miércoles, 19 de junio de 2019

Renacer sobre un cementerio ardiente


     
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«Mi palidez que el miedo reflejaba, al ver que mi maestro se volvía, contuvo la expresión, que le turbaba. Como quien oye y mira, así tendía su mirada, no larga en el alcance, en niebla espesa y en la noche umbría. «Pues vencer es forzoso en este lance... a menos que...» prorrumpe; «está ofrecido... ¡mucho tarda el auxilio en este trance!»
La Divina Comedia. Canto Noveno.
Nos adormece la futilidad. Nos aborrega la falta de criterio, que es el origen de la crítica, de la sana crítica. Como los rinocerontes de Ionesco, mugimos, pacemos, nos igualamos, nos hacemos masa, perdemos nuestra identidad. Hemos sido apaleados, en el cuerpo, y también en el espíritu. Creemos babosadas, nos regodeamos en ellas, tal vez porque así resulta más fácil vivir en el infierno, o, acaso, menos doloroso, porque bien sabemos, pasadas sus puertas, se va a la ciudad del llanto, al eterno dolor; cruzadas sus puertas, se encuentran los condenados, los penitentes, los reos de sus propias miserias.
Sandios como fuimos, y sabe Dios que sí lo fuimos, le llamamos, no una sino mil veces, y aun peor, le invitamos a construir su reino inmundo en este, nuestro país.
      Como larvas en las charcas, reflotamos en la superficie, negamos la profundidad y por ello, solo nos regodeamos en la hojarasca que yace sobre las aguas quedas, las aguas mansas, las aguas fétidas. Obviamos lo importante, y como los necios, nos culpamos unos a otros, nos tiramos al rostro salivazos espesos, verdes, pegajosos. Como los majaderos, solo nos detenemos en lo más evidente, y justamente por ello, también lo menos denso, lo intrascendente.
      Nos quejamos, incluso airadamente, del hambre, de la miseria, de los horrores infernales que otros, y por qué dudarlo, igualmente nosotros mismos, sufrimos a diario, pero no asumimos con la gallardía necesaria que en la construcción de esto, de este horror, todos contribuimos. Que por su proceder, algunos, y por su inacción, otros más, muchos más, de Venezuela hicimos este tártaro pútrido que es hoy. Mirándonos unos a otros, señalándonos unos a otros, olvidamos lo más obvio, que al escupir nuestra ira en la desnudez del otro, asimismo esputamos gargajos sobre nosotros mismos, y que endilgándonos culpas, acusándonos unos a otros de pecados que nos son comunes, ahuyentamos el porvenir luminoso que tanto anhelamos y nos hundimos en la lóbrega noche, el reino ominoso de la Muerte.
      La hemos visto pasearse por las calles desoladas, hurgando en cada casa, en cada cuerpo, en cada alma, para hendir su guadaña, para cegarnos por el intenso dolor que sus uñas largas y filosas causan en el corazón de los hombres, sin importar sus querencias, sus credos, sus sueños. La hemos visto mostrar sus dientes carcomidos, y expeler su aliento fétido sobre niños, para robarles la vida que apenas principian y envenenar a sus dolientes con odio, resentimientos ponzoñosos, con los vicios que sin duda, pudren el alma. La hemos visto, vestida con su capote blanco y su guadaña, ocultando su rostro, para unos, hermoso como lo era el de Afrodita, para otros, tan feo como las deformidades de Efesto, con su paso pausado… ¡La hemos visto alzarse como la reina de este reino maldito!
      Sobre esta tierra, otrora de gracias infinitas concedidas por la Providencia Divina, cayó una noche prolongada y luctuosa, una peste que evoca las maldiciones dadas a los orgullosos egipcios. A esta tierra de gracias, en otros días remanso de dolientes, la inquieta un sufrimiento intenso que no amaina, un odio que no cesa. Si ayer fue el refugio de los desterrados, hoy es solo un lugar protervo en el que arden las tumbas de los paganos, de los idólatras, de aquellos que cegados, adoran falsos mesías.
      La aurora nos luce inalcanzable. La negrura oculta verdades, y aun obviedades, y en esta luenga noche que no acaba, el espíritu se nos apoca, se nos acobarda, tal como lo desean los demontres. Las tinieblas nos hacen olvidar que sin importar que tan larga sea la noche, siempre rompe el alba en el saliente, y aunque nos parezca impensable,  y aun inmerecido, la luz siempre rasga las sombras.
      No sé cuánto más reinará la oscuridad en estas tierras, ni cuánto más sufriremos los que en ellas habitamos, porque ignoro qué tanto ofendieron nuestros pecados; pero me aferro incansablemente a la creencia de que pronto amanecerá… Y ruego a esa bravura que antes destronara a tiranos, que nos dé coraje y fuerzas suficientes para echar abajo las tapias de esta mazmorra infame, y sentir de nuevo el destello del sol sobre nuestros rostros, para que su calidez nos borre las angustias y nos seque las lágrimas.  

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