Mentiras y pecados, y el largo camino de la
redención
Por
lo general es uno mismo y no otro el que con tesón siembra y cosecha sus
propias desgracias.
Carlos Andrés Pérez no puede
considerarse inocente. Ni siquiera de su propia tragedia. No lo fueron tantos más.
Muchos, personas notorias. Para citar solo dos recientes, el doctor Arturo Uslar
Pietri o el también abogado Jorge Olavarría. En nuestro país, son muchos los
pecados y muchos los pecadores, y a ellos, cada uno en su dimensión y tiempo,
le debemos una crisis inacabable. Vallenilla Lanz, Tinoco, padre e hijo, Miguel
Rodríguez, Rafael Caldera... Son muchos, como necio, enumerarlos. Y no es ese, sin
embargo, el propósito de estas palabras.
Analizar la realidad adecuadamente requiere,
además del estudio concienzudo de los eventos y sus protagonistas, ahondar en hechos
pasados y, sin dudas, en hábitos fuertemente arraigados, así como en los rasgos
propios de nuestra idiosincrasia. No podemos pues, obviar nuestras taras, algunas
tan viejas como la época colonial. No podemos negar cómo somos.
De su primer mandato, ya Alfredo Tarre
Murzi – Sanín - escribió suficiente, y con la autenticidad que ofrece la
contemporaneidad (sobre todo, «Venezuela saudita», Vadell Hermanos, 1978). Sin
embargo, inmersos en esta crisis, suerte de prolongación de una mayor,
desgracia endémica que arrastramos desde hace doscientos años o más, hemos
descuidado el análisis de su segundo gobierno, uno bien intencionado, sin lugar
a dudas, pero mal instrumentado y peor comunicado. El viraje político y
económico, como bien lo plantea Mirtha Rivero en su libro «La rebelión de los
náufragos» (Editoral Alfa, 2010), se hizo a espaldas de la gente, de su propio
partido, de los empresarios, y, aunque fuese adecuado, incluso correcto, como
lo fue y sigue siéndolo tres décadas después, tuvo un impacto negativo. Desencadenó
el colapso de nuestras instituciones, de nuestra democracia y de la nación.
Insisto pues, Carlos Andrés Pérez no fue
inocente, como tampoco su gabinete, mayormente tecnócratas que desoyeron los
consejos de quienes no solo conocían su oficio, al menos medianamente, sino que
entendían bien al venezolano. Negar que Hugo Chávez supo reunir resentimientos,
como lo hizo, no solo es una memez, sino que ignora los cimientes de nuestras desventuras.
Antiguos militares perezjimenistas, guerrilleros de la vieja guardia y
políticos olvidados escucharon de él lo que anhelaban oír, sin olvidar a la
gente de a pie, excluida por errores y descuidos de una élite ensimismada en la
tenencia del poder, por la creciente corrupción y un Estado clientelar cada vez
más inoperante.
El chavismo es, como todos los procesos
históricos, el resultado de eventos precedentes, así como la causa de otros
posteriores. Ahora vemos unos, y más tarde veremos otros. Chávez, para darle un
rostro a una crisis que trasciende nombres, no emergió de la nada ni como un extraterrestre,
aterrizó en estas tierras. Él fue un vivo ejemplo de tantos venezolanos, aunque
no nos guste la imagen reflejada en ese espejo.
No es casual pues, que infinidad de veces,
el ejercicio del poder haya estado en manos de jefes militares, hombres con una
visión castrense del orden y las jerarquías. No se trata solo de Juan Vicente
Gómez o Marcos Pérez Jiménez, que, en efecto, ejercieron el poder despótica y
cruelmente, sino también de otros, más democráticos (o menos autoritarios),
como López Contreras, Medina Angarita y, salvo algunas excepciones, los que
desde 1830 ocuparon la presidencia. Aún en nuestros días, Chávez era militar,
como tantos en su gabinete, así como lo son otros más en el de su sucesor,
Nicolás Maduro. La presencia militar en la civilidad democrática ha sido en
este país, una sombra incesante, un leviatán oculto detrás del proscenio.
De algún modo, Pérez no fue menos populista
que Pérez Jiménez o cualquiera otro de los que han regido este país, solo que,
en su segundo mandato, dejó creer, soterradamente, que volvería la bonanza
escandalosa de su primer gobierno, cuando realmente escondía en sus fardos un
paquete de medidas tan desagradables como una quimio. Les guste o no, sí mintió,
o, cuando menos, ocultó verdades, que es, a veces, otra forma de engañar. Jamás
en toda la campaña advirtió a la gente, a su partido, incluso a los
empresarios, muchos de ellos parásitos, que su programa se basaba en un
conjunto de medidas ásperas y dolorosas, duras como un garrote. Y si bien eran necesarias,
de haberse conocido antes de las elecciones, nunca hubiese ganado. Sin negar la
importancia de rectificar un modelo económico pervertido, aun desde tiempos
previos a la democracia (e incluso, a la dictadura militar y al infausto
trienio adeco, cuando Pedro Tinoco, el padre, recomendó anclar el tipo de
cambio), como las guayabas contra el cemento de los patios traseros, reventó el
descontento contra Pérez y ese paquetazo, que de la noche a la mañana regresaba
a tantos al rancho del que lograron salir con sacrificio y esfuerzo.
Suponer que la gente,
como pollos enfermos, se dejarían sacrificar mansamente fue y lo es aún hoy y
sin dudas lo será también mañana, una estupidez. ¿O un suicidio?
El Caracazo del 27 de febrero de 1989, a
escasas semanas de su toma de posesión en un acto grotescamente ostentoso, no fue
menos espontáneo que las revueltas callejeras tras el anuncio del CNE el pasado
28 de julio. Quizás el chavismo quiso reivindicar aquel reventón como suyo,
pero fue este, indudablemente, la respuesta de un electorado que se sintió
estafado. Votaron millones por la vuelta de las vacas gordas de su primer
mandato, aunque tal cosa era – y es – imposible, y, a cambio, recibieron un
paquetazo que los despojaba de todo por lo que tanto se habían esforzado.
Jugaron con fuego en un polvorín. Sucedió
lo evidente. El fuego hizo de este país, un candelero, para usar un término que
resuena galleguiano.
Si bien el juicio fue una fantochada
jurídica (por un delito que nunca quedó establecido que lo fuese realmente, en
tanto que la partida secreta es eso, un gasto arbitrario del presidente para la
seguridad del Estado, que, en ese caso, se usó para evitar que los sandinistas
derrocaran a Violeta Chamorro), Pérez sí se ganó, a pulso, justa o
injustamente, el desprecio y, por qué negarlo, la inquina de los empresarios,
de su propio partido y de la gente, esa que masivamente votó por él. El Gocho, aclamado
en diciembre de 1988, para 1989, ya era una penca pestilente de bacalao que
nadie deseaba trastear. Sus errores le costaron la presidencia (la cual se vio
forzado a abandonar el 20 de mayo de 1993), pero también a nosotros, los
venezolanos, la democracia que con sangre y dolor instituyeron hombres valiosos
en el pasado.
Ese juicio, un proceso amañado que sirvió a
los intereses y egos de no pocos personajes en un tinglado fachoso, feo, demostró,
como luego la sentencia de la extinta Corte Suprema de Justicia que dio luz
verde a un proceso de reforma constitucional inexistente, como lo era la
constituyente de 1999, que, en este país, aun la ley, la juridicidad y el
Estado de derecho están subordinados a la política y a la politiquería. El
efecto de tamaño desatino no puede ser otro que la degradación de las instituciones
hasta ser meros cascarones.
Hemos llegado pues, al último círculo de
nuestro infierno, el del populismo, donde los demagogos, sin pudor, al grito de
alguna revolución con nombre rebuscado, echan por tierra todo lo bueno solo
para corregir lo malo. Ese afán por empezar de nuevo, vicio propio de quien
nunca termina ningún trabajo, ha sido, ese lago helado, ese ruedo amurallado
por gigantes, titanes, que, como tales, están condenados al fracaso, en el que,
paralizados, permanecemos todos los venezolanos, quejándonos y culpando a otros
por nuestras miserias.
No habrá paraíso pues, si no cruzamos
primero el purgatorio, y de nuestros errores, aprender, como lo han hecho las
naciones primermundistas. Debemos andar el azaroso camino de la redención para
reconocernos tal como somos, expiar culpas y purgar pecados, que no por
negarlos, se desvanecen como el deseo después del coito. Por lo contrario, como
los hongos y los bichos repugnantes, crecen en las sombras.