Un tinte cenizo pinta el rostro de un niño. Sus ropas hieden. Él también. No calza zapatos. Solo unas chanclas resguardan del asfalto sus pies roñosos. Sus hermanos igualan la estampa, que de lejos pierde los matices y se tiñe de un color opaco, terroso. Las manos tiernas penetran la fetidez de la bolsa negra y con la inocencia de quien aún no cumple dos lustros, extrae lo que puede. Sonríe, al ver a los transeúntes. Él no recuerda otros días mejores.
Más
allá, bajo la luz exangüe del farol, un hombre profana otra bolsa. A pesar del
hedor, no siente asco. El dinero jamás lo causa. Recolecta minuciosamente
cosas: potes vacíos, zapatos y ropas, restos de equipos eléctricos… En esta
Venezuela de hoy, hay un mercado para vender basura.
La noche
va cayendo, pero su sayo apolillado no oculta. La luna mira y derrama una garúa
de lágrimas sobre la ciudad. El sol se fue. Se esconde. No quiere ver.
Un viejo
se tiende en la escalinata de un templo, a ver si los santos le ayudan. Se
envuelve en frazadas mugrientas. Su piel la recubre una binza fétida. Fuma un
cigarrillo. La calle no es lugar para dormir, y menos en Caracas, donde la
muerte festeja cada noche, acompañada por sus diablos.
La mujer
deja parte de su compra. No le alcanza. No comerá ella para que sus hijos sí. Y
escasamente. Maldice, con rabia. No la culpo. En las madrugadas, cuando los
retortijones le roben el sueño, pensará en su vida y en las promesas de los
falsos. Pero su cuerpo débil ya no podrá siquiera gritar. Cuando mucho, sollozará
y extenderá la mano para pedir, porque por robarle, los falsos le robaron los
sueños y también la dignidad.
El hombre
grita al fondo del autobús. Ofende su lenguaje soez y también su llanto
desgarrado, porque nada entumece más el espíritu que ver a un hombre llorar, y
confesar que no ha comido siquiera un mendrugo de pan duro. Pero su
incertidumbre, que aguijonea su alma y su estómago, ofende mucho más; aunque lo
nieguen y en sus mesas opulentas, los falsos harten sus tripas con avidez.
Comen
basura y, como perros realengos, se disputan restos malolientes. Otros hacen
negocio con la bazofia de una ciudad putrefacta. El hedor nauseabundo impregna
el ambiente, con su tufo ácido, con ese olor penetrante que emana de la boñiga
amontonada. Como perros hambreados se lanzan dentelladas, porque en la miseria
no florece la solidaridad… solo prosperan la cizaña y el odio.
El niño
color ceniza juega y sonríe, porque no ha vivido otra cosa. La mujer llora por
su hijos, porque se mueren de mengua; y por las noches, a ella la muerden por
igual el hambre y el resentimiento. El hombre grita en el fondo del autobús, mientras
las sombras lastimeras de sus conciudadanos ocultan sus caras en un silencio atronador,
porque saben que tarde o temprano, esos gritos serán suyos.
Y los
falsos ríen en sus casonas.
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