martes, 17 de mayo de 2011

Los gobernantes no son marcianos

           Oscar Schemel aseguró, en un programa nocturno, que Chávez es derrotable, lo cual es una verdad de Perogrullo, por supuesto. Pero, y esto es lo grave, que aún no está derrotado, que, eventualmente, podría ganar de nuevo. Luis Vicente León ha dicho algo parecido. Sus números, los del caudillo, ciertamente pueden variar hasta la celebración de las elecciones en diciembre del 2012. Sin embargo, qué trasfondo hay para que este mandatario, ciertamente uno de los más ineficientes de cuantos haya tenido este país, aún convenza a miles de seguidores.
            Hay sólo una respuesta imaginable: la ignorancia. Sé que es doloroso para muchos que no han tenido acceso a una educación mejor, e incluso, mal visto por los defensores de lo políticamente correctos. Pero la verdad es que en este país, sin lugar a dudas desventurado, en vez de ciudadanos, infortunadamente, existe eso que los políticos - ¿o politiqueros? - llaman pueblo. Una masa ingente, cegada por esperanzas mágico-religiosas, por las falsas promesas del taita de turno, que se cree ungido y que bien puede llamarse Juan Vicente Gómez o Cipriano Castro, pero también Hugo Chávez. No hay pues, ente la gente corriente, consciencia clara de la realidad y mucho menos de la contemporaneidad. Y no puede tenerla porque de tiempo en tiempo, bien se ha ocupado el gobernante de turno de desdibujarla a su favor, para presentarse a sí mismo como un héroe, comparable con los próceres de la independencia. No advierte este pueblo, ciertamente aturdido por infinidad de ofertas incumplidas, el enorme espejo que le han plantado en las narices, para que no mire al futuro, desde luego, sino al pasado, constantemente, a un pasado que, además, muestra más atisbos de fábula que de historia.
            No habrá modo de derrotar, no a Chávez o al chavismo, que serían en todo caso temporales, sino a este comportamiento irresponsable del venezolano, si no se derrota primero la ignorancia fomentada desde siempre por el liderazgo y, como corolario, a las respuestas simplistas que de aquélla dimanan.  Luego de décadas de rupturas abruptas del orden instituido, el venezolano se ha desinteresado en su porvenir, para dejarlo en manos de caudillos, de iluminados y ungidos que desde hace mucho sólo han sembrado la desgracia en esta tierra de Dios, que de país, ya va degenerando en poco más que un terreno habitado, al que, de paso, le cayó bachaco.
            Debe decirse, como explicación posible al triunfo sistemático de la clase política imperante, que los gobernantes no son alienígenas venidos de otros mundos, marcianos pues, si prefiere la moda del cine Sci-Fi de los ‘50. Son ellos, gente corriente, tanto como cualquier elector, que, al igual que éstos, en mayor o menor medida responde a la idiosincrasia nacional. Así ocurre por igual en el mundo postindustrial y en éste, en vías de desarrollo o subdesarrollado. Ahí se puede hallar también la diferencia entre unos y otros países. De esto habló el Dr. Uslar y nadie quiso escucharle. Por eso, cuando se habla de temas ontológicos, los gobernantes venezolanos no entienden las instituciones muy distinto de cómo las comprende Juan Bimba (personaje denigrante de nuestro gentilicio, inventado por los adecos durante el trienio que, en principio, representa al venezolano ordinario y con ese fin se usa en este texto). El irrespeto por las leyes, por los principios y las instituciones, ese afán renovador que impide la consolidación y maduración de los fundamentos democráticos se repite por igual en los electores y en los líderes. Eso hay que cambiarlo, si se desea una nación próspera. 
            Este discurso pseudosocialista pregonado desde el alto gobierno responde en parte a una visión panfletaria y dogmática de un modelo agotado, propuesto por una minoría que nunca aceptó una verdad que bien lo comprendió Betancourt a principios de los ’30 y que explica el fracaso ad-initium de la guerra prolongada de guerrillas en las áreas rurales del país entre 1964 y 1967, que, dicho también sea de paso, fue lo que tardó la jefatura comunista venezolana para admitir que estaban derrotados, militar y políticamente, y que este país, este pueblo, jamás ha congeniado con el socialismo. Por otra parte, y es esto mucho más grave, responde asimismo, ese falso afán socialista de buena parte del liderazgo, no a creencias ideológicas, que podrían justificarse, y, desde luego, deberían respetarse, sino a ese oportunismo delincuente que se ha repetido en Venezuela desde los días de las guerras federales. No en balde, salvo uno que otro viejo reducto de la izquierda insurgente, sacado de algún armario atiborrado de cachivaches, la mayoría de quienes hoy se rasgan las vestiduras por el socialismo y el caudillo, que dicen ser socialistas, rodilla en tierra y comprometidos con esa ideología hasta la muerte, militaron en AD y COPEI hasta recién. Son sólo oportunistas que buscan medrar, hacerse de dinero fácilmente y con éste, al igual que otros antes, comprar su status social. Al final de cuentas, como lo decía Duverger, no es más que el cambio de una burguesía (en el sentido socialista) por otra y el disfrute por unos de las prebendas de otros.
