lunes, 13 de julio de 2015

Un nuevo pacto para la gobernabilidad

Mucho se dijo del Pacto de Puntofijo. Se le culpó de todos nuestros males, cuando éstos derivaron siempre, y lo siguen haciendo, de nosotros mismos, que no hemos querido comprender la esencia de la democracia y de un modelo liberal. Hoy por hoy, urge reeditar un acuerdo para la gobernabilidad. Distinto de aquél, éste compromete a más actores, no porque fuese ése insuficiente, sino porque ahora la dinámica social venezolana es más compleja.
            Venezuela necesita un nuevo acuerdo social porque las condiciones socioeconómicas se tornan cada vez más explosivas. Huelga decir por qué. Uno que, en primer lugar, defina unas reglas mínimas, si es que anhelamos verdaderamente construir una democracia robusta, porque no es democrático lo que se nos antoje, sino lo que ontológicamente es. Sin un genuino Estado de derecho y una clase media fuerte, consciente de sus derechos y sus deberes, no habrá nunca una democracia eficaz. Habrá un Estado personal del que una élite, llámese como se llame, se beneficiará ilegítimamente.
            En estos días, conversaba con una querida amiga y ella me decía que la democracia y el socialismo no estaban necesariamente reñidos, arguyendo que en Europa existen democracias con consciencia social. Yo aseguraba que sí. Pero en oposición a su tesis, argüí que las democracias europeas, que de paso no lo son en estricto sensu y, por ello, se les conocen como monarquías constitucionales (salvando los países que en efecto han adoptado el modelo republicano), eran democracias, en tanto existía a plenitud un Estado de derecho (que somete aun al monarca), pero que, conscientes de las carencias de muchos, recurrían a medidas sociales, sin perder la esencia democrática. Debo recalcar, porque en gran parte en mi demostración subyacen palabras de Francis Fukuyama, que si por esas medidas hablamos de socialismo, hasta Estados Unidos es socialista. No nos engañemos pues, con frases rebuscadas, el socialismo es lo que es, y, vista la historia reciente, fracasó en el curso de unos 70 años, mientras que el modelo democrático ideado por el constituyente estadounidense en 1787 aún sigue vigente en cuanto a sus principios y postulados.
            No hay duda de ello, y como lo sugiere Maurice Duverger, lo que llamamos democracia pivota sobre un sistema de valores subyacentes que la justifican y que se recogen en el artículo 1° de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, proclamada por los franceses en 1789: Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Si en verdad deseamos construir un genuino orden democrático, esos valores deben inspirar y permanecer vigentes en todas las relaciones sociales, incluyendo, desde luego, el contrato social.
            Una vez contestes en esto, podemos pues negociar proyectos, fórmulas, pero respetando siempre la razón de ser de todo gobierno, como lo es la concesión a sus ciudadanos de lo único que puede – y debe - ocuparse, su calidad de vida. Los gobiernos no otorgan felicidad a sus gobernados por la simple razón de que la felicidad es un tema que atañe a la intimidad del individuo y por tanto, escapa de las competencias del Estado. Descartadas las utopías, las partes pueden entonces centrar sus negociaciones en la creación de mecanismos eficiente para generar y asegurar la mayor prosperidad posible a los ciudadanos. No olvidemos, la democracia supone un permanente diálogo y desde luego, recíprocas concesiones.
            Ese pacto para la gobernabilidad debe incluir, tal como lo hizo el de Puntofijo, un programa mínimo común que asegure la transición de un modelo fallido a otro eficaz. Sabemos que ese programa exigirá de la gente cuotas de sacrificio, sobre las cuales, urge dialogar, pero ése ya es tema de otro análisis. 

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