jueves, 7 de noviembre de 2024

 

  

Arde la pradera


 

El triunfo de Donald J. Trump, más que un desastre, que puede o no serlo, es una llamarada en la pradera que nos llama a la necesaria reflexión.

 

Anaranjado, como un orangután. Recubierto por ese bisoñé espantoso, ridículo. Bronceado, creo yo, a juro, bajo lámparas y no por el estridente sol floridano, el otrora propietario del Miss Universo, ese concurso necio que cosifica a la mujer, saludó a sus electores, luego de anunciar, él mismo, su victoria en las elecciones del pasado 5 de noviembre. Desde el presidente Groover Cleveland a fines del ochocientos, ningún otro mandatario había sido reelecto de modo no consecutivo. Ganó, sí. No significa ello, desde luego, que sea provechoso, sino que, por el contrario, reseña graves fracturas de una sociedad que no comprende la contemporaneidad y que, justamente por ello, se refugia en la espectacularidad circense voceada por los autócratas.

     Harris, una mujer mejor preparada política y académicamente que el magnate neoyorquino, cuyo único mérito, parece ser el de tener dinero, mucho dinero, ganó en las grandes ciudades, aun en esos Estados adjudicados a Trump, pero prevaleció el voto rural y, tratándose de una elección de segundo grado, obtuvo el otrora presidente ahora reelecto, el número mágico. Al igual que en el 2016, desde la profundidad de los Estados Unidos, donde la vida no se asemeja a la de sus compatriotas citadinos, emergió un grito, una potente voz que desnuda miedos restañados. Animados pues, por sus creencias, heredadas muchas de sus antepasados cuáqueros, lo que resulta común y necesario para los citadinos, sobre todo los de las grandes urbes, como Nueva York y Los Ángeles, no lo es para ellos.

     En las últimas décadas, tres o, cuando mucho, cuatro, límites que creíamos imbatibles acabaron siendo rebasados. Los paradigmas que hasta recién explicaban la realidad ya no funcionan. Los asideros a los cuales aferrarse, se quebraron. La gente, habituada al orden existente hace menos de medio siglo, no encuentra razones para creer en el modelo democrático, que, construido sobre diálogos y concesiones diarias, cotidianas, en su mayoría discretos, apartados de las redes sociales, parece hoy, a tantos, débil e ineficaz.

     Lo es, en cierta medida. El liberalismo y el capitalismo, en principio triunfadores de la diatriba ideológica del siglo pasado, no logran resolver problemas graves, reales, concretos, que la sociedad contemporánea experimenta. Las brechas no se han aminorado, y aunque apelemos a eufemismos, crecen las diferencias de todo tipo entre el mundo desarrollado y el que se va rezagando del desarrollo. Aun en sociedades primermundistas, como la estadounidense, aumentan dramáticamente las diferencias entre las grandes ciudades y las pequeñas, en su mayoría rurales, así como entre los más afortunados y aquellos cuyo ingreso se les va de las manos, como el agua entre los dedos. Por ello, de cara a unos modelos acusados de ser pusilánimes e inútiles, la vocería estridente de los autócratas cala hondo, enamora a incautos.

     La victoria de Trump es una amenaza, sí. Sin embargo, es más una clara advertencia de lo que ocurre, del grave debilitamiento de las democracias frente a los tiranos, los caudillos autoritarios, lo caudillos gritones, que proclaman aquellas apetencias de tantos, aun cuando solo sean quimeras. Ignoro si el control que, a través de la rendición del GOP a sus pies, ejerce sobre el congreso, dominado por los republicanos, debilite y empobrezca gravemente a las instituciones estadounidenses. No obstante, sí desnuda una realidad de nuestros días: la decadencia de la democracia y el auge de las autocracias, de los caudillos, de los jefes de montoneras, que, como latinoamericano que soy, bien sé de su perversidad.

 

lunes, 28 de octubre de 2024

 


Mentiras y pecados, y el largo camino de la redención

Por lo general es uno mismo y no otro el que con tesón siembra y cosecha sus propias desgracias.

 

Carlos Andrés Pérez no puede considerarse inocente. Ni siquiera de su propia tragedia. No lo fueron tantos más. Muchos, personas notorias. Para citar solo dos recientes, el doctor Arturo Uslar Pietri o el también abogado Jorge Olavarría. En nuestro país, son muchos los pecados y muchos los pecadores, y a ellos, cada uno en su dimensión y tiempo, le debemos una crisis inacabable. Vallenilla Lanz, Tinoco, padre e hijo, Miguel Rodríguez, Rafael Caldera... Son muchos, como necio, enumerarlos. Y no es ese, sin embargo, el propósito de estas palabras.

     Analizar la realidad adecuadamente requiere, además del estudio concienzudo de los eventos y sus protagonistas, ahondar en hechos pasados y, sin dudas, en hábitos fuertemente arraigados, así como en los rasgos propios de nuestra idiosincrasia. No podemos pues, obviar nuestras taras, algunas tan viejas como la época colonial. No podemos negar cómo somos.

     De su primer mandato, ya Alfredo Tarre Murzi – Sanín - escribió suficiente, y con la autenticidad que ofrece la contemporaneidad (sobre todo, «Venezuela saudita», Vadell Hermanos, 1978). Sin embargo, inmersos en esta crisis, suerte de prolongación de una mayor, desgracia endémica que arrastramos desde hace doscientos años o más, hemos descuidado el análisis de su segundo gobierno, uno bien intencionado, sin lugar a dudas, pero mal instrumentado y peor comunicado. El viraje político y económico, como bien lo plantea Mirtha Rivero en su libro «La rebelión de los náufragos» (Editoral Alfa, 2010), se hizo a espaldas de la gente, de su propio partido, de los empresarios, y, aunque fuese adecuado, incluso correcto, como lo fue y sigue siéndolo tres décadas después, tuvo un impacto negativo. Desencadenó el colapso de nuestras instituciones, de nuestra democracia y de la nación.

     Insisto pues, Carlos Andrés Pérez no fue inocente, como tampoco su gabinete, mayormente tecnócratas que desoyeron los consejos de quienes no solo conocían su oficio, al menos medianamente, sino que entendían bien al venezolano. Negar que Hugo Chávez supo reunir resentimientos, como lo hizo, no solo es una memez, sino que ignora los cimientes de nuestras desventuras. Antiguos militares perezjimenistas, guerrilleros de la vieja guardia y políticos olvidados escucharon de él lo que anhelaban oír, sin olvidar a la gente de a pie, excluida por errores y descuidos de una élite ensimismada en la tenencia del poder, por la creciente corrupción y un Estado clientelar cada vez más inoperante.

     El chavismo es, como todos los procesos históricos, el resultado de eventos precedentes, así como la causa de otros posteriores. Ahora vemos unos, y más tarde veremos otros. Chávez, para darle un rostro a una crisis que trasciende nombres, no emergió de la nada ni como un extraterrestre, aterrizó en estas tierras. Él fue un vivo ejemplo de tantos venezolanos, aunque no nos guste la imagen reflejada en ese espejo.

