La mentira se viste de verdad. Hablan y repiten estribillos pero sus ropajes ya no convencen. Desgastados y sucios, las hilachas van mostrando la impudicia de su desnudez. Enseñan rasgos grotescos, rasgos ofensivos. Nadie cree, todos dudan. ¿Cómo creer, si la realidad hinca sus dientes agudos en las tripas? Arde, duele, agobia. Ya nadie cree porque la verdad está desnuda. Y su desnudez no agrada. Por el contrario, repugna.
Fea y contrahecha, la verdad arrastra sus pasos
deformes. Con su hedor, ofende al ciudadano, que tapa sus narices o, en el
mejor de los casos, las protege con hojas de lavanda y menta. Plagada de
bubones, la realidad deambula calle arriba y calle abajo, inspirando lástima… y
provocando asco. Nadie cree, porque sufre. Y el sufrimiento es un clavo que
atraviesa con aguda punzada hasta arrancar gritos.
Duele, la verdad. Y por eso, el disfraz se cae en
jirones. También ofende, porque se sufre a diario, y no hay embuste o excusa
que oculte las miserias. Pero el mentiroso insiste, porque adormece sus culpas
creyéndose sus patrañas. Aunque por ganar con sus quimeras, no ganada nada.
Solo pierde. Pierde porque enseña las mismas impudicias que sus mentiras.
Y al final a nadie engaña ese disfraz. La muerte no
duerme jamás. Recorre arrabales y palacios sin reticencias. Y sus ojos, negros
como lo desconocido, penetran en las honduras de las almas y extraen las
verdades como el pus virulento de una llaga putrefacta y pestilente.
Las mentiras no pueden disfrazarse, porque la
muerte, por mucho que uno vista ropajes, siempre ve la desnudez, y vieja como
es, ya nada le sorprende, ya nada le repugna
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