martes, 13 de marzo de 2012

El anaquel de las utopías


        El futuro no está lejos. De hecho, llegamos a él hace unas décadas, sólo que no nos habíamos percatado. Y puede que ese malestar, expresado como resentimiento, sea esa incapacidad para comprender la contemporaneidad. Pero el mundo, nos guste o no, cambió mucho en muy corto plazo. Y algo es seguro, no hay vuelta atrás. Sólo queda adaptarse a las nuevas realidades lo mejor posible. Pero para desgracia de algunos pueblos, sus líderes, en vez se ser faros para encausar sus países hacia el desarrollo, son sólo espejos que intentan inútilmente anclarlos en el pasado.
            La globalización no es una ideología o una imposición infame de las naciones más desarrolladas. Es sólo el resultado de la explosión tecnológica, cuya profundidad es tal que bien podríamos llamarla apropiadamente una revolución. Es pues, un hecho. Por ello, no hay modo de rechazarlo. Hoy por hoy, las fronteras existen apenas para impedir, ciertamente sin mucho éxito, el cruce de inmigrantes ilegales. El tiempo y el espacio que en otras épocas distanció el flujo entre los pueblos, incluso por causas bélicas, ahora simplemente no existen. La comunicación para bien o para mal tiene lugar al instante y también sus efectos.
            En 1991 se materializó finalmente el triunfo del liberalismo democrático sobre las demás ideologías. La URSS – y con ella, el modelo socialista, último de los regímenes totalitarios – cayó, no porque fuese abatida por alguna potencia superior, sino por el fracaso contundente de sus postulados. El socialismo, a pesar del duelo de tantos alrededor del mundo, está muerto y enterrado. En su lugar, fracasadas además las otras formas de gobierno (unas mucho antes, como el absolutismo, y después, el fascismo y el nacionalsocialismo), sólo resta el liberalismo democrático.
            Creer que el futuro nada tiene que ver con la globalización efectiva del mundo es un error. El futuro es precisamente ese inflamante flujo de información que ha ido liberando a los pueblos, no sólo de gobiernos tiránicos sino además, del atraso y de la miseria. No estará hecha toda la tarea pero se ven luces. Actualmente, la Primavera Árabe parece mostrarse, en principio, como un movimiento encausado a liberar esos pueblos del subdesarrollo medieval en el que aún viven. Esperemos que este desdichado ensayo socialista venezolano acabe pronto, sin tanto dolor como en el mundo árabe.
            En el futuro, éste que ya llegó, no hay cabida para eso que los demagogos llaman pueblo, vale decir esa masa ignorante, marginada por los mercaderes de la política para mantenerlos cautivos con sus falsas promesas de desarrollo. Hay cabida en cambio para ciudadanos, que no se dejan esclavizar y que, por el contrario, exigen de sus líderes más que delirios de un pasado remoto, olvidado en el anaquel de las utopías.  

                                                                                                                   Caracas, 13 de marzo de 2012

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