     No es casual pues, que infinidad de veces, el ejercicio del poder haya estado en manos de jefes militares, hombres con una visión castrense del orden y las jerarquías. No se trata solo de Juan Vicente Gómez o Marcos Pérez Jiménez, que, en efecto, ejercieron el poder despótica y cruelmente, sino también de otros, más democráticos (o menos autoritarios), como López Contreras, Medina Angarita y, salvo algunas excepciones, los que desde 1830 ocuparon la presidencia. Aún en nuestros días, Chávez era militar, como tantos en su gabinete, así como lo son otros más en el de su sucesor, Nicolás Maduro. La presencia militar en la civilidad democrática ha sido en este país, una sombra incesante, un leviatán oculto detrás del proscenio. 

     De algún modo, Pérez no fue menos populista que Pérez Jiménez o cualquiera otro de los que han regido este país, solo que, en su segundo mandato, dejó creer, soterradamente, que volvería la bonanza escandalosa de su primer gobierno, cuando realmente escondía en sus fardos un paquete de medidas tan desagradables como una quimio. Les guste o no, sí mintió, o, cuando menos, ocultó verdades, que es, a veces, otra forma de engañar. Jamás en toda la campaña advirtió a la gente, a su partido, incluso a los empresarios, muchos de ellos parásitos, que su programa se basaba en un conjunto de medidas ásperas y dolorosas, duras como un garrote. Y si bien eran necesarias, de haberse conocido antes de las elecciones, nunca hubiese ganado. Sin negar la importancia de rectificar un modelo económico pervertido, aun desde tiempos previos a la democracia (e incluso, a la dictadura militar y al infausto trienio adeco, cuando Pedro Tinoco, el padre, recomendó anclar el tipo de cambio), como las guayabas contra el cemento de los patios traseros, reventó el descontento contra Pérez y ese paquetazo, que de la noche a la mañana regresaba a tantos al rancho del que lograron salir con sacrificio y esfuerzo.

Suponer que la gente, como pollos enfermos, se dejarían sacrificar mansamente fue y lo es aún hoy y sin dudas lo será también mañana, una estupidez. ¿O un suicidio?

     El Caracazo del 27 de febrero de 1989, a escasas semanas de su toma de posesión en un acto grotescamente ostentoso, no fue menos espontáneo que las revueltas callejeras tras el anuncio del CNE el pasado 28 de julio. Quizás el chavismo quiso reivindicar aquel reventón como suyo, pero fue este, indudablemente, la respuesta de un electorado que se sintió estafado. Votaron millones por la vuelta de las vacas gordas de su primer mandato, aunque tal cosa era – y es – imposible, y, a cambio, recibieron un paquetazo que los despojaba de todo por lo que tanto se habían esforzado.

     Jugaron con fuego en un polvorín. Sucedió lo evidente. El fuego hizo de este país, un candelero, para usar un término que resuena galleguiano.   

     Si bien el juicio fue una fantochada jurídica (por un delito que nunca quedó establecido que lo fuese realmente, en tanto que la partida secreta es eso, un gasto arbitrario del presidente para la seguridad del Estado, que, en ese caso, se usó para evitar que los sandinistas derrocaran a Violeta Chamorro), Pérez sí se ganó, a pulso, justa o injustamente, el desprecio y, por qué negarlo, la inquina de los empresarios, de su propio partido y de la gente, esa que masivamente votó por él. El Gocho, aclamado en diciembre de 1988, para 1989, ya era una penca pestilente de bacalao que nadie deseaba trastear. Sus errores le costaron la presidencia (la cual se vio forzado a abandonar el 20 de mayo de 1993), pero también a nosotros, los venezolanos, la democracia que con sangre y dolor instituyeron hombres valiosos en el pasado.

     Ese juicio, un proceso amañado que sirvió a los intereses y egos de no pocos personajes en un tinglado fachoso, feo, demostró, como luego la sentencia de la extinta Corte Suprema de Justicia que dio luz verde a un proceso de reforma constitucional inexistente, como lo era la constituyente de 1999, que, en este país, aun la ley, la juridicidad y el Estado de derecho están subordinados a la política y a la politiquería. El efecto de tamaño desatino no puede ser otro que la degradación de las instituciones hasta ser meros cascarones.  

     Hemos llegado pues, al último círculo de nuestro infierno, el del populismo, donde los demagogos, sin pudor, al grito de alguna revolución con nombre rebuscado, echan por tierra todo lo bueno solo para corregir lo malo. Ese afán por empezar de nuevo, vicio propio de quien nunca termina ningún trabajo, ha sido, ese lago helado, ese ruedo amurallado por gigantes, titanes, que, como tales, están condenados al fracaso, en el que, paralizados, permanecemos todos los venezolanos, quejándonos y culpando a otros por nuestras miserias.

     No habrá paraíso pues, si no cruzamos primero el purgatorio, y de nuestros errores, aprender, como lo han hecho las naciones primermundistas. Debemos andar el azaroso camino de la redención para reconocernos tal como somos, expiar culpas y purgar pecados, que no por negarlos, se desvanecen como el deseo después del coito. Por lo contrario, como los hongos y los bichos repugnantes, crecen en las sombras.


miércoles, 18 de septiembre de 2024

 


Una mujer con cojones

 

Hablar de flores, esconder realidades y vender humo no es lo sensato ni tampoco, saludable.

Vestida sobriamente, con la sencillez de quien sabe qué ropas llevar, se enfrenta a una rueda de prensa. De buenas maneras, aunque no por ello, débil y pusilánime, la lideresa española Cayetana Álvarez de Toledo, sin tapujos ni melindres, acusó al gobierno de Pedro Sánchez de un pecado común en este, mi país: alterar la constitución con fines políticos.

     Venezuela ha sancionado veintitantas constituciones, la mayoría de ellas destinadas a preservarles el poder a los gobernantes, élites corrompidas, y unas pocas para instituir genuinas reformas. Entre tanto, la estadounidense se aprobó en 1787 y se sancionó en 1789. Si bien es cierto que cuenta con veintisiete enmiendas (una para derogar otra anterior), en esencia es la misma que concibieron los fundadores de la unión americana y su propósito no es otro que ir definiendo un proyecto político inédito hasta entonces, y que, sin dudas, constituye la base de la democracia contemporánea.

     La democracia no es espectacular. Es, si se quiere, aburrida y cotidiana. Sin embargo, no defrauda.

     Estados Unidos ciertamente no ha padecido dictaduras y jefaturas mesiánicas como sí Hispanoamérica y la propia península ibérica (con Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco, en Portugal y España respectivamente). El caudillismo en estas tierras, dadas a la magia y al mito, a la relación mágico-religiosa con el poder, ha sido y es fuente inequívoca de yerros, desviaciones y desgracias. Por ello, ese ímpetu pueril por adelantar revoluciones para refundar repúblicas, y ese constante fracaso, esa frustración inacabada.    

     El discurso común de los caudillos y jefes de montoneras era y es siempre el mismo, llamamientos a la destrucción de todo para reconstruir la nación. Por lo general han resultado trágicos desengaños, horrendas pesadillas y una recua de desgracias. Ese tirar todo al suelo y empezar de nuevo es, de hecho, un error muy común en los artistas que nunca terminan sus obras.

