Mucho se dijo del Pacto de Puntofijo. Se le culpó
de todos nuestros males, cuando éstos derivaron siempre, y lo siguen haciendo,
de nosotros mismos, que no hemos querido comprender la esencia de la democracia
y de un modelo liberal. Hoy por hoy, urge reeditar un acuerdo para la
gobernabilidad. Distinto de aquél, éste compromete a más actores, no porque
fuese ése insuficiente, sino porque ahora la dinámica social venezolana es más
compleja.
Venezuela necesita un nuevo acuerdo
social porque las condiciones socioeconómicas se tornan cada vez más explosivas.
Huelga decir por qué. Uno que, en primer lugar, defina unas reglas mínimas, si
es que anhelamos verdaderamente construir una democracia robusta, porque no es
democrático lo que se nos antoje, sino lo que ontológicamente es. Sin un genuino
Estado de derecho y una clase media fuerte, consciente de sus derechos y sus
deberes, no habrá nunca una democracia eficaz. Habrá un Estado personal del que
una élite, llámese como se llame, se beneficiará ilegítimamente.
En estos días, conversaba con una querida
amiga y ella me decía que la democracia y el socialismo no estaban
necesariamente reñidos, arguyendo que en Europa existen democracias con
consciencia social. Yo aseguraba que sí. Pero en oposición a su tesis, argüí que
las democracias europeas, que de paso no lo son en estricto sensu y, por ello,
se les conocen como monarquías constitucionales (salvando los países que en
efecto han adoptado el modelo republicano), eran democracias, en tanto existía a
plenitud un Estado de derecho (que somete aun al monarca), pero que,
conscientes de las carencias de muchos, recurrían a medidas sociales, sin
perder la esencia democrática. Debo recalcar, porque en gran parte en mi demostración
subyacen palabras de Francis Fukuyama, que si por esas medidas hablamos de
socialismo, hasta Estados Unidos es socialista. No nos engañemos pues, con
frases rebuscadas, el socialismo es lo que es, y, vista la historia reciente,
fracasó en el curso de unos 70 años, mientras que el modelo democrático ideado
por el constituyente estadounidense en 1787 aún sigue vigente en cuanto a sus
principios y postulados.
No hay duda de ello, y como lo
sugiere Maurice Duverger, lo que llamamos democracia pivota sobre un sistema de
valores subyacentes que la justifican y que se recogen en el artículo 1° de la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, proclamada por los
franceses en 1789: Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en
derechos. Si en verdad deseamos construir un genuino orden democrático, esos
valores deben inspirar y permanecer vigentes en todas las relaciones sociales,
incluyendo, desde luego, el contrato social.
Una vez contestes en esto, podemos
pues negociar proyectos, fórmulas, pero respetando siempre la razón de ser de
todo gobierno, como lo es la concesión a sus ciudadanos de lo único que puede –
y debe - ocuparse, su calidad de vida. Los gobiernos no otorgan felicidad a sus
gobernados por la simple razón de que la felicidad es un tema que atañe a la
intimidad del individuo y por tanto, escapa de las competencias del Estado.
Descartadas las utopías, las partes pueden entonces centrar sus negociaciones
en la creación de mecanismos eficiente para generar y asegurar la mayor
prosperidad posible a los ciudadanos. No olvidemos, la democracia supone un
permanente diálogo y desde luego, recíprocas concesiones.
Ese pacto para la gobernabilidad
debe incluir, tal como lo hizo el de Puntofijo, un programa mínimo común que
asegure la transición de un modelo fallido a otro eficaz. Sabemos que ese
programa exigirá de la gente cuotas de sacrificio, sobre las cuales, urge dialogar,
pero ése ya es tema de otro análisis.
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