lunes, 29 de agosto de 2011

Del socialismo y otras mentiras


         
           Mienten Alexander V. Buzgalin y Heinz Dieterich - voceros principales del fulano Socialismo del siglo XXI – cuando atribuyen a este modelo, probadamente anacrónico, virtudes de las cuales carece conceptualmente. Hoy por hoy, se escuchan defensores del socialismo, después de su estrepitosa caída hace veinte años, alegando la justicia y el humanismo de éste, que, por supuesto, ha enamorado a jóvenes incautos, ávidos por comerse el mundo sin pensarse mucho el por qué de las cosas. Sin embargo, el socialismo dista mucho de ser justo y humanista.
        Una cosa es que los defensores del socialismo crean y anhelen un mundo mejor para las clases más débiles. Pero, repitiendo la conseja popular, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. No basta desearlo y decirse adalid de los más necesitados. Hay que ofrecer soluciones reales y, sobre todo, justas. Y por ello, resulta lógico afirmar que mal puede ser justo un modelo que despoja al hombre trabajador y alcahuetea al holgazán.
            El gobierno bolivariano (y supuestamente humanista) viene aplicando políticas que, sin ser necesario conocer a profundidad las ciencias económicas, han ido, de a poco pero con esmero, desarticulando el aparato productor, de modo que en unos pocos años sea todo propiedad del Estado, como lo arenga el Proyecto Nacional Simón Bolívar, al decir, como en efecto lo dice, que se hará – o al menos, se pretende hacer - la transición de un modelo productivo capitalista a otro socialista. Pero, decir esto y decir aquello es lo mismo. No hay otro modelo productivo socialista distinto de ése que concentra todos los bienes de producción en manos del Estado. Basta indagar de qué va el Socialismo del Siglo XXI para constatar que, salvo uno que otro retoque, más que todo cosmético, éste del siglo veintiuno no difiere de aquél socialismo anacrónico del siglo veinte, plausiblemente superado.
            En principio, analizado desde la superficie, como jamás deben ser apreciadas las realidades humanas, suena muy loable, que el adinerado ayude al pobre. Y lo es, hasta un límite, desde luego. Se habla mucho de “justicia social”, pero, cabe preguntarse, qué es la cacareada justicia social. Ulpiano, un jurista romano del siglo I d.C., definió la justicia como “darle a cada quien lo que es suyo y le pertenece”. Nadie, desde entonces, ha conseguido mejorar la definición. Si nos detenemos y ahondamos en los matices del socialismo, se avizoran entonces las aristas injustas del socialismo. Una cosa es la renta progresiva (paga más quien más posee) pero otra muy diferente, quitarles a unos para regalarles a otros. Claro, ya dirán ellos, los socialistas, que el mundo se divide en opresores y oprimidos y que hay, como decía Marx, una lucha de clases, aunque hoy por hoy, esa lucha no sea más que un prejuicio.
            Puede que en 1848, cuando se publicó “El manifiesto comunista”, existiese en cierta medida esa pugna de clases. La industrialización desarrollada desde mediados del siglo XVIII pudo acentuar las diferencias económicas y por supuesto, propiciar abusos de un sector hacia otro, fundado más en las herencias políticas de un modelo basado en castas y privilegios que por motivaciones meramente económicas. Sin embargo, esas diferencias, origen de la lucha de clases, desaparecieron en la medida que las economías liberales adoptaban medidas para corregirlas. Hoy, a Dios gracias, esas diferencias son menores, al menos en sociedades desarrolladas primermundistas. Hay, se sabe, grandes brechas no sólo entre personas, sino, aún más grave, entre países. Tema éste que desde luego, dará qué pensar a muchos teóricos. Una economía socializada sin embargo, no va a solucionar esas diferencias mejor de lo que puede hacerlo  - y ha hecho - el liberalismo. Todo lo contrario, tan sólo podrá empeorarlas. Cuba es un ejemplo de esa imposibilidad real del socialismo para satisfacer las demandas de la gente.
            El liberalismo sigue en pie, con sus imperfecciones. El socialismo en cambio, se derrumbó por sus notorias injusticias, a pesar de sus buenas intenciones. No bastan los buenos deseos, hay que concretarlos en obras plausibles más allá de la propaganda y del manejo prevaricador de los medios y el discurso. El socialismo es incapaz de ofrecer más que retórica y atisbos de buenas intenciones. Y lo es precisamente porque castiga el trabajo y fomenta la flojera. Ninguna sociedad prospera en manos de mediocres.
            Nada hay más injusto que despojar al que se ha esforzado y ha hecho sacrificios para asegurarse una vejez cómoda y una vida mejor a sus herederos, con el propósito perverso de satisfacer las necesidades que otro no ha sabido proveerse. Puede que halla algún elemento fortuito en las diferencias socio-económicas, pero no son escasos los casos de personas salidas de las barriadas populares que hoy son profesionales exitosos y prósperos. Quitarle al rico lo suyo para regalarle al pobre no sólo es demagógico, es una abominación que demuele las peanas económicas de cualquier sociedad. Las naciones mediocres no progresan y quedan rezagadas, rumiando sus miserias y culpando de sus desgracias a las que sí han sabido hacer de sus ciudadanos, gente trabajadora y sobre todo, responsable de sí misma. Pero, no hay duda de ello, los discursos populistas saben sacar provecho de esos resentimientos. Así ocurrió en Italia y Alemania antes del auge de los movimientos fascistas. Así lo hicieron en este país los liberales del siglo XIX y los adecos, en el siglo pasado y hoy, estos revolucionarios.