     La Constitución de 1999, a grandes rasgos y salvando la pésima técnica jurídica y su peor tratamiento del castellano, establece, a grandes rasgos, los mismos principios establecidos en la de 1961: la separación de poderes, un régimen democrático, presidencialista y una federación sui generis, sin dejar de lado el respeto por los derechos humanos y la limitación del poder frente al ciudadano. Sin embargo, Chávez, como todos los demagogos, atribuyó a la ley facultades mágicas, capaces de generar los cambios políticos, aunque para ello, no exista voluntad alguna. Sánchez parece seguir el ejemplo. Supongo que Trump, en su país, también.  

     Pedro Sánchez, como Hugo Chávez en Venezuela y Donald Trump en Estados Unidos, se vale de la posverdad para desinformar, cuyo objeto no es crear una nueva historia (como decir que Cleopatra VII de Egipto era negra), sino crear dudas de todo, de todos, como muy bien lo decía Hannah Arendt. Se sabe, los republicanos perdieron la guerra y luego del año ’39, se instituyó una dictadura feroz, desde luego, pero también estabilidad. Negarlo no solo sería mezquino, sino tonto. Sin embargo, Sánchez parece dispuesto a reescribir la historia y, con el desparpajo del necio, decir que Franco no ganó y que los 36 años de dictadura fueron una pesadilla y solo eso, y no una realidad.

     Trump, por su parte, acusa a su contendora en la campaña presidencial del próximo noviembre de ser comunista. Nada más lejos de la verdad y, a todas luces, una memez. Sin embargo, como muchos españoles, el discurso de Sánchez, y sus pavadas, se tragan los estadounidenses el discurso de Trump, falso tanto como demagogo. Esa es pues, la nueva política. Si antes se decía que los políticos eran embusteros, hoy podríamos decir que muchos de ellos son embaucadores y estafadores.

     La ética y la moral se adormecen ante la estupidez. Lo que es correcto importa mucho menos que aquello que lo parece (aunque en el fondo sea todo lo contrario, como suele suceder). Por ello, un liderazgo ebrio, ensimismado en su propio discurso, si bien no deshace la historia (lo cual es tan absurdo como un círculo cuadrado), sí la sumerge en una nebulosa de suposiciones, de falacias y por qué no decirlo, de mentiras. Sánchez parece jugar a que los rojos no perdieron la guerra como Jada Pinket-Smith, a que la reina Cleopatra VI era negra. Y lo peor, hay quienes compran esas sandeces, como otros que la Tierra es plana (¡por Dios!). Para ser eficaz en ese juego solo basta posicionarse en las redes sociales, y para ello, no hace falta mayor talento ni muchos menos, una formación académica robusta.

     Ese es nuestro mundo, desmoralizado, inmerso en una ética que no lo es, adornada con frases manidas, aparentemente bondadosas, pero que esconden algo corrupto, sucio, perverso. Putin sonríe y es Belcebú quien parece hacerlo. Trump frunce los labios, como si por boca tuviese un ano, y escupe un descarnado resentimiento, su bien arraigado miedo frente a una realidad que no comprende. Bukele grita y sus seguidores graznan como demonches, cegados por una falsa eficacia. Tiene razón pues, Álvarez de Toledo, en este mundo, la democracia retrocede frente a los autócratas. Y agrego yo, los pusilánimes y los que a cambio de un buen dinero silencian a los sensatos. Los apaciguadores, que no siempre obran con apego a lo que es realmente correcto, han modelado una ética extraña y una moral acomodaticia. Grave, muy grave, sin lugar a dudas.

     La democracia no es pues, una ramera a la que se echa a la calle luego de satisfacer atavismos. Es, acaso, como la madre, una mujer que nos ampara, pero que, de tiempo en tiempo, requiere que la cuidemos, que la resguardemos de los lobos.

      


domingo, 25 de agosto de 2024

 

   


La caja de Pandora

     En 1983, Nena (Gabriele Susanne Kerner) sonó en todas las radios del mundo con su éxito «99 globos rojos» («99 luftballons», su título original en alemán). Ese mismo año, un ejercicio de la OTAN – «Able Archer» (Arquero capaz) – creó una crisis, por muchos considerada aún mayor a la de octubre del 62. Se supo después, a punto estuvo de desatarse la Tercera Guerra Mundial. La cantante refería pues, a la posibilidad de que un error tonto, como el que narra la canción (la compra de unos globos rojos que luego dejan flotar al amanecer y se desplazan hacia este, creando confusión y pánico en unos ministros y jefes militares), hiciera que los fanáticos lanzasen un ataque termonuclear con sus consecuencias devastadoras.

     En la década de los ’60, Herman Khan, asesor militar, fundador del Instituto Hudson y uno de los más respetables futurólogos de entonces, aseguraba que era posible sobrevivir a un ataque termonuclear (no por ser una autoridad en su área le salvaba de estar equivocado). No dudo, como lo expone Roger Donaldson en su película «13 días» («Thirteen days», su título original en inglés), que haya quienes no teman desatar el Armagedón. Quizás por aquella frase atribuida al rey Luis XV, après moi, le déluge (después de mi, el diluvio).

     En otro filme, «Oppenheimer», se pregunta en boca del creador de la bomba atómica si su desarrollo no produjo una reacción en cadena que incendió al mundo, a lo que él mismo se responde. Y digo yo, hemos tenido más suerte y mucha menos sensatez del liderazgo mundial. Se usaron en Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto d 1945). Nada impide realmente que sean usadas nuevamente, tal vez en Kiev, por un Putin acorralado, quizás en Telaviv, o, acaso, en Teherán. Bien decía el dramaturgo Plauto (254 – 184 a.C) en su obra Ascinaria: Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit (lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro). En su libro «A history of knowledge» («Una historia del conocimiento», Ballantines books. 1992), Charles Van Doren nos recuerda en sus primeras páginas que el ser humano ha malgastado buena parte de su ingenio inventando mejores formas para torturar y matar a otros seres humanos. No hay razones pues, para confiar que la cordura vaya a prevalecer.  

     Hace medio siglo, el escritor estadounidense Alvin Toffler nos advertía no solo de una enfermedad que aqueja al mundo contemporáneo y que le sirve de título a su libro «El shock del futuro» (Paza & Janés, 1970), sino que vivimos los humanos, un momento de cambio comparable tan solo con la revolución agrícola y el consecuente advenimiento de la civilización hace diez o doce mil años. Yuval Harari vas más allá y presagia en su obra «Homo deus» (2015), el fin de la supremacía del homo sapiens y su sujeción a una nueva especie, formada seguramente por aquellos capaces de pagar por las mejoras biomecánicas y de rendimiento artificial cognitivo. Por su parte, Raymond Kurzweil asegura que antes de la mitad de este siglo ocurrirá una singularidad tecnológica (que, como lo refiere su nombre, alterará radicalmente la sociedad tal y como la conocemos, y que se correspondería pues, con la afirmación de Harari) y que la primera persona que vivirá mil años ya nació gracias al descollante desarrollo médico en ciernes (nanorobots, implantes biomecánicos, interface cerebro y ordenares y un extenso etcétera). En un mundo tan complejo, en el cual los paradigmas se desploman unos empujando a otros, como fichas de dominó, el miedo y las resistencias a los cambios, aun cuando sean inevitables, pueden provocar reacciones indeseables, en especial de aquellos que, tan aterrados como muchos, tienen la capacidad de decidir, de dar esa orden infame.