            El mundo postindustrial y superdesarrollado no lo es porque sus ciudadanos hayan sido suertudos, porque alguna causa providencial les hizo ser primer mundo. Son ellos potencias desarrolladas porque se han esforzado para ello. Japón va a reponerse del tsunami (como lo hizo de los dos ataques atómicos de 1945) no porque sea un país superdesarrollado, sino por su gente, que es la que, precisamente, ha hecho del Japón la superpotencia postindustrial que es. Por argumento en contrario, estos países en vías de desarrollo (o subdesarrollados, que lo primero no es más que un eufemismo) no son lo que son por su mala suerte, ni porque Estados Unidos sea maligno, sino porque su gente no asume responsablemente su propio destino. Siempre, como el muchacho flojo, mal estudiante, espera salir airoso como por arte de magia y cuando no ocurre, le endilga sus pecados y culpas a otros, al maestro que lo aplazó, al jefe que le ve con malos ojos, pero jamás a ellos mismos, que, sin lugar a dudas, son los verdaderos y únicos responsables del deterioro de sus propias naciones y, desde luego, de su miseria personal. Esa verdad hay que asumirla y digerirla para avanzar hacia el futuro y no seguir regodeándose en el pasado, aunque lo primero sea mucho más difícil.
            Los problemas venezolanos son sumamente serios, complejos, que ciertamente no van a resolverse mágicamente, ni gracias al caudillo de turno, que por lo general sólo los agrava. Para que este país funcione, no basta que se arengue, que se prometan infinidad de cosas, de milagros que no van a cumplirse, sino que, verdaderamente, se hagan las cosas necesarias. Urge pues, la voluntad de hacer de este país uno en verdad próspero, aunque resulte azaroso, porque sin lugar a dudas, será azaroso. Y hacer esas tareas, por lo demás impostergables, no sólo costará dinero, mucho dinero, requerirá además de tiempo, sobre todo porque luego de doce años, este gobierno ha destruido lo que había y en su lugar, nada ha edificado sobre la tierra arrasada. Debe decirse, para esperanzar, ahí hay, no obstante, posibilidades notables para generar empleo, que, con la aplicación de políticas coherentes, ayude a crear prosperidad y bienestar, que es lo único que realmente puede y debe ofrecer un Estado. El tema no obstante, más que hacerlo, es convencer a la gente de que ése es el derrotero, como lo demostraron Perú y Colombia. 
            No será fácil. Claro. Como aquél que acude al augur, los venezolanos esperan soluciones mágicas y cuando no las obtiene, se aferran a ilusiones, simplemente porque es mucho más fácil y, quizás, menos doloroso. Decirle a la gente que este hombre, este caudillo, sólo ofrece castillos de naipes, propaganda que nunca solucionará realmente sus problemas, no será fácil. Sobre todo, será espinoso y cuesta arriba convencerlos de que no hay soluciones mágicas. No van a querer escuchar una voz que les diga que ése no es el camino, que amodorrado en un chinchorro bebiendo aguardiente y jugando a los caballos, no se progresa. Pido desde ya disculpas por ser tan rudo, pero la situación no está para andar con guantes de seda.
            El primer reto es, precisamente, quebrar la resistencia popular a admitir que este gobierno es ineficiente, incapaz de ofrecerle soluciones. Que su oferta nunca ha dejado de ser ni será jamás más que propaganda. Una ficción anunciada costosamente a través de los medios. Para ello, sin embargo, no basta decirlo, que por decir, se puede oficiar un tedéum en la Catedral de Caracas, hay que ofrecer, además, sin lugar a dudas, un programa alterno, coherente, y, por supuesto, comunicarlo ampliamente a las masas, con un lenguaje llano, sencillo. Hay que ofrecerle a la gente, un proyecto, uno que enganche, desterrando de las primeras planas la sandia verborrea oficial. Pero ese proyecto, no sólo debe enganchar, debe proveer soluciones viables, factibles, fácilmente digeribles, sin que genere falsas expectativas, que las promesas son con el boomerang, de la habilidad del lanzador dependerá que no golpee el rostro a su regreso.
            Hay que construir un nuevo liderazgo, rápidamente, pero eso sólo se logrará si se reconocen los errores y se enmienda. Si la sociedad está dispuesta a asumir otro modo de comprender la política y a seguir un nuevo modelo de liderazgo. Una nueva sociedad engendrará necesariamente un nuevo liderazgo. La tarea del liderazgo emergente es ser el faro, la luz que guíe. 

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