            La justicia y el humanismo van de la mano. Aunque, si leemos a autores como José Saramago, el humanismo es crudo y despiadado, tanto como la naturaleza salvaje del mundo animal. Sin embargo, digamos que la ilustración francesa del siglo XVIII fue un momento luminoso en la historia. Sobre todo por el trato ofrecido por los hombres hacia sus semejantes. Que lo fue igualmente, la constitución de las Naciones Unidas en 1945. Y por ello, afirmemos entonces que el hombre se ha civilizado y que el término humanista engloba un pensamiento de hermandad (más importante y profundo que de solidaridad). Así las cosas, podemos colegir que no puede ser humanista un modelo que ciertamente atenta contra esencias arraigadas en el hombre, como lo es el sentido de pertenencia (instinto territorialista), sobre productos y bienes que ha trabajado y por ende, ganado en buena lid para sí mismo, para aprovecharlos lo mejor posible.
            Desde un punto de vista sociológico, un grupo aborigen del Estado Amazonas puede regirse por un modelo comunitario. No son muchos en el chabono y todo alcanza para todos. Hasta ahí vamos bien. Una vez crece el grupo, la convivencia comunitaria se complica y la pertenencia colectiva de los bienes se hace imposible. En primer lugar, se advierte que no es un asunto de llevar una vida de éste o aquel modo, sino de la falta de bienes para satisfacer las demandas crecientes del grupo. Suponga que los habitantes de la tribu encuentran una piedra con características particulares que sirve para muchas cosas, es sumamente útil. Pero sólo encuentran una. Al principio, la usarán de acuerdo a ciertas reglas acordadas o incluso, impuestas. No tardará sin embargo, en transformarse esa piedra en un artículo de discordia. Todos la van a desear para sí.
            Hay otro ejemplo. Supongamos que en un salón de clases se socializan las notas de los alumnos. Se suman todos los puntos obtenidos por los alumnos y ese número se divide luego entre el número de alumnos y la nota resultante sería la de todos. Poco importa si estudió mucho o poco. Ya imaginará los resultados del segundo examen. El alumno aplicado se verá perjudicado por la conducta negligente del que no lo es. El resultado de este ensayo salta la vista del más intransigente: termina perjudicado todo el grupo de alumnos. Eso es, esencialmente, el socialismo. Algo tan aberrante no puede llamarse humanista.
            Las sociedades tienden a crecer y hacerse más complejas. Por ello, no se limitan las necesidades, sino que se crean oportunidades. Vale decir, si el grupo crece, éste debe crear, para generar bienes en beneficio del grupo, pero cada cual es dueño de lo que produce y por ello, merece un pago. Relegar esta responsabilidad al Estado supone acabar, como en el caso cubano, repartiendo miseria. Vale decir, ya no alcanzan los productos para todos y, entonces, hay que racionar lo que hay, que cada vez alcanza para menos. Nadie cuida tanto algo como lo suyo y la propiedad colectiva acaba por ser de nadie. Por ello, urge el concurso de los particulares, que, cada uno experto en su negocio, generen bienes y servicios suficientes para satisfacer una demanda que siempre crece, bien por mejora de la capacidad adquisitiva o bien porque demográficamente crece el grupo. Se puede decir que la economía privada fue una consecuencia natural del sedentarismo, al igual que la política. Lo que se siembra o cría es propio, y por ello, hay que pagar. Obviamente, esa misma complejidad económica requirió de nuevas formas de gobierno.
            El ser humano es un animal gregario, vive en sociedad. Y las sociedades se han hecho cada vez más complejas. No en balde, Alvin Toffler ha dicho que estamos ante una época inédita. Una era sin precedentes, que, junto a las otras dos eras anteriores[1], se define como un hito en el curso de la civilización. Hoy por hoy resulta necio analizar y juzgar los fenómenos sociales a la luz de valores anacrónicos. Pretender encontrar en el socialismo respuesta a los problemas actuales es una necedad sin precedentes. Equivale a juzgar la civilización romana con los valores y principios judeo-cristianos.
            Suponer, como estos teóricos socialistas, que la estructura socio-económica contemporánea sigue regida por los mismos principios, valores y circunstancias de la época de Carlos Marx resulta un anacronismo, un empeño terco y pueril por mantenerse en un esquema ideológico ajeno a la realidad actual. El liberalismo, éste evolucionado que rige al mundo hoy, triunfó, y los otros modelos, desde la monarquía absolutista hasta el socialismo son sólo piezas de museo.


[1] Según Toffler, la civilización ha experimentado tres hitos revolucionarios, uno agrícola que se prolongó por 10 mil años, otro industrial que se extendió desde mediados del siglo XVIII hasta nuestros días, que experimentamos la revolución de la información.  

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