     Para la teocracia chiita iraní (cuya religiosidad es real, aunque se use para el control social), si Alá decide que la destrucción de Israel conlleva la de Teherán, no son ellos quienes para oponérsele a Su voluntad. Si Putin se ve sitiado, podría tomar medidas desesperadas, incluso arrojarle una bomba termonuclear en Kiev. De ganar Trump, su animadversión a la OTAN bien podría alentar al presidente ruso a avanzar sobre Europa del este y con esto, desencadenar una escalada bélica que acabe con el uso de las armas estratégicas. No son meras especulaciones. Aunque no nos gusten, son posibilidades reales.

     Los hombres recios, forjados en los tiempos duros de la primera mitad del siglo pasado (cargando sobre sus espaldas las consecuencias de dos guerras mundiales y una recesión económica mundial), han ido muriendo, y esos otros, criados bajo la égida de la comodidad y el confort, superficiales, como lo sugiere Mario Vargas Llosa en su ensayo «La civilización del espectáculo» (Punto de lectura. 2015), han construido las cimientes de tiempos aciagos, duros, que de nosotros exigirán sacrificios. La banalidad para entender la contemporaneidad y sus retos, desde la concepción de los nuevos desafíos hasta el apego a viejas estructuras decadentes, arriesga la seguridad mundial. No olvidemos, mientras unos se afanan por reconocerle el derecho a abortar de las personas trans (lo cual es, biológicamente, absurdo) y la defensa de causas políticamente incorrectas solo porque parecen correctas, el cambio climático, que es tan real como la lluvia que cae del cielo y el oleaje del mar, justamente por alterar los patrones climáticos, nos encamina hacia conflictos por mejores tierras para cultivar, fuentes de agua potable y recursos energéticos confiables, como lo presagian Doug Randall y Peter Schwartz en su informe para El Pentágono, «An abrupt climate change scenario and its implications for the United States national security» (2003).

     Ya no es hora de fantoches, de personajes populistas, atentos al cuidado de sus egos y a la defensa de sus creencias. Es tiempo de recordar otros nombres, como el de Winston Churchill o el de Franklin Roosevelt. Los nuevos autócratas ya han ascendido, y unos ya controlan países e incluso, armas de destrucción masiva. Humillarse y aceptar sus fanfarronadas y delirios no solo no evitará el conflicto, sino que, además de humillarlos y mostrarlos a esos líderes como pusilánimes, tan solo empeorará el conflicto, como ya ocurrió en la década de los ’30 de la pasada centuria y el inevitable estallido de la Segunda Guerra Mundial. Si no nos enseriamos, abriremos la caja de los males, como lo hiciera Pandora... y bien podríamos hacerlo por tonterías, por unos globos rojos liberados al amanecer.   

      

 

miércoles, 24 de julio de 2024

 


     

Hasta el tiempo se agota

Quien no escucha consejo no llega a viejo, dicen los mayores, que, justamente por viejos, saben más.

Tic, tac, tic, tac, y como la portada del semanario francés Charlie Hebdo, Maduro se va disolviendo, va transformándose en la arena que, al caer, nos advierte que el tiempo, como todo, también se agota. En unas declaraciones altisonantes, algún vocero revolucionario le replica a un mandatario latinoamericano, que, sin ambages, les recomendó aceptar que, si pierden las elecciones, hay que irse. Y en otros encuentros, se nos dice, entre rumores y noticias, que los embajadores, encerrados, salieron preocupados de una reunión con voceros del gobierno. Para unos, cegados por su dogmatismo y sus resentimientos, la pérdida del poder no es una opción.  

     Tal vez sea cierto, y que ni siquiera otros, igualmente ruidosos y groseros, fanáticos, se aferren tanto al poder como quienes, ofuscados por sus creencias, frenéticos, no entienden que, al amparo de un orden democrático, también se detenta poder en la oposición. Tal vez, solo tal vez, aun el propio Maduro esté cansado, y desee retirarse, y que a través de su hijo haya realizado un mensaje velado. Imagino lo que debe sentirse ser el campo donde se libra la batalla entre los sensatos y los radicales. Tal vez, tal vez... O como reza el viejo bolero de Oswaldo Farrés, quizás, quizás, quizás.

     Mientras, en cada lugar que visite, desde grandes ciudades hasta pequeños caseríos, como Corzo Pando o Quintero, la gente, esa que el domingo va a sufragar, colma las calles y veredas para aclamarla como lo que es, una lideresa indiscutible, la cabeza de una oposición que por a o por b, por la razón que se les antoje, encabeza ese grito mayoritario que clama por un cambio, que exige cambios.

     Se especulan escenarios, muchos de ellos analizados desde un punto de vista caraqueño, o incluso, catiense, pero obvian la mayoría de ellos la posibilidad real de materializarlos. Ignoro, porque no estoy en el epicentro de los acontecimientos, la vieja casona de la esquina de Bolero, si tienen con qué, aunque, intuyo, por lo que uno lee en un medio y en otro, que el anuncio de un triunfo de Maduro, chispa peligrosa en medio de tanta pólvora, podría terminar en un rotundo no de esa pata esencial para sostenerse, los militares, e incluso, del propio CNE. Quizás el riesgo a las sanciones por violar derechos humanos sea ahora mucho más patente que por no acatar órdenes delirantes, y es muy posible que el propio Maduro lo sepa y por ello ese mensaje en voz de su hijo.

     Si bien es cierto que el gobierno podría intentar una masacre, una represión imaginable solo en Cuba o Nicaragua; también lo es que estén dispuestos a cumplir esas órdenes quienes habrán de embarrarse las manos de sangre, de mierda. Desde infinidad de flancos asechan al gobierno revolucionario, y me valgo del término bélico porque para ellos, los chavistas, siempre se ha tratado de una lucha de clases que justifica todo. No se trata solo de un frente internacional para contenerlo, que incluye aun a mandatarios, en principio alineados, con el régimen de Nicolás Maduro, sino de una nación agobiada por un colapso cuya génesis se encuentra en la propia gestión revolucionaria. 

     No sabemos qué pueda ocurrir esta semana. De todos los escenarios imaginables, acaso sea para el régimen de Maduro la postergación de las elecciones el menos costoso, porque costosos, lo son todos. Sin embargo, a escasas 90 horas de las elecciones, este tipo de medidas van haciéndose improbables, aunque no imposibles. El fraude, de perpetrarse, como ya se dijo, sería candela en un polvorín. Acciones postelectorales, semejantes a las que siguieron a las derrotas en 2007 y, sobre todo, en el 2015, todavía más riesgosas, quizás, y en todo caso, capaces de achicar las posibilidades de negociación mucho más de lo que ya están. Sin que desee yo un golpe de Estado, no podemos olvidar que, en noviembre de 1957, cuando la tropa se robó las urnas y las autoridades declararon vencedor a Pérez Jiménez, nadie imaginaba que mes y medio después, el dictador huiría en la Vaca Sagrada.

