Falsos
mesías
Empezó la Cuaresma. Con
cenizas en la frente, aceptamos que somos sólo polvo, un instante en la
inmensidad del todo. Y es pues, esta época del año, propicia para reflexionar
sobre nuestra pequeñez. Aun la de aquellos que se creen intocables.
Cada uno de nosotros, y en especial los
católicos, tenemos la obligación de mirarnos en ese espejo que es la propia
consciencia sobre uno mismo, sobre lo que somos, nuestros defectos y
debilidades y también nuestras virtudes. Es tiempo para volcarnos hacia
nosotros mismos, y en la Pascua de Resurrección, renacer desde nuestras cenizas
como mejores personas.
Ignoro si el liderazgo político venezolano
cree o no en alguna confesión religiosa. Sin embargo, indistintamente de la fe,
es propio este tiempo para meditar sobre los errores, los desaciertos, las
opacidades y las maquinaciones de espaldas al ciudadano, y asumir la cuota de
responsabilidad que en todo este tinglado bufonesco, aunque ciertamente
trágico, recae sobre sus hombros. No es mentira que ellos, encerrados en sus
dogmas, han crucificado a la mayoría de los ciudadanos, y estos, descalzos, a
diario, salen con sus cruces a cuestas.
Soy hombre de fe. Soy católico, y en la medida
que me lo permiten mis debilidades, practicante. Por ello, entiendo esa
conversión del espíritu. Y si bien no deseo, ni debo, señalar a nadie, exijo de
ese liderazgo, ese que dice representarme (aunque no sea así), se avoque a la
resolución de un conflicto que ya ha consumido vidas, unas que se han ido
apagando por la desidia para atender sus dolencias y sus necesidades básicas como
Dios manda y la justicia reclama, otras asesinadas impíamente, y otras más que
en la soledad de sus mazmorras se han ido enamorando de la Muerte. Reclamo
pues, una conducta coherente, y, sin lugar a dudas, ética.
Este tiempo de conversión e introspección
debería invitarnos a todos a reconocer la trágica realidad en la que viven
millones de personas, azotadas por las miserias que la estupidez y la
desvergüenza han sembrado, y los más débiles, cosechado. Ayunemos – y por esto
me refiero a abstenernos de alimentar al ego – para lavarnos de un pecado
capital que nos consume: la soberbia. Seamos humildes, y no solo nosotros, que
a diario nos enfrentamos a una crisis de dientes filosos y grandes garras, que
de la esperanza hace jirones, sino ese liderazgo que espera del ciudadano
sumisión. Por un momento, calcemos los zapatos del prójimo, y sigamos sus
huellas, para reconocer que son muchos los que padecen miserias indecibles.
Estas horas son tristes, luctuosas.
Lloramos a los caídos, para recordarlos, algunos ciertamente arrancados de este
mundo demasiado pronto, pero también para tener presente la malignidad
reinante, donde las víctimas son olvidadas en sus sepulcros y en sus gayolas,
mientras la fiesta de unos pocos escandaliza y, sobre todo, ofende. Lloramos
para recordar que el tiempo, para muchos, es un lujo impagable.
Es tiempo pues, para meditar sobre los
errores, y desde luego para enmendarlos. La soberbia solo ofrece placeres
mundanos, esa fama que, así como viene, también se marcha. La soberbia solo
aviva la polarización y la pugnacidad entre hermanos. Sin embargo, cegados como
están todos por sus dogmas y la inmensidad monstruosa de sus egos, no verán sus
pecados, sino los del otro, y sobre una ciudadanía agobiada por la crisis,
arrojarán las culpas y demandarán de ellos, fidelidad carente de criterio.
Tal vez sea tiempo para buscar otras luces,
que, en medio de una noche oscura y borrascosa, sirva de faro. Quizá sea el
tiempo de desnudar falsos mesías.
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