«Mi palidez que el
miedo reflejaba, al ver que mi maestro se volvía, contuvo la expresión, que le
turbaba. Como quien oye y mira, así tendía su mirada, no larga en el alcance,
en niebla espesa y en la noche umbría. «Pues vencer es forzoso en este lance...
a menos que...» prorrumpe; «está ofrecido... ¡mucho tarda el auxilio en este
trance!»
La
Divina Comedia. Canto Noveno.
Nos adormece la futilidad. Nos aborrega la falta de
criterio, que es el origen de la crítica, de la sana crítica. Como los
rinocerontes de Ionesco, mugimos, pacemos, nos igualamos, nos hacemos masa,
perdemos nuestra identidad. Hemos sido apaleados, en el cuerpo, y también en el
espíritu. Creemos babosadas, nos regodeamos en ellas, tal vez porque así
resulta más fácil vivir en el infierno, o, acaso, menos doloroso, porque bien
sabemos, pasadas sus puertas, se va a la ciudad del llanto, al eterno dolor; cruzadas
sus puertas, se encuentran los condenados, los penitentes, los reos de sus
propias miserias.
Sandios como fuimos, y sabe Dios que sí lo fuimos, le
llamamos, no una sino mil veces, y aun peor, le invitamos a construir su reino
inmundo en este, nuestro país.
Como larvas en las charcas, reflotamos en
la superficie, negamos la profundidad y por ello, solo nos regodeamos en la
hojarasca que yace sobre las aguas quedas, las aguas mansas, las aguas fétidas.
Obviamos lo importante, y como los necios, nos culpamos unos a otros, nos
tiramos al rostro salivazos espesos, verdes, pegajosos. Como los majaderos,
solo nos detenemos en lo más evidente, y justamente por ello, también lo menos
denso, lo intrascendente.
Nos quejamos, incluso airadamente, del
hambre, de la miseria, de los horrores infernales que otros, y por qué dudarlo,
igualmente nosotros mismos, sufrimos a diario, pero no asumimos con la
gallardía necesaria que en la construcción de esto, de este horror, todos
contribuimos. Que por su proceder, algunos, y por su inacción, otros más,
muchos más, de Venezuela hicimos este tártaro pútrido que es hoy. Mirándonos
unos a otros, señalándonos unos a otros, olvidamos lo más obvio, que al escupir
nuestra ira en la desnudez del otro, asimismo esputamos gargajos sobre nosotros
mismos, y que endilgándonos culpas, acusándonos unos a otros de pecados que nos
son comunes, ahuyentamos el porvenir luminoso que tanto anhelamos y nos
hundimos en la lóbrega noche, el reino ominoso de la Muerte.
La hemos visto pasearse por las calles
desoladas, hurgando en cada casa, en cada cuerpo, en cada alma, para hendir su
guadaña, para cegarnos por el intenso dolor que sus uñas largas y filosas causan
en el corazón de los hombres, sin importar sus querencias, sus credos, sus
sueños. La hemos visto mostrar sus dientes carcomidos, y expeler su aliento
fétido sobre niños, para robarles la vida que apenas principian y envenenar a sus
dolientes con odio, resentimientos ponzoñosos, con los vicios que sin duda, pudren
el alma. La hemos visto, vestida con su capote blanco y su guadaña, ocultando
su rostro, para unos, hermoso como lo era el de Afrodita, para otros, tan feo
como las deformidades de Efesto, con su paso pausado… ¡La hemos visto alzarse
como la reina de este reino maldito!
Sobre esta tierra, otrora de gracias
infinitas concedidas por la Providencia Divina, cayó una noche prolongada y
luctuosa, una peste que evoca las maldiciones dadas a los orgullosos egipcios.
A esta tierra de gracias, en otros días remanso de dolientes, la inquieta un
sufrimiento intenso que no amaina, un odio que no cesa. Si ayer fue el refugio
de los desterrados, hoy es solo un lugar protervo en el que arden las tumbas de
los paganos, de los idólatras, de aquellos que cegados, adoran falsos mesías.
La aurora nos luce inalcanzable. La negrura
oculta verdades, y aun obviedades, y en esta luenga noche que no acaba, el
espíritu se nos apoca, se nos acobarda, tal como lo desean los demontres. Las
tinieblas nos hacen olvidar que sin importar que tan larga sea la noche,
siempre rompe el alba en el saliente, y aunque nos parezca impensable, y aun inmerecido, la luz siempre rasga las
sombras.
No sé cuánto más reinará la oscuridad en
estas tierras, ni cuánto más sufriremos los que en ellas habitamos, porque
ignoro qué tanto ofendieron nuestros pecados; pero me aferro incansablemente a
la creencia de que pronto amanecerá… Y ruego a esa bravura que antes destronara
a tiranos, que nos dé coraje y fuerzas suficientes para echar abajo las tapias
de esta mazmorra infame, y sentir de nuevo el destello del sol sobre nuestros
rostros, para que su calidez nos borre las angustias y nos seque las
lágrimas.
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