     Tal vez sean los gritos de uno que otro dirigente revolucionario y uno que otro necio sin opción de triunfo, reducidos al margen de error en las encuestas, así como unos pocos más, defensores de sus intereses y prebendas, bravuconadas de camorreros, a quienes, de cara a la avasallante victoria que se pulsa en las calles, solo les restará aceptar su derrota y como perro apaleado, huir con el rabo entre las patas. O, tal vez no estén conscientes de la improbabilidad de superar, aun con trampas, una brecha de tal magnitud. No lo sé, no lo sé, y esto me atemoriza más.

     Ojalá y los amigos del régimen revolucionario, en especial sus dos vecinos más notorios, le aconsejen bien y, más importante, que la sensatez impere en el gobierno venezolano, y que entienda que el tiempo también se agota. 

     Dijo uno, que se dice amigo, y que tal vez por ello mismo, lo sea ciertamente, cuando se pierde, se recogen los macundales y se marcha con dignidad.

      

miércoles, 17 de julio de 2024

 


El Tercer País

Por: Francisco Martínez

 

El muro ya existe. Recorre buena parte de ese tercer país entre Estados Unidos y México. Y, sin embargo, no divide. Hay otros lugares, menos violentos, menos inhóspitos, como Baarle, una ciudad que se reparte entre Holanda y Bélgica. La frontera es tan difusa que, pasadas las horas propicias para beber según las leyes neerlandesas, los ciudadanos pasan hasta Bélgica para seguir celebrando. O ese campo de golf que no solo comparte sus hoyos, sino que permite al golfista pasar de un huso horario a otro y, con suerte, hacer un hole in one desde Finlandia a Suecia. Hay, incluso, un paraje perdido, El Bir Tawil, tierra de nadie que contradice las disputas fronterizas tradicionales: Egipto alega que es sudanés y Sudán a su vez, que es egipcio. El muro ya existe, recorre buena parte de ese tercer país entre Estados Unidos y México. Y, sin embargo, no divide.

 

El muro, marrón y alto, solo en esas partes más civilizadas que ven con horror una alambrada de púas separando dos naciones, no recuerda al muro de Berlín. Es un paredón largo, que bien puede ser la pared de algún campo, de alguna edificación e incluso, de un estadio de béisbol o una enorme fábrica. La gente, en su mayoría, el mestizaje propio de las fronteras, lo recorre, obviando la miseria que al otro lado viven muchos de sus ancestros, y por qué negarlo, de sus parientes; porque en esas zonas estadounidenses, apellidarse Morales o Pérez no es raro, aunque algunos rancheros gringos, como los “Patriots” texanos, milicianos armados con la tecnología que el primer mundo les ofrece, quieran creer que esas tierras fueron colonizadas por inmigrantes sajones o nórdicos, y que en Arizona o Texas, apellidarse Johansson o Smith sea más lógico que Álvarez o Goicoechea. El muro existe y es tan alto que impide ver al pasado reciente. El muro no recuerda el de Berlín, pero cruzarlo puede significar para muchos el mismo destino que para un alemán oriental hacer lo propio.

 

Niegan los “Patriots”, que vigilan el borde del mapa en Brownsville, Texas, ese país que no es ni mexicano ni estadounidense, y sí un tanto de ambos. Esa nación que vive contigua a ambos lados del muro, en la que unos y otros, de tanto verse, han aprendido a quererse, porque el hijo de la mexicana llamada Consuelo que prepara tacos al pastor, lleva meses enamorando a la hija de un granjero estadounidense, hijo a su vez de un inmigrante sueco de apellido Ulson, quien por caprichos del destino se casó con una inmigrante vasca de apellido Iturriza. Claro, llamarse solo John Ulson despoja a ese hombre de sus raíces españolas y el discurso xenófobo de un patán, que lo único que tiene es dinero, le confunde, le aliena y le niega la condición de crisol de razas que Estados Unidos posee tanto como cualquiera otra nación de este Nuevo Mundo.

 

Tal vez uno de esos “Patriots”, rancheros vigilantes de la soberanía estadounidense, prefiera ignorar que él posee genes sioux. Y que el muro intenta inútilmente detener solo a los mexicanos y centroamericanos que entran a pie, a los que en gran medida le deben buena parte de su cultura; pero no a los únicos que, por tener ese derecho, pueden llamarse nativos de ese vasto territorio, los aborígenes norteamericanos, que, en el pasado, eran subdesarrollados frente a las culturas azteca y maya. Ellos, los sioux (o los cheroquis, los seminolas o cualquiera etnia originaria de Estados Unidos), han levantado su propio muro, su propio coto, ajeno a las tradiciones cuáqueras; y en sus “reservaciones”, imponen su ley, y es por ello que los ludópatas de apellidos sajones y nórdicos pueden saciar su vicio no solo en Las Vegas o Atlantic City.

 

Y el redneck de Ohio, de alguna de las Dakotas, de Utah o del estado más pobre de la unión, Virginia del Oeste, que gritaba consignas a favor de Trump, tan pobre como lo es el chicano que a diario sale a forjarse su destino en Central L.A., o el portorriqueño que sobrevive en el caos neoyorquino, chillará al entrar en un establecimiento de comida (y pedir el platillo gringo por excelencia: un pastel de carne con gentilicio alemán), porque ya no cuesta cinco, sino nueve dólares. O el joven emprendedor, de sonoro apellido vikingo (y que por ello se cree mejor), sentirá el golpe en sus finanzas, porque ya no consigue empleo en las grandes corporaciones tecnológicas. El suyo, ingeniero de sistemas, fue sustituido por un caraqueño, que gracias al internet trabaja para Google, y sin necesidad de una visa H, L, O, P o Q, hace el mismo trabajo por una fracción de su salario.

 

Existe el muro, sí. Lo inició Bill Clinton. Pero Sir Timothy Berners-Lee, Mark Zuckerberg, Sergéi Brin y Larry Page lo derribaron no con martillos, sino con bytes. Y todo esfuerzo por reconstruirlo resulta vano, porque más allá de las fronteras, existe un mundo virtual en el que se relacionan avatares, nombres falsos, identidades múltiples y desde luego, los individuos detrás del teclado, indistintamente de su ubicación geográfica. Una mujer pakistaní burla las severas restricciones sexuales, enseña sus partes íntimas a un japonés, y de tanto masturbarse mientras se ven a través de las pantallas de sus PC’s, crean un vínculo, que lleva a esa pakistaní (tal vez de una provincia rural y pobre) a Tokio. Un noruego conoce a una nigeriana a través de una de las tantas páginas de citas a ciegas, y con el tiempo, se comprometen. Y alguno de esos “Patriots”, racistas y narcisistas, puede que, por ser cierto eso de que el pez muere por la boca, conozca a una guatemalteca, que para su sorpresa se parece más a Gloria Álvarez que a Rigoberta Menchú.

 

Existe el muro, sí. Recorre buena parte de ese tercer país que emerge siempre en las fronteras. Y sin embargo, no divide. 

 

 

jueves, 11 de julio de 2024

 

     


Cuentos de camino

 La gente, por lo general, no ahonda y reflota en la superficie como los nenúfares en los estanques.  

