El Tercer País
Por: Francisco Martínez
El muro ya existe. Recorre buena
parte de ese tercer país entre Estados Unidos y México. Y, sin embargo, no
divide. Hay otros lugares, menos violentos, menos inhóspitos, como Baarle, una
ciudad que se reparte entre Holanda y Bélgica. La frontera es tan difusa que,
pasadas las horas propicias para beber según las leyes neerlandesas, los
ciudadanos pasan hasta Bélgica para seguir celebrando. O ese campo de golf que
no solo comparte sus hoyos, sino que permite al golfista pasar de un huso
horario a otro y, con suerte, hacer un hole in one desde Finlandia a Suecia.
Hay, incluso, un paraje perdido, El Bir Tawil, tierra de nadie que contradice
las disputas fronterizas tradicionales: Egipto alega que es sudanés y Sudán a
su vez, que es egipcio. El muro ya existe, recorre buena parte de ese tercer
país entre Estados Unidos y México. Y, sin embargo, no divide.
El muro, marrón y alto, solo en
esas partes más civilizadas que ven con horror una alambrada de púas separando
dos naciones, no recuerda al muro de Berlín. Es un paredón largo, que bien
puede ser la pared de algún campo, de alguna edificación e incluso, de un
estadio de béisbol o una enorme fábrica. La gente, en su mayoría, el mestizaje
propio de las fronteras, lo recorre, obviando la miseria que al otro lado viven
muchos de sus ancestros, y por qué negarlo, de sus parientes; porque en esas
zonas estadounidenses, apellidarse Morales o Pérez no es raro, aunque algunos
rancheros gringos, como los “Patriots” texanos, milicianos armados con la
tecnología que el primer mundo les ofrece, quieran creer que esas tierras
fueron colonizadas por inmigrantes sajones o nórdicos, y que en Arizona o
Texas, apellidarse Johansson o Smith sea más lógico que Álvarez o Goicoechea.
El muro existe y es tan alto que impide ver al pasado reciente. El muro no
recuerda el de Berlín, pero cruzarlo puede significar para muchos el mismo
destino que para un alemán oriental hacer lo propio.
Niegan los “Patriots”, que
vigilan el borde del mapa en Brownsville, Texas, ese país que no es ni mexicano
ni estadounidense, y sí un tanto de ambos. Esa nación que vive contigua a ambos
lados del muro, en la que unos y otros, de tanto verse, han aprendido a
quererse, porque el hijo de la mexicana llamada Consuelo que prepara tacos al
pastor, lleva meses enamorando a la hija de un granjero estadounidense, hijo a
su vez de un inmigrante sueco de apellido Ulson, quien por caprichos del
destino se casó con una inmigrante vasca de apellido Iturriza. Claro, llamarse
solo John Ulson despoja a ese hombre de sus raíces españolas y el discurso
xenófobo de un patán, que lo único que tiene es dinero, le confunde, le aliena
y le niega la condición de crisol de razas que Estados Unidos posee tanto como
cualquiera otra nación de este Nuevo Mundo.
Tal vez uno de esos “Patriots”,
rancheros vigilantes de la soberanía estadounidense, prefiera ignorar que él
posee genes sioux. Y que el muro intenta inútilmente detener solo a los
mexicanos y centroamericanos que entran a pie, a los que en gran medida le
deben buena parte de su cultura; pero no a los únicos que, por tener ese
derecho, pueden llamarse nativos de ese vasto territorio, los aborígenes
norteamericanos, que, en el pasado, eran subdesarrollados frente a las culturas
azteca y maya. Ellos, los sioux (o los cheroquis, los seminolas o cualquiera
etnia originaria de Estados Unidos), han levantado su propio muro, su propio
coto, ajeno a las tradiciones cuáqueras; y en sus “reservaciones”, imponen su
ley, y es por ello que los ludópatas de apellidos sajones y nórdicos pueden
saciar su vicio no solo en Las Vegas o Atlantic City.
Y el redneck de Ohio, de alguna
de las Dakotas, de Utah o del estado más pobre de la unión, Virginia del Oeste,
que gritaba consignas a favor de Trump, tan pobre como lo es el chicano que a
diario sale a forjarse su destino en Central L.A., o el portorriqueño que
sobrevive en el caos neoyorquino, chillará al entrar en un establecimiento de
comida (y pedir el platillo gringo por excelencia: un pastel de carne con
gentilicio alemán), porque ya no cuesta cinco, sino nueve dólares. O el joven
emprendedor, de sonoro apellido vikingo (y que por ello se cree mejor), sentirá
el golpe en sus finanzas, porque ya no consigue empleo en las grandes
corporaciones tecnológicas. El suyo, ingeniero de sistemas, fue sustituido por
un caraqueño, que gracias al internet trabaja para Google, y sin necesidad de
una visa H, L, O, P o Q, hace el mismo trabajo por una fracción de su salario.
Existe el muro, sí. Lo inició
Bill Clinton. Pero Sir Timothy Berners-Lee, Mark Zuckerberg, Sergéi Brin y
Larry Page lo derribaron no con martillos, sino con bytes. Y todo esfuerzo por
reconstruirlo resulta vano, porque más allá de las fronteras, existe un mundo
virtual en el que se relacionan avatares, nombres falsos, identidades múltiples
y desde luego, los individuos detrás del teclado, indistintamente de su
ubicación geográfica. Una mujer pakistaní burla las severas restricciones
sexuales, enseña sus partes íntimas a un japonés, y de tanto masturbarse
mientras se ven a través de las pantallas de sus PC’s, crean un vínculo, que
lleva a esa pakistaní (tal vez de una provincia rural y pobre) a Tokio. Un
noruego conoce a una nigeriana a través de una de las tantas páginas de citas a
ciegas, y con el tiempo, se comprometen. Y alguno de esos “Patriots”, racistas
y narcisistas, puede que, por ser cierto eso de que el pez muere por la boca,
conozca a una guatemalteca, que para su sorpresa se parece más a Gloria Álvarez
que a Rigoberta Menchú.
Existe el muro, sí. Recorre buena
parte de ese tercer país que emerge siempre en las fronteras. Y sin embargo, no
divide.
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