miércoles, 8 de marzo de 2023

 

                Falsos mesías

Empezó la Cuaresma. Con cenizas en la frente, aceptamos que somos sólo polvo, un instante en la inmensidad del todo. Y es pues, esta época del año, propicia para reflexionar sobre nuestra pequeñez. Aun la de aquellos que se creen intocables.

     Cada uno de nosotros, y en especial los católicos, tenemos la obligación de mirarnos en ese espejo que es la propia consciencia sobre uno mismo, sobre lo que somos, nuestros defectos y debilidades y también nuestras virtudes. Es tiempo para volcarnos hacia nosotros mismos, y en la Pascua de Resurrección, renacer desde nuestras cenizas como mejores personas.

     Ignoro si el liderazgo político venezolano cree o no en alguna confesión religiosa. Sin embargo, indistintamente de la fe, es propio este tiempo para meditar sobre los errores, los desaciertos, las opacidades y las maquinaciones de espaldas al ciudadano, y asumir la cuota de responsabilidad que en todo este tinglado bufonesco, aunque ciertamente trágico, recae sobre sus hombros. No es mentira que ellos, encerrados en sus dogmas, han crucificado a la mayoría de los ciudadanos, y estos, descalzos, a diario, salen con sus cruces a cuestas.

     Soy hombre de fe. Soy católico, y en la medida que me lo permiten mis debilidades, practicante. Por ello, entiendo esa conversión del espíritu. Y si bien no deseo, ni debo, señalar a nadie, exijo de ese liderazgo, ese que dice representarme (aunque no sea así), se avoque a la resolución de un conflicto que ya ha consumido vidas, unas que se han ido apagando por la desidia para atender sus dolencias y sus necesidades básicas como Dios manda y la justicia reclama, otras asesinadas impíamente, y otras más que en la soledad de sus mazmorras se han ido enamorando de la Muerte. Reclamo pues, una conducta coherente, y, sin lugar a dudas, ética.

     Este tiempo de conversión e introspección debería invitarnos a todos a reconocer la trágica realidad en la que viven millones de personas, azotadas por las miserias que la estupidez y la desvergüenza han sembrado, y los más débiles, cosechado. Ayunemos – y por esto me refiero a abstenernos de alimentar al ego – para lavarnos de un pecado capital que nos consume: la soberbia. Seamos humildes, y no solo nosotros, que a diario nos enfrentamos a una crisis de dientes filosos y grandes garras, que de la esperanza hace jirones, sino ese liderazgo que espera del ciudadano sumisión. Por un momento, calcemos los zapatos del prójimo, y sigamos sus huellas, para reconocer que son muchos los que padecen miserias indecibles.

     Estas horas son tristes, luctuosas. Lloramos a los caídos, para recordarlos, algunos ciertamente arrancados de este mundo demasiado pronto, pero también para tener presente la malignidad reinante, donde las víctimas son olvidadas en sus sepulcros y en sus gayolas, mientras la fiesta de unos pocos escandaliza y, sobre todo, ofende. Lloramos para recordar que el tiempo, para muchos, es un lujo impagable.

     Es tiempo pues, para meditar sobre los errores, y desde luego para enmendarlos. La soberbia solo ofrece placeres mundanos, esa fama que, así como viene, también se marcha. La soberbia solo aviva la polarización y la pugnacidad entre hermanos. Sin embargo, cegados como están todos por sus dogmas y la inmensidad monstruosa de sus egos, no verán sus pecados, sino los del otro, y sobre una ciudadanía agobiada por la crisis, arrojarán las culpas y demandarán de ellos, fidelidad carente de criterio.

     Tal vez sea tiempo para buscar otras luces, que, en medio de una noche oscura y borrascosa, sirva de faro. Quizá sea el tiempo de desnudar falsos mesías.       

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