 

No faltan análisis, y por qué no decirlo, infinidad de fábulas sobre una diversidad de escenarios, unos más probables que otros, y algunos más, ciertamente improbables. Son muchos, no hay duda de ello. Sin embargo, si bien importan para otros fines prácticos, todos los escenarios se reducen a la posibilidad real de materializarlos. En este momento, de cara a lo que pareciera ser una clara alteración del statu quo, luce confuso lo que pueda ocurrir no solo el propio 28 de julio, sino antes y después.

     Se sabe, anuladas las instituciones, como ha ocurrido en Venezuela en estos veintitantos años, y como sucede en los regímenes autocráticos, los gobiernos controlan todos los entes encargados de ejercer los contrapesos necesarios para que la democracia funcione. Sin embargo, en los procesos de cambio, los factores de poder, esos que, según Vilfredo Pareto, los motorizan y los hacen posibles, reemplazan a las instituciones en ese propósito. Si bien sus motivaciones no son del todo loables, y puede que incluso, egoístas, en un análisis de costos y beneficios, por lo general basados en la percepción del contexto, bien pueden apalancar transiciones para resguardar sus intereses, y que, en no pocas ocasiones, se alinean con los de la ciudadanía.

     El 22 de octubre pasado, les guste o no, ocurrió un evento de magnitudes telúricas en el terreno político. El resultado de las primarias alteró las relaciones de poder, como lo hizo el liderazgo creciente de Chávez en el año 1998. Al igual que entonces, la ciudadanía sentía hartazgo por una dirigencia decadente, así como los factores de poder, miedo frente a cambios para los cuales no estaban preparados. Hoy, el rechazo al gobierno revolucionario, sentimiento común en ocho de cada diez venezolanos, se suma a un liderazgo potente, respaldado por un nutrido número de electores, que genera confianza en la mayoría de los actores sociales. Los grupos poderosos, temerosos de perder sus negocios e intereses, justamente por ello, parecen ganados por la transición. En un análisis de costos y beneficios, esta resulta más ventajosa que la prolongación de un gobierno autocrático tanto como ineficiente, origen indiscutible del actual colapso.

     Sin embargo, la revolución tiene sus náufragos, y, por lo visto en los medios, sus jefes se aferran desesperadamente al poder hegemónico construido en estos veintitantos años. Apuestan por ello al control de las instituciones y al recrudecimiento de la represión. Apelan al miedo de los ciudadanos, sea para unos la pérdida de esas dádivas que les permiten sortear la crisis y, para otros, los negocios amparados por la élite.

     Se resume todo pues, a un pulseo de fuerzas más que a escenarios diversos, los cuales, en todo caso serían solo la expresión de ese pugilato. Cabe preguntarse entonces, si tiene cada uno con qué imponerse sobre el otro, o, cuando menos, suficiente empuje para pactar una negociación aceptable para ambos. He ahí el verdadero análisis.

     Si nos atenemos a las evidencias disponibles, las redes sociales y los medios, a ese reportaje que cada quien hace con sus teléfonos inteligentes, podemos acercarnos al contexto, a los hechos y no a meras opiniones. Por un lado, la campaña del gobierno, desangelada y sin norte, insiste con una oferta ideológica desgastada y sin credibilidad para el electorado. Por otro, el ánimo ciudadano en cuanto lugar visite María Corina Machado se corresponde plenamente con la percepción de la mayoría de los ciudadanos y de quienes desde exterior están atentos a la crisis venezolana. Esta es pues, la realidad que no solo vemos a diario, sino la que, en efecto, retratan las encuestas.

El gobierno podrá ignorar más que su deterioro y el desprecio ciudadano, su palpable precariedad de cara al futuro, y, por ello, construir narrativas delirantes destinadas a justificar sus eventuales maniobras para prevalecer. Sin embargo, sean cuales sean estas, cabe preguntarse si ahora puede materializarlas. Lo demás, son solo especulaciones y cuentos, deseos más que verdades.

     Pase lo que pase el 28 de julio, el juego continúa.  

martes, 18 de junio de 2024

 

   

    
                                                                                                                                                                    

El día después

Al término de las guerras, la paz finalmente silencia los cañones y las bombas, pero de los escombros, cansaos y hambrientos, toca reconstruir ciudades y vidas.

Nos dice Damián Alifa en un trino, que el mensaje del gobierno es que solo la jefatura revolucionaria puede garantizar la paz. Otros se aventuran a preferir, y cito sus palabras, «una paz autoritaria» (algo así como el gendarme necesario). Ya antes, algunos analistas y comentaristas aseguraban que la oposición no era capaz de preservar la gobernabilidad y que, por ello, mejor mantener el statu quo, aunque fuese bajo la oprobiosa sombra tiránica. Razonamiento este, sumamente desangelado y pobre. En su comentario, dejaba entrever este analista que precisamente por ello algunos podrían temer, en estos momentos, el repliegue de los mandos medios del ejército y la población chavista descontenta alrededor de Maduro en las elecciones del próximo 28 de julio. Sabemos, no obstante, que, en el estado actual de cosas, el voto es importante, mas no decisivo.

     Se congregan muchos, entre ellos destacados estudiosos e importantes voceros de diversos sectores, en torno a un proceso electoral cuyo resultado, por lo visto, ya estaría cantado a favor de Maduro. Al parecer, en un afán por parecer eruditos, o por otras causas menos honestas, algunos de ellos le hacen la tarea al gobierno. Debe decirse, sin embargo, que las transiciones no ocurren porque la gente vote o deje de votar, lo cual puede ayudar, pero en modo alguno, determinar acontecimientos cuya materialización pareciera depender de otros actores distintos al electorado. Ocurren pues, porque el statu quo cambia. Así sucedió en el este europeo, no obstante, en la mayoría de esas naciones, el instrumento de cambio haya sido el sufragio (en Rumania no lo fue).

     Las colosales expresiones de apoyo a María Corina Machado en las calles de ciudades, pueblos y caseríos, que benefician al candidato Edmundo González, no son solo eso, mítines impresionantes. En medio de una deformación del sufragio, reducido en estos veinticinco años a un circo deplorable, cada vez más desgraciado, y que, en todo caso, no deja de ser un mero instrumento, en algunos foros y círculos de personajes influyentes se obvia – consciente o inconscientemente - la trascendencia de las primarias pasadas, y lo que realmente ocurrió ese día. Ese apoyo masivo, indiscutido y extraordinario resquebrajó las columnas de la revolución como un terremoto, las columnas de un edificio. Dirán unos que la oposición es incapaz de mantener la paz (más como un slogan publicitario que como un hecho constatable). Sin embargo, no parecen convencidos los factores de poder de la oferta chavista, y me refiero pues, a esos grupos de interés que en efecto motorizan los cambios, y, en nuestro caso, reemplazarían a las instituciones en la defensa del voto y, sobre todo, de sus verdaderos resultados, anunciados por la mayoría de las encuestadoras del país con una brecha suficientemente amplia. Por lo visto, esos grupos de interés ahora creen que, de mantener las cosas, entraríamos en un proceso de inestabilidad mucho más costoso de lo que sería propiciar la transición. El statu quo cambió, y, consecuentemente, el voto bien puede ser hoy la herramienta provechosa que en el pasado ciertamente no fue.

