jueves, 5 de mayo de 2011

Tanto nadar para morir ahogado en la horilla

Las leyes no son tales sólo porque un cuerpo legislativo formalmente electo las sancione, requieren además de un mínimo de principios, de fundamentos filosóficos sobre los cuales cimentarse, bases ontológicas que las justifiquen éticamente. Algún diputado de esta AN ha argumentado que todas las reformas negadas en el referendo aprobatorio del 2 de diciembre del 2007 pueden hacerse por ley, lo cual no sería falso, si no se hubiese consultado al pueblo sobre el particular, incluida la reelección indefinida del presidente de la república.
            En derecho, ese argumento, el del diputado pro-gobierno, se conoce como fraude a la ley, porque, con argucias, al parecer legales, se pretende legitimar lo que no es legal (ni puede serlo). Puede ser, por así decirlo, como blanquear capitales, que, mediante maniobras legales, se lava dinero procedente de actividades criminales. De igual modo, sobre temas negados a través del voto popular, éstos han sido impuestos por medio de leyes, que, amparadas en una legalidad aparente, sin lugar a dudas violan el espíritu de la carta magna y del proceso referendario mismo, e incluso, la tesis del poder originario, que en esa oportunidad fue convocado y consultado.
            Desde la posterior enmienda para permitir la reelección indefinida de Chávez (causa de infinidad de montoneras en el pasado, dicho sea de paso) hasta las leyes aprobadas recientemente en el marco de la Ley Habilitante, todas estas decisiones del gobierno vulneran el Estado de derecho, violan la Constitución y por ende, deberían ser nulas de nulidad absoluta. Sin embargo, la falta de coraje y de voluntad para hacer algo más que lo “políticamente correcto” han dado al traste con la ley y, como ocurre con el dinero lavado, sirve tan infausta conducta para revestir de legal lo que conceptualmente no puede serlo. La culpa recae por igual pues, entre quienes alzan sus brazos sin pudor, irresponsablemente, y los que se limitan a vociferar airosamente las palabras que la gente desea escuchar.
            La gobernabilidad de Venezuela está en juego, parece posible el riesgo de caer nuevamente en una indeseable sucesión de convites a la guerra y de montoneras, como ésas que por poco desintegran a la nación en manos de caudillos, de desconocimiento de las instituciones y principios (sobre todo ésos que sirven de base para la Constitución y las leyes) que en el pasado, nada bueno trajeron. Y por ello, los temas del gobierno, del ejercicio del poder, de la actuación de los sectores opositores no pueden ser tomados con la banalidad que hemos demostrado los últimos años. No se trata pues, de una sexta  república (o el número que quiera darle). Se trata de que ésta funcione, que ha sido la misma desde 1811, con sus aciertos y desaciertos. No se trata de hablar bonito, de decir lo que la gente quiere escuchar, sino de consensuar un país para todos, uno que funcione realmente, y para ello, algunas veces, no es suficiente escuchar a las mayorías, sino a todas las partes.
            Un país no podrá existir jamás si no se establecen consensualmente reglas claras y, muy importante, previas. Un acuerdo nacional que defina un mínimo de condiciones preexistentes, reguladoras de la relación entre gobernantes y gobernados. No basta crear una nueva Constitución (ni un millón de leyes) si no hay voluntad de cumplirla. Un país no puede pivotar en torno a los caprichos del caudillo de turno o de un sector, amparado en una pseudo-legalidad desarrollada por alabarderos oficiosos para favorecer intereses particulares de la nueva clase gobernante (particularmente ése de perpetuarse en el poder), que, citando a Duverger, se aburguesa para mostrar los mismos vicios de la clase dirigente depuesta.
            Urge pues, aunque no les guste a las mayorías idiotizadas por un discurso memo e ignorante, un nuevo pacto de Puntofijo (podemos darle otro nombre, si con ello se hieren menos susceptibilidades), que trace las normas de convivencia mínimas para todos y que derive del consenso, porque un tema como ése, mal puede dejarse en manos de los electores, que, obviamente, no están al tanto de todas las complejidades implícitas en un acuerdo de esta naturaleza ni de los principios y valores subyacentes para que un orden republicano y democrático funcione adecuadamente. Se requiere además, un programa mínimo, para la atención de las necesidades más urgentes, con el propósito de enfrentar las carestías de la gente, pero esto es tema de otro artículo.
            Al fin de cuentas, tanto hablar mal del pacto de Puntofijo, sobre todo de parte de quienes hicieron de ello un discurso prevaricador, para tener que reeditarlo, aunque a tantos les dé escozor. Diría mi abuelo, tanto nadar para morir ahogado en la horilla.

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