miércoles, 7 de septiembre de 2016

La lección


El partido nazi se valió de infinidad de trampas (e incluso, de la violencia) para barnizar al naciente Reich con una falsa legalidad. No solo las Leyes de Núremberg, que fueron la base jurídica para despojar de derechos a los judíos; sino los muchos mecanismos usados para quitar del medio a todos los que de algún modo entorpecían el ascenso de Hitler. Aún más, no fueron pocos los que se desentendieron de su responsabilidad como seres humanos y además de aplaudir a los nazis, puede que justificaran – y celebraran – al nuevo caudillo, un hombre plagado de prejuicios y de resentimientos.
Ser, como lo es aún hoy, una nación de prohombres, no impidió que la ofuscación cegara a los alemanes y les llevara a adorar a un ser humano como si se tratara de una deidad. Poco importaba que los comunistas fueran tratados como una «peste» y que los encerraran injustamente. Poco interesaba que la disidencia fuese arrestada y torturada. A nadie parecía preocuparle que sus hijos fuesen adoctrinados y que llegasen a venerar a Hitler más que a sus propios padres. Y nadie objetó – ni dentro ni fuera de Alemania – que una raza – los judíos – fuesen considerados unos parias, cuyo destino debía ser «la solución final». Al fin de cuentas, para los alemanes, la nación se encaminaba de nuevo a la grandeza perdida con el Tratado de Versalles; y para los extranjeros, el nacionalsocialismo parecía resolver mejor los problemas que las «pusilánimes democracias».
Liberado Auschwitz, en 1945, se desnudó lo que en el fondo se sabía: el holocausto, el asesinato sistemático de una raza y el trato inhumano prodigado a seres humanos por el solo hecho de ser judíos o por disentir del régimen. Se supo además de los horrores perpetrados por la SS en nombre de la supremacía del pueblo alemán y del Reich nacionalsocialista. Si bien los más altos líderes nazis cometieron suicidio cuando su enjuiciamiento ya era inevitable, algunos sí llegaron a ser juzgados y condenados por crímenes contra la humanidad.
Los seres humanos sin embargo, parecen sordos y ciegos a las lecciones que ofrece la historia. A Mao Zedong lo aclamaron como a un dios. En Corea del Norte, una dinastía familiar, herederos de un «Presidente Eterno», gobierna de un modo que recuerda la decadencia de los más desagradables emperadores romanos. En esta tierras, aún hoy, se ensalza y se loa al «hombre a caballo», al caudillo redentor que resolverá todas las desgracias. Son esos líderes mesiánicos no obstante, los que conducen a las naciones a las desgracias que ahora padecen los cubanos, los norcoreanos; y las que sufrieron los rusos durante la era soviética y los chinos con la «revolución cultural», sin nombrar el exterminio que de un quinto de la población camboyana hiciera el régimen de Pol Pot.
Chávez, como Hitler, llegó aclamado, y el chavismo, más que un proyecto, es entendido por sus seguidores como un credo, tanto como los alemanes al nazismo. Hoy, 17 años después del ascenso de la «Revolución» al poder, semejantes a las víctimas de otros procesos personalistas, sobrevivimos en las ruinas de la que fuera una de las principales promesas latinoamericanas: Venezuela.
Creo que de todo esto, lo importante debe ser la lección.  


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