     Sé de la inquina de algunos periodistas y analistas hacia la ingeniera Machado. Contestes con una falsa matriz de opinión avivada en parte por el discurso del gobierno y en parte por prejuicios (por ser mujer y perteneciente a lo que ridículamente llaman mantuanaje caraqueño), se hacen eco, conscientes o no, de una campaña de desinformación para asegurarle a la élite su impunidad ante lo que avezados estudiosos, encuestas y el sentido común ya vaticinan. No es un secreto la necesidad de una aparente legitimidad para un eventual nuevo mandato de Maduro. Otra cosa es, sin embargo, que, pese a ese esfuerzo por anticiparse a un resultado adverso, la élite logre mantenerse en el poder.

     Me inquieta pues, esa ojeriza contra María Corina Machado, no por algo distinto al quiebre de la unidad tan necesaria para lograr la transición efectivamente. Ojeriza fundada mayormente en fábulas y mitos, obsesiones de un liderazgo misógino y prejuicioso. Animados por esa inquina pues, se prestan voces influyentes para desnaturalizar un proceso que, sin lugar a dudas, trasciende con creces al sufragio, y, de ese modo, limitan un proyecto mucho más grande que las elecciones. No olvidemos, la naturaleza del sufragio no deja de ser la de una herramienta que, como un martillo, puede ser útil o no, según el contexto. No hay menos magia en esa mirada pueril del voto que en aquellos que esperan de Trump, una invasión (sin lugar a dudas, indeseable).

     Las declaraciones de altos funcionarios del gobierno, ampulosas y virulentas, demuestran su indisposición a la transición y su desespero por afianzarse en el poder, de cara a un escenario hostil. El peso de esos personajes, empero, puede no ser tan decisivo, y que su fanfarronería no deje de ser tan solo un bluf. Rezan en los pueblos, que una cosa dice el burro y otra muy diferente, quien ha de ensillarlo (o arrearlo). Podemos entonces intuir la conducta del gobierno frente a las venideras elecciones, pero otra cosa es, sin dudas, su posibilidad real de hacerlo. Y por ello, apelan a esos analistas, que se prestan a lavarle el rostro y aparentar una legitimidad intragable. No deseo aventurarme en las razones que motivan a esos eruditos.

     Insisto, tal vez lo que suceda el 28 de julio próximo sea irrelevante, si tomamos en cuenta que, al parecer, la sociedad ya tomó una decisión. Si la nación – e incluyo necesariamente a los factores de poder, animados por las necesidades y la presión ciudadana – decidió transitar hacia otros modelos políticos y económicos; las maniobras del chavismo podrían resultar estériles, y, en todo caso, alargar la agonía de muchos, mas no asegurarle su permanencia en el poder, y, sin dudas, achicarle sus posibilidades para una eventual negociación. No sería una novedad ni en nuestro país ni en otros.

     Sin embargo, nada es seguro, salvo ese beso dulce que a todos habrá de darnos la Muerte. No podemos pues, dormirnos. La apatía es la peor enemiga de las naciones, y también de las democracias, como se lo escuché hace muchos años a un profesor de la facultad de Derecho de la UCAB, Reinaldo Chalbaud Zerpa. Debemos activarnos como ciudadanos, no como pueblo aborregado. Debemos movernos, defender los votos, cobrar el triunfo, desde luego... pero tenemos que ser siempre activos en la defensa de las instituciones, porque estas siempre están asechadas por las bestias. Sobre todo, porque después del 28 de julio, sea lo que sea que pase, el juego continúa.

domingo, 9 de junio de 2024

 

     Del optimismo, del pesimismo, la realidad y las verdades a medias

Dudar es de sabios; hacerlo de los seres humanos, necesario.

No es realista el exceso de optimismo. Tampoco, el pesimismo desmedido. Las opiniones no definen la realidad. En todo caso, apenas intentan explicarla. Según algunos analistas, jefes de las firmas encuestadoras y politólogos, Maduro crece en la intención de voto. El pulso callejero, sin embargo, vocea otra cosa.

     Si nos apegamos a las evidencias, las que podemos recoger a través de las redes, mientras María Corina Machado concentra multitudes a su paso por ciudades, pueblos y caseríos, el candidato del Psuv, pasea solo, y, como lo expuso en un trino la cantante Soledad Bravo, asemeja al oso que baila en un circo pobre, desangelado y sin audiencia. Cabe preguntarse, ¿por qué se afanan en mostrar unos números tan ajenos a lo que los ciudadanos vemos? ¿Son traidores, caballos de Troya que buscan deformar la realidad para anticiparse a un fraude electoral? ¿Son honestos y solo pretenden alertar a los jefes de las organizaciones políticas?

     No lo sé... En este país, descreído y polarizado, resulta difícil saberlo. Sin embargo, si estudiamos su conducta antes y después del 22 de octubre, hallaremos datos que bien podrían ilustrar sus intenciones y, consecuentemente, acercarnos a una respuesta.

     Antes de las presidenciales, cuyo éxito fue menospreciado desde antes que tuvieran lugar, primero se mostraban cautos, demasiado; y luego, escépticos, aun irónicos. No apostaban mucho por la participación ciudadana en ese proceso. La comisión encargada de celebrarlas, presidida por un hombre serio, Jesús María Casal, estimó alrededor de un millón novecientos mil votantes. Votaron unas dos millones y medio de personas, a pesar de las limitaciones. Si bien se esperaba su triunfo, jamás se creyó que la ingeniera Machado obtendría más del 90 %. Gente que hasta recién la acusaba de divisionista y extremista votó por ella. Sin dudas, si bien no su triunfo, sí sorprendió el número.

     En su discurso, algunas encuestadoras y uno que otro analista la han acusado, aun antes de ser el portento político que es hoy, de propiciar la división y la abstención, y de querer imponerse sobre los demás candidatos. Me pregunto yo, si en el pasado no congregaba ni al cuatro por ciento, mal pudo ser ella la causa de la abstención que le endilgaban y que, supongo, debió originarse en una decisión de cada ciudadano (seguramente desconfiado y desesperanzado). Ahora repiten lo mismo, y de nuevo, le endosan infinidad de pecados, aunque sí, con más cuidado. Cabe preguntarse entonces, como un derecho ciudadano, si esas encuestadoras son honestas o si las mueven otros intereses menos cristalinos, como, por ejemplo, favorecer una cohabitación beneficiosa para algunos sectores. Por lo tanto, bien puede uno plantearse si sus cifras no se originan en una animadversión hacia la dirigente de Vente Venezuela o en la necesidad de crear un ambiente propicio para legitimar lo que a la vista del más lerdo luce improbable.

     Materializado el triunfo abrumador de María Corina Machado el 22 de octubre, comenzó una campaña para promover una candidatura distinta a las propuestas en las primarias, porque la de ella, y cito una frase muy usada entonces, no era potable para el régimen (confesión de la propia pusilanimidad o desvergüenza). Además, no escatimaron en ofensas y suposiciones que ella fue derribando una a una. Se le acusaba de su excesivo deseo de protagonizar, y, después de acuerdos, en los que su peso, por supuesto, primó (con un respaldo del 93 %, no cabía esperar otra cosa), se eligió, primero, a Corina Yoris, desechada caprichosamente por las autoridades, sin que mediara explicación de ningún tipo; y, de esos estudiosos del ámbito político venezolano, pocas quejas y reclamos ante una conducta desfachatada e inaceptable. Luego, al diplomático Edmundo González, milagrosamente (o por presiones de quién sabe quiénes) actual candidato de la oposición. Se advierte pues, todas las imputaciones en su contra se han ido desmoronando.

