a través de un juicio
político, que si bien pudo ser polémico, no por ello faltó a las normas
constitucionales paraguayas ni a los principios más sagrados del Estado de
derecho. La actitud de sus colegas en esta parte del continente, incluido el
presidente Santos, sí ha sido contraria a la más elemental práctica política y
a los valores sobre los cuales se fundamenta la democracia.
Se dice que al presidente Lugo lo eligió el pueblo paraguayo en las
urnas y que la decisión popular es la base de la democracia representativa. Y
eso es cierto. Como lo es también que a Hitler y a Mussolini los eligieron los
pueblos alemán e italiano. Creer que sólo por ello que sus acciones no
acarrarían consecuencias es una falta de respeto a los derechos humanos. Entre
las consecuencias por esas acciones no están únicamente la aprobación popular
de sus gestiones, sino también la posibilidad cierta de terminar
anticipadamente el mandato popular.
Los congresos son igualmente electos por el pueblo en las urnas e
incluso hay regímenes en los que el Congreso elige al presidente de la
República. Así era en Venezuela hasta 1945. Si bien ésta es una fórmula
indeseable para la designación presidencial, nos dice que de los tres poderes
públicos, sólo el legislativo recoge una representación proporcional del pueblo
(que obviamente incluye a todos los habitantes de un país y no sólo a los menos
favorecidos económicamente).
La insistencia de los mandatarios regionales puede degenerar en una
crisis mayor de la que originó la decisión parlamentaria de terminar prematuramente
el mandato del presidente Lugo. Podrá ser inconveniente, pero no ha sido nunca un
golpe de Estado contra los poderes constituidos porque está previsto en la
legislación paraguaya. Las defensas de los presidente suramericanos son sólo
una demostración del pánico que les causa verse en una situación semejante.
Al parecer, la elección electoral del presidente degenera en una patente
de corso o una eximente de todas sus actuaciones y, como los reyes absolutistas
del siglo XVII y XVIII, son irresponsables de sus actos. Me permito recordar
que en el pasado hubo situaciones similares: Fernando Color de Melo en Brasil, Abdallah
Bucaram en Ecuador, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Richard Nixon en Estados
Unidos y si bien no le costó el cargo, también el presidente Bill Clinton, por
un asunto doméstico que en atañía únicamente a la señora Hillary Clinton.
No es pues, la primera vez que a un presidente se le compele a abandonar
el cargo por haberse apartado de sus deberes reales. No es, tampoco, como lo
pretenden vender algunos, un golpe de Estado contra las instituciones (que es
contra quien se perpetran los golpes de Estados), sencillamente porque a) se
hizo conforme a derecho, b) no hubo ruptura del orden constitucional (el
vicepresidente Franco quedó encargado como lo establece la Constitución del
Paraguay), y c) siguen incólumes los otros dos poderes legal y legítimamente
constituidos.
La
conducta de quienes pretenden imponerse desde el extranjero contra las
instituciones paraguayas es del todo inaceptable y de imponerse, en efecto, la
voluntad de presidentes en lugar de las instituciones, se estaría sentando un
pésimo precedente.
Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado
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