jueves, 9 de junio de 2011

Un triángulo cuadrado

Definamos al totalitarismo, que, por argumento en contrario, sabemos, como una verdad de Perogrullo, se contrapone con la democracia (que dicho sea de paso, es hija expósita y, por ello, carece de apellidos). Raymond Aron lo definió, palabras más, palabras menos, como un medio para avasallar a la sociedad toda a través de un partido político único, que impone una ideología única e irrefutable. Pero suele venderse, incluso a sabiendas del error, lo que supone mala fe, que no es, el socialismo, totalitario. Y, de hecho, si seguimos al pie de la letra a Hanna Arendt y su obra “Los orígenes del totalitarismo”, sólo serían totalitarios los regímenes estalinista y nazi.
No voy a arrogarme una sapiencia que no tengo, contrariando a quien se le considera la más notoria autoridad sobre totalitarismo, pero si vemos el socialismo como debe ser visto, encontramos en éste características conceptuales propias del totalitarismo. Puede verse incluso en las formas más modernas que la preeminencia del partido único no se requiere en estricto sentido y la existencia de otras organizaciones políticas no desnaturaliza de hecho al modelo totalitario, si el partido alcanza erigirse como uno poderoso y, lo más importante, por ser, desde luego, el partido gobernante, llega éste a confundirse con las instituciones del Estado. De hecho, la existencia de otros partidos políticos, menores e infinitamente más débiles, sería aún beneficiosa. Se conoce bien la animadversión general hacia los partidos únicos, no sólo por el ensayo fascista y nazi de la primera mitad del siglo pasado, sino del partido comunista todopoderoso en las naciones que alguna vez optaron por el socialismo de Estado.
Creo pues, humildemente, sin que pretenda yo ofender ni considerarme más que Hanna Arendt, que el aspecto ideológico constituye una de las características más notorias del totalitarismo, que, imbuido de un dogmatismo cuasi-religioso, atribuye al partido un dominio sobre la verdad y, entonces, puede éste dominar a la sociedad bajo un estricto canon dictado desde el Estado, entendido a su vez como una organización destinada al control de la sociedad incluso por medios violentos. Como corolario de esto, el estado estaría inseparablemente unido al partido gobernante – sea único o no - que ostenta el monopolio de la verdad. La ideología del partido se convierte en la ideología del Estado y, consecuentemente, aparecen dos sentimientos dominadores del colectivo: la fe y el miedo. La fe impulsa a los militantes del partido dominante y el miedo mantiene al resto paralizado. Todavía más cuando las faltas a la ideología del Estado se criminalizan y se persiguen. En uno y otro caso, sea por lealtad o por miedo, el Estado controla.
Si asumimos como ciertas las diferencias que Hanna Arendt propone entre dictadura y totalitarismo, entenderíamos necesariamente que la base fundamental de la primera es el pragmatismo, que carece de fundamentos ontológicos, y, en el caso del segundo, la ideología. En los modelos totalitarios, sea el comunismo o el fascismo, se advierte una clara ideologización del modelo político, con claras vistas al ejercicio