viernes, 28 de enero de 2011

Vivir en socialismo o vivir bien

Lo que verdaderamente importa es la calidad de vida de las personas, no si vivimos en socialismo (que no sirve) o en democracia (que pese a lo que puedan decir muchos, no es compatible con el socialismo). Lo que realmente interesa es que la gente (sin distingos) tenga un mínimo de calidad de vida aceptable, que su cotidianidad no sea una pugna constante con un sistema colapsado, inútil para satisfacer las necesidades básicas de las personas.
Se vendió la idea de que un nuevo texto constitucional solucionaría muchos de los problemas pasados. Con éste, ya sumamos 26, y los problemas siguen siendo más o menos los mismos. Con constituciones y leyes nuevas no se resuelven las contingencias causadas por la falta de voluntad para hacer lo correcto. Sobre todo cuando, de paso, las normas son usadas a capricho para satisfacer apetencias personales.
Si de verdad queremos salir de esta crisis, urge hacer muchas cosas, todas muy importantes y perentorias, pero creo que, entre tantas, alguna podría ser la creación de puentes para reunir a los venezolanos alrededor de unas mínimas condiciones fácticas, ideadas (no ideologizadas) con el propósito de crear un clima político favorable, que a su vez permita generar prosperidad de modo tal que la mayoría de los ciudadanos gocen de una calidad de vida razonablemente aceptable. Eso es posible, si entre otras medidas, se aceptan de antemano reglas mínimas de convivencia política y reducimos el Estado a magnitudes viables.

Un mínimo de normas


Un orden democrático robusto requiere de unas normas aceptadas por la mayoría como valores irrenunciables. Esas normas, inspiradas por lo que académicamente se reconoce como democracia (separación efectiva de poderes, control de los poderes por los otros poderes y por los ciudadanos, libertades públicas, libertades económicas, etc.), deben ser previas al orden a estatuirse y bajo ningún concepto deberían ser susceptibles de reformas, mucho menos para birlar la voluntad de las personas e imponer, en franco fraude a la ley, un modelo mayoritariamente rechazado o alterar las reglas referentes al ejercicio del poder. Todas las normas atinentes al ejercicio del poder deben ser consideradas siempre previamente, jamás sobre la marcha.
Debemos comprender nosotros pues, lo que significa la convivencia democrática (incluyendo, desde luego, las reglas) para que, en el futuro, esa cultura se impregne en el liderazgo político, que, como se sabe, responde más a la idiosincrasia que a la ideología. Por eso cobra sentido la frase de que los pueblos tienen los gobernantes que merecen (sean estrellas rutilantes o pelmazos), porque son los líderes el espejo en el que los pueblos pueden verse. Si somos demócratas, verdaderos demócratas, si creemos en las reglas democráticas no como normas relajables sino como principios inherentes a la convivencia e irrenunciables, el liderazgo acabará siendo demócrata (por identificación con el cuerpo social e incluso, por la insustancialidad del discurso no democrático para un colectivo comprometido con los principios democráticos). Sólo entonces habremos robustecido nuestra democracia. Eso, desde luego, no se hace de la noche a la mañana.

Redimensionar el Estado

La crisis requiere acciones inmediatas para poder esperanzar con bases sólidas a una población harta de promesas incumplidas. Una fórmula más o menos inmediata para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos parte del despeje de su bolsillo y para ello, el Estado puede enfocar el gasto en aquellas necesidades esenciales del ciudadano, ésas que requiere, tenga o no capacidad adquisitiva para ello, como los son la educación y la salud (ofrecidas gratuitamente y con la calidad suficiente para que el ciudadano común pueda contar eficazmente con ellas), seguridad pública (que obviamente, debe ser monopolizada por el Estado) y, paralelamente, para reimpulsar la economía y de ese modo, el trabajo y el empleo, mediante medidas políticas, crear las condiciones para que la economía sanee y, de ese modo, favorecer las condiciones para que la gente mejore su capacidad de pago, incluido el crédito. Adicionalmente, a través de reglas claras, se favorecería al sector privado (sin sacrificar a los trabajadores) para que ofrezca bienes y servicios (con un mínimo de calidad aceptable) a la ciudadanía. Se tata de un juego para ganar todos.
El Estado (a través del gobierno, que es esencialmente temporal) debe dejar de lado la pesada carga financiera de ser el único ente generador de dinero, la cual se les debe endilgar a los particulares, y ser tan sólo un mediador, un garante y, sobre todo, el promotor de una economía saludable. De este modo, los recursos pueden ser orientados adecuadamente a atender las necesidades cardinales de la gente, mientras éstos, con los bolsillos despejados, puedan mejorar su capacidad de pago, que al fin de cuentas, de eso versa principalmente el tema gubernamental.

No son estas medidas la panacea a todos los males nacionales, pero son unas que en el corto plazo podrían ofrecer esas respuestas que la gente espera del gobierno, que en lugar de propugnar obstinadamente modelos arcaicos, se preocupe realmente por la calidad de vida de las personas.

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