La mal llamada Asamblea Nacional Constituyente ha sido
desde su instauración en julio del 2017 objeto de polémicas. Como ha ocurrido
desde la llegada del chavismo al poder en 1999, se cuece en una marmita inmunda
el discurso falso de la élite regente, donde la mentira ha impregnado unas
pocas verdades. Para ello, tal y como lo describe el insigne escritor británico
George Orwell en su obra «1984» (recogiendo, sobre todo, el avasallante aparato
de propaganda nazi), palangristas del derecho y de otras profesiones se han
prestado para mostrar una realidad que más parece un tinglado que el escenario verdadero
de la cotidianidad ciudadana. Son ellos «juristas del horror», que tanto como aquellos
nazis, crean una falsa juridicidad para justificar las satrapías de una élite
cuyo único objetivo es mantenerse en el poder.
Origen
ilegítimo
Si bien es cierto que la
Constitución prevé la posibilidad para que el presidente de la República
convoque a una constituyente, y que pueda incluso usar el término «convocar»,
es obvio que, tratándose de una transformación de Estado y la redacción de un
nuevo «contrato social», debe consultarse al pueblo (detesto este vocablo por
la connotación populista que su abuso ha causado pero en este caso, es el
apropiado) para que sea este quien decida si desea o no dicha transformación.
En este sentido, se obvió pues, la consulta que debió realizarse al electorado
en un referendo, y por ello, su origen es ilegítimo.
Fraude
a la ley
Su verdadero propósito ha quedado
expuesto con las acciones (ilegales) que desde su instalación ha venido desarrollando
el ente espurio, ese concilio del Psuv, como, por ejemplo, haberle despojado al
electorado del gobernador que en unas elecciones libres se dieron los zulianos,
a mi juicio, una de las más graves. Hay otros más… muchos más.
Salta a la vista que su propósito no
es la redacción de un nuevo texto constitucional (como no lo era el amparo interpuesto
por los candidatos perdidosos del Estado Amazonas en las elecciones
parlamentarias del 2015). Al menos, no es su fin cardinal. Lo es, sin lugar a
dudas, la usurpación de funciones atribuidas constitucionalmente al Poder
Legislativo (y otros poderes públicos), lo cual constituye pues, fraude a la
ley, como lo fue, igualmente, la sablista enmienda constitucional planteada en
el 2009, luego de ser rechazada la reforma constitucional proyectada por la
élite en el 2007, que contemplaba la reelección indefinida del presidente, en
tanto que la constitución de 1999 prohibía volver sobre ese asunto durante ese
período.
Ilegitimidad
de desempeño y usurpación de funciones
Allende la ilegitimidad de origen
señalada en el párrafo precedente, ese ente, ese adefesio jurídico, está la
ilegitimidad de sus actos. Al atribuírsele potestades supraconstitucionales se
ha abolido (de facto, porque no lo puede hacer de iure sin sodomizar al Estado
de derecho) el orden democrático y la necesaria separación de poderes previstos
en la constitución aún vigente. Si ese organismo (ilegítimo) trasciende al
orden constitucional imperante y se ubica jerárquicamente por encima de los
cinco poderes contemplados constitucionalmente, estaríamos ante la dictadura
clásica (como la que se le reconoció a Miranda luego de la invasión de Monteverde
en febrero de 1812 y la que le fue otorgada al general Páez el 10 de septiembre
de 1861, considerada infeliz aun por el propio Páez). En este caso, por
tratarse de un ente colegiado, sería pues, una dictadura colegiada. Sin
embargo, no por ello pierde el carácter dictatorial en tanto que tal y como la
concibe la élite, ejerce la autoridad sin controles de ninguna naturaleza
(pudiendo anular, si así lo quisiese, decisiones del Tribunal Supremo de
Justicia que en principio, y recalco este vocablo, es el último garante del
Estado de derecho).
Las variadas decisiones adoptadas
por esa entidad han sido tomadas arrogándose funciones que de acuerdo al orden
constitucional vigente, son atribuidas a los poderes públicos, y, sobre todo,
al Poder Legislativo. En este sentido, usurpa la autoridad de diversos órganos del
Estado y, por mandato expreso de la ley, sus decisiones son nulas y carecen de
efectividad jurídica. Así las cosas, las designaciones del Defensor del Pueblo,
del Fiscal y del Contralor son inexistentes y por lo tanto, las personas que
ejercen esos cargos lo hacen igualmente usurpando la autoridad atribuida a
otros funcionarios cuya destitución tampoco compete a ese conclave de
militantes del Psuv, de la izquierda retrógrada que desde siempre ha buscado
imponer en Venezuela ese modelo infame que ha impuesto en Cuba ese reducto de
indignidad que es el régimen comunista de La Habana. Otras actuaciones, como aprobar
el presupuesto de la nación y la Memoria y Cuenta del Presidente, son asimismo
nulas, porque no puede arrogarse esas atribuciones.
Obra pues, ese ente, como una
autoridad de facto, con lo cual no solo lo hace como lo haría un dictador, sino
que además, lo hace sin tener asidero jurídico alguno que legitime sus
decisiones. Su desmantelamiento es, consecuentemente, un mandato constitucional
en tanto que usurpa la autoridad que, de acuerdo a la constitución vigente,
recae sobre órganos del Poder Público legítimamente constituidos.
El
falso protagonismo y carácter supraconstitucional del pueblo
Para los defensores de la supremacía
popular, base de la tesis intragable según la cual el mal llamado Poder Constituyente
posee facultades supraconstitucionales, el pueblo – y en este caso se hace uso
del término demagógicamente – está por encima de la constitución (como lo ha
dicho el conductor del programa Doctor Político, transmitido por RCR 750), lo
cual no solo es falso, sino un exabrupto jurídico (eufemismo para no llamarlo
disparate).
En primer lugar, el propio texto
constitucional prevé que su normativa obliga por igual al poder público como a
los ciudadanos. La razón de esto pivota en segundo lugar sobre las causas por
las cuales a la constitución también se le conoce como «contrato social». Si
asumimos las ideas de Jean-Jacob Russeau sobre la relación del Estado con sus ciudadanos
y de estos entre sí (planteadas en su obra «El contrato Social», 1762), resulta
evidente que una de las partes no puede estar por encima de este, aunque pueda
sugerir y acordar su modificación (dentro de las reglas previamente previstas
para ello en el propio contrato social). Suponer eso supone la presencia de un
Estado tumultuario, como ese que instituyera Benito Mussolini en la Italia
fascista y que, como bien reseña Umberto Eco en uno de los artículos recogidos
en su obra «A paso de cangrejo», se basaba en la congregación de muchedumbres (no
cuantificables) en la Piazza Venezia de Roma para tomar decisiones en nombre
del «pueblo».
Conclusión
El proyecto revolucionario, que lo
es y por ello avanza sin miramientos en la legalidad y el Estado de derecho, ha
ido pervirtiendo la juridicidad con argumentos vagos, cuando no genuinas falacias.
No es casual esto, en tanto que, revolución al fin de cuentas, pretende, en
primer lugar, alterar el estado de cosas hasta transitar del orden democrático
imperante desde 1958 hasta otro socialista. Para ello, y es este el complemente
de lo anterior, debe permanecer el poder a como dé lugar, y, por ello, adecúa
caprichosamente la legalidad para favorecer este último cometido, que, a la
postre, termina siendo el único.
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