Estados
Unidos es una nación realmente democrática. Nosotros, no. Al igual que en estas
tierras, allá el poder político lo concentró una elite, identificada con la
ilustración francesa. Quizás Bolívar y algunos más comprendieran las ideas
ilustradas, pero la formación republicana venezolana estuvo determinada por el
caudillismo hasta principios del siglo pasado.
No
hay raigambre democrática. Hay visionarios e ideas, sí; pero no hay una genuina
convicción democrática en la gente corriente, que ve al gobierno como un maná
del cual proveerse. Ya en los últimos años del general Gómez, el liderazgo
emergente pensaba en términos medianamente democráticos. Sin embargo, su
instauración fue deficiente. No hablo solo de la hegemonía que mantuvieron los
antiguos jefes gomecistas después de
muerto el tirano, así como la posterior ruptura del orden instituido, llevada a
cabo por civiles y oficiales de rango subalterno sin ninguna experiencia de
gobierno. Hablo sobre todo de la malsana idea de creer que el Estado puede
mantener a todo mundo.
El
orden político posterior a Pérez Jiménez fue sin duda un intento genuino para
instituir una democracia real. No funcionó. No voy a caer en el simplista
discurso antisistema que nos condujo a esta pesadilla anacrónica, pero no pocas
veces AD pretendió erigirse como amo y señor de Venezuela. Para ello, además de
intentar controlar hegemónicamente la política, alimentó la idea de un Estado magnánimo.
En el pináculo de la inevitable crisis, manifestado con los sucesos del
Caracazo, la reacción de los venezolanos ante las reformas adelantadas por
Carlos Andrés Pérez durante su segundo mandato puso de manifiesto esa falta de
vocación democrática.
El
CEN de AD estaba molesto por la democratización efectiva del poder político, al
hacer a los gobernadores y alcaldes, funcionarios electos popularmente. Gracias
a esa reforma no obstante, pudo ser gobernador, por ejemplo, Andrés Velázquez.
El empresariado por su parte se opuso a las reformas económicas, que lo
obligaba a modernizarse y a competir realmente con empresas extranjeras, no
para beneficio de trasnacionales, como arguyen los memos, sino para el de todos
los venezolanos.
A
Pérez lo echó del poder el establishment. Y lo hizo porque ya les resultaba
incómodo y, electoralmente, el discurso antisistema – abanderado por hombres
notables, como Uslar Pietri – comenzaba a calar profundamente en la agonizante
clase media venezolana. Por esas circunstancias, en las que Hugo Chávez realmente
tuvo muy poco que ver, el actual liderazgo se hizo del poder en 1998.
La
revolución trajo consigo viejas taras, que Pérez había erradicado o por lo
menos quiso hacerlo. La elección directa de gobernadores y alcaldes fue de
hecho una conquista que difícilmente podrán arrebatar al pueblo. Sin embargo,
primero con el segundo mandato de Caldera y luego, con la llegada de la
revolución al poder, las reformas económicas de Pérez cayeron en desgracia.
Ésas constituían no obstante, el pivote de la democratización. Una clase media
fuerte, independiente de las dádivas del gobierno de turno, era – y de hecho,
lo es – una espina en el culo de muchos líderes, acostumbrados a manipular a
las masas, antes, con potes de leche, botellas de ron y láminas de zinc; y ahora,
con dádivas. Hoy, una infinidad de misiones sirven de bozal de arepa para sojuzgar
a los ciudadanos.
Si
algo comprendieron los padres fundadores de Estados Unidos fue la importancia
de una sociedad fuerte, crítica. Y para ello, una clase media robusta era
necesaria. No se logró, en efecto, hasta entrado el siglo XX (gracias a las
reformas impuestas por Teodoro Roosevelt a partir de 1901). Por supuesto, ninguna
nación se construye de la noche a la mañana, cosa que en cambio, hemos creído
los venezolanos. La creación de una clase media fuerte, en gran medida por la
visión de Henry Ford para vender masivamente su Ford T, robusteció la
democracia estadounidense. Hoy por hoy, en ese país, el dinero se encuentra
repartido entre millones de propietarios, aunque existan milmillonarios.
En
Venezuela, por el contrario, el dinero sigue en manos de unos pocos, aunque cambien
de vez en cuando. Una elite se apodera del gobierno, desde ahí se lucra y se
erige como una nueva clase social dominante, pero la inmensa mayoría sigue
pobre, esperando del gobierno las ayudas que le hagan un poco menos gravosa la
pesada carga de mantener una casa. Unos pocos se arrogan la voz popular, no
para legar un paso más en la construcción de una democracia fuerte, sino para
hacer del poder su fuente de riqueza. Mientras no aceptemos que solo una clase
media robusta puede ser la base sólida sobre la cual edificar un orden
democrático, seguiremos gobernados por caudillos e iluminados que las masas
lleven al poder irresponsablemente.
La
solución empieza por crear ciudadanía en lugar de pueblo, y que esos ciudadanos
sean libres política y, sobre todo, económicamente; de modo que el poder no
pueda sojuzgarlos fácilmente.
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