miércoles, 3 de abril de 2019

El fin último de la mal llamada Constituyente


            
La mal llamada Asamblea Nacional Constituyente ha sido desde su instauración en julio del 2017 objeto de polémicas. Como ha ocurrido desde la llegada del chavismo al poder en 1999, se cuece en una marmita inmunda el discurso falso de la élite regente, donde la mentira ha impregnado unas pocas verdades. Para ello, tal y como lo describe el insigne escritor británico George Orwell en su obra «1984» (recogiendo, sobre todo, el avasallante aparato de propaganda nazi), palangristas del derecho y de otras profesiones se han prestado para mostrar una realidad que más parece un tinglado que el escenario verdadero de la cotidianidad ciudadana. Son ellos «juristas del horror», que tanto como aquellos nazis, crean una falsa juridicidad para justificar las satrapías de una élite cuyo único objetivo es mantenerse en el poder.
            Origen ilegítimo
            Si bien es cierto que la Constitución prevé la posibilidad para que el presidente de la República convoque a una constituyente, y que pueda incluso usar el término «convocar», es obvio que, tratándose de una transformación de Estado y la redacción de un nuevo «contrato social», debe consultarse al pueblo (detesto este vocablo por la connotación populista que su abuso ha causado pero en este caso, es el apropiado) para que sea este quien decida si desea o no dicha transformación. En este sentido, se obvió pues, la consulta que debió realizarse al electorado en un referendo, y por ello, su origen es ilegítimo.
            Fraude a la ley
            Su verdadero propósito ha quedado expuesto con las acciones (ilegales) que desde su instalación ha venido desarrollando el ente espurio, ese concilio del Psuv, como, por ejemplo, haberle despojado al electorado del gobernador que en unas elecciones libres se dieron los zulianos, a mi juicio, una de las más graves. Hay otros más… muchos más.
            Salta a la vista que su propósito no es la redacción de un nuevo texto constitucional (como no lo era el amparo interpuesto por los candidatos perdidosos del Estado Amazonas en las elecciones parlamentarias del 2015). Al menos, no es su fin cardinal. Lo es, sin lugar a dudas, la usurpación de funciones atribuidas constitucionalmente al Poder Legislativo (y otros poderes públicos), lo cual constituye pues, fraude a la ley, como lo fue, igualmente, la sablista enmienda constitucional planteada en el 2009, luego de ser rechazada la reforma constitucional proyectada por la élite en el 2007, que contemplaba la reelección indefinida del presidente, en tanto que la constitución de 1999 prohibía volver sobre ese asunto durante ese período.
            Ilegitimidad de desempeño y usurpación de funciones
            Allende la ilegitimidad de origen señalada en el párrafo precedente, ese ente, ese adefesio jurídico, está la ilegitimidad de sus actos. Al atribuírsele potestades supraconstitucionales se ha abolido (de facto, porque no lo puede hacer de iure sin sodomizar al Estado de derecho) el orden democrático y la necesaria separación de poderes previstos en la constitución aún vigente. Si ese organismo (ilegítimo) trasciende al orden constitucional imperante y se ubica jerárquicamente por encima de los cinco poderes contemplados constitucionalmente, estaríamos ante la dictadura clásica (como la que se le reconoció a Miranda luego de la invasión de Monteverde en febrero de 1812 y la que le fue otorgada al general Páez el 10 de septiembre de 1861, considerada infeliz aun por el propio Páez). En este caso, por tratarse de un ente colegiado, sería pues, una dictadura colegiada. Sin embargo, no por ello pierde el carácter dictatorial en tanto que tal y como la concibe la élite, ejerce la autoridad sin controles de ninguna naturaleza (pudiendo anular, si así lo quisiese, decisiones del Tribunal Supremo de Justicia que en principio, y recalco este vocablo, es el último garante del Estado de derecho).  
            Las variadas decisiones adoptadas por esa entidad han sido tomadas arrogándose funciones que de acuerdo al orden constitucional vigente, son atribuidas a los poderes públicos, y, sobre todo, al Poder Legislativo. En este sentido, usurpa la autoridad de diversos órganos del Estado y, por mandato expreso de la ley, sus decisiones son nulas y carecen de efectividad jurídica. Así las cosas, las designaciones del Defensor del Pueblo, del Fiscal y del Contralor son inexistentes y por lo tanto, las personas que ejercen esos cargos lo hacen igualmente usurpando la autoridad atribuida a otros funcionarios cuya destitución tampoco compete a ese conclave de militantes del Psuv, de la izquierda retrógrada que desde siempre ha buscado imponer en Venezuela ese modelo infame que ha impuesto en Cuba ese reducto de indignidad que es el régimen comunista de La Habana. Otras actuaciones, como aprobar el presupuesto de la nación y la Memoria y Cuenta del Presidente, son asimismo nulas, porque no puede arrogarse esas atribuciones.
            Obra pues, ese ente, como una autoridad de facto, con lo cual no solo lo hace como lo haría un dictador, sino que además, lo hace sin tener asidero jurídico alguno que legitime sus decisiones. Su desmantelamiento es, consecuentemente, un mandato constitucional en tanto que usurpa la autoridad que, de acuerdo a la constitución vigente, recae sobre órganos del Poder Público legítimamente constituidos.
            El falso protagonismo y carácter supraconstitucional del pueblo
            Para los defensores de la supremacía popular, base de la tesis intragable según la cual el mal llamado Poder Constituyente posee facultades supraconstitucionales, el pueblo – y en este caso se hace uso del término demagógicamente – está por encima de la constitución (como lo ha dicho el conductor del programa Doctor Político, transmitido por RCR 750), lo cual no solo es falso, sino un exabrupto jurídico (eufemismo para no llamarlo disparate).
            En primer lugar, el propio texto constitucional prevé que su normativa obliga por igual al poder público como a los ciudadanos. La razón de esto pivota en segundo lugar sobre las causas por las cuales a la constitución también se le conoce como «contrato social». Si asumimos las ideas de Jean-Jacob Russeau sobre la relación del Estado con sus ciudadanos y de estos entre sí (planteadas en su obra «El contrato Social», 1762), resulta evidente que una de las partes no puede estar por encima de este, aunque pueda sugerir y acordar su modificación (dentro de las reglas previamente previstas para ello en el propio contrato social). Suponer eso supone la presencia de un Estado tumultuario, como ese que instituyera Benito Mussolini en la Italia fascista y que, como bien reseña Umberto Eco en uno de los artículos recogidos en su obra «A paso de cangrejo», se basaba en la congregación de muchedumbres (no cuantificables) en la Piazza Venezia de Roma para tomar decisiones en nombre del «pueblo».
            Conclusión
            El proyecto revolucionario, que lo es y por ello avanza sin miramientos en la legalidad y el Estado de derecho, ha ido pervirtiendo la juridicidad con argumentos vagos, cuando no genuinas falacias. No es casual esto, en tanto que, revolución al fin de cuentas, pretende, en primer lugar, alterar el estado de cosas hasta transitar del orden democrático imperante desde 1958 hasta otro socialista. Para ello, y es este el complemente de lo anterior, debe permanecer el poder a como dé lugar, y, por ello, adecúa caprichosamente la legalidad para favorecer este último cometido, que, a la postre, termina siendo el único.
           

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