     Demostrada la popularidad de la dirigente, aclamada – y léase este término en su genuina acepción - en cuanto lugar visite, y tras un breve silencio, no sé si para repensar sus análisis, vuelven en su contra los sospechosos habituales. Ahora le atribuyen una actitud triunfalista. Cualquier seguidor de ella – y de los demás líderes de la Unidad comprometidos con la campaña – puede constatar que tal afirmación es falsa. Si bien exaltan las concentraciones, y con sobradas razones, tanto para animar la contienda como por su innegable espectacularidad, no son escasos los llamamientos al trabajo por la defensa del voto y a cuidarse del triunfalismo.

     No acuso. Dios me libre de tamaña insensatez, de tal despropósito. Sin embargo, no soy lerdo y en mi vida he leído algunos cuantos libros distintos a los que exigía y exige mi profesión (el derecho), y por ello, puedo decir que tengo criterio propio. Así como señalan algunos, y se apoyan entre ellos; yo puedo hacer mi análisis particular y sacar mis propias conclusiones, y, en lugar de repetir lo que otros dicen (cuya honestidad no es un hecho notorio, exento de pruebas), resaltar conductas – o lo que vendría a ser lo mismo en este caso, hechos – que me permiten opinar como lo hago. Debo recordar, en honor a mi oficio, el del abogado, las opiniones no son verdaderas o falsas. Son solo eso, opiniones.

     Al parecer, hubo y hay una inquina - si no otros intereses más oscuros e inconfesables - de algunos analistas y líderes en contra de María Corina Machado, acompañada de imputaciones, que bien sabemos carecen de fundamento. Tanto su conducta como la de quienes la acompañan así lo demuestran. Quizás hubo y hay, en algunos sectores, temor a la transición y por ello, prefieren estos, una inaceptable cohabitación que mantenga el statu quo. Por ello, mis dudas, como las de cualquier otro ciudadano, no son análisis de botiquines ni tonterías de la galería.   

 

jueves, 30 de mayo de 2024


 

     Vientos de cambio

     «Conozco bien los múltiples disfraces de la fortuna, hasta el punto de prodigar fingidamente sus blandas caricias a los mismos a quienes intenta engañar, para luego abandonarlos repentinamente, sumidos en una insoportable desolación» (Boecio, filósofo romano).

 

Según Vilfredo Pareto (ingeniero, sociólogo, economista y filósofo italiano), el 80 % del resultado procede del 20 % del esfuerzo. Esto se conoce como el principio de Pareto. Tiene infinidad de aplicaciones, pero me interesa su destino político. Se sabe, una minoría detenta la mayor riqueza y, consecuentemente, el poder (entendido como esa capacidad para obrar y generar resultados, sean buenos o malos). Mientras, la minoría se reparte la menor porción y, por ello, su participación en la toma de decisiones es menos influyente (su poder es mucho menor). Asumimos pues, que el esfuerzo de la mayoría no se traduce necesariamente en cambios, aun cuando esta la desee, en tanto la minoría no esté de acuerdo con los mismos. Eso ya lo hemos vivido.

     En Venezuela se perturbó el andamiaje del poder, o, dicho de otro modo, mutaron las correlaciones de fuerzas. Si ayer beneficiaban a la élite regente, hoy parecen favorecer a otros actores. Esto se traduce en una alteración del contexto, y, en principio, es esta la que puede – y así parece ser – reconfigurar la realidad. En otros textos aseguré que una elección sería provechosa si y solo si se lograba la alteración del statu quo, de modo que los factores decisores optaran por otros resultados, que, en el caso que nos atañe, no es otro que la derrota de la revolución y la anhelada transición. Al parecer, finalmente ocurre.

     Puede decirse entonces, que el sufragio es ahora una herramienta ventajosa porque su resultado real puede ser garantizado a pesar de la inexistencia de instituciones que lo garanticen. Los factores de poder, entre los cuales se cuentan otrora defensores del proceso revolucionario están contestes en la necesidad de transitar de una nación colapsada a un modelo más eficiente, capaz de reconstruir la institucionalidad democrática y de generar progreso sustentable. Por ello, prefieren apoyar otras opciones distintas a la desgastada élite revolucionaria. Antes, no lo era. Y, debe decirse, lo es hoy no porque la cabeza de la oposición sea María Corina Machado, sino porque la esperanza que ella representa suma voluntades, incluso en sectores que hasta recién la despreciaban y que, sin dudas, pesan en la creación de una realidad adversa al gobierno.

     Tenemos pues, por primera vez en mucho tiempo, una recomposición efectiva de las circunstancias sociopolíticas, de las relaciones entre los distintos grupos, así como de las facciones de poder. El voto puede ser la herramienta que en estos veintitantos años no pudo ser.

Cabe destacar la importancia de la defensa del voto antes, durante y después de las elecciones, como lo han venido haciendo algunos dirigentes y organizaciones no gubernamentales. Sin embargo, encaran ellos, los mandamases, una verdad al parecer inobjetable. Aun si la revolución hurta la voluntad de los ciudadanos, como lo hizo Pérez Jiménez en noviembre de 1957; sin pecar yo, de triunfalista e irreal optimismo, todo parece indicar que, invariablemente, el fin de la revolución es una decisión inapelable. Tal vez, como una excepción al principio de Pareto, necesaria para corroborarlo, sean las masas el fuego que en esa fragua que son las minorías, se forje la decisión y se concrete otra realidad.   

     Creo yo, que el gobierno está al tanto de su precariedad y que su derrota es solo cuestión de tiempo, sea que lo reconozca en julio próximo o se vea forzado a ello después. Esta es la causa no solo de sus pasmosos desaciertos, sino también de la ferocidad de algunos de sus militantes más tenaces. Ya no encaran una oposición fragmentada y torpe, como en otros años, sino, a un fenómeno político (no electoral), que ha revuelto todos los cimientos del gobierno bolivariano. Lo he dicho antes y lo repito, al tanto está la jefatura revolucionaria de la potencia de este tipo de fenómenos. He ahí la génesis de su enorme temor.

     Las élites, más allá de los mandamases, entendieron que resulta más barato pues, la transición que la conservación del statu quo. En el pasado, vaya uno a saber por qué (aunque lo intuimos), esa minoría decisora se mantenía si no fiel al orden revolucionario, al menos, sí apática y permisiva (aunque todavía hoy, algunos siguen pensando que una posición pasiva es mejor). En cambio, visto el desarrollo de la campaña electoral en ciernes, impulsada por un portento que arrastra voluntades como lodo y barro, un deslave; opta por sintonizarse no con las masas, sino con esa voluntad de cambio que ya luce irrevocable tanto como urgente.

     Al parecer, a la revolución perdió el afecto de los dioses y hoy la rueda de la fortuna no parecer favorecerla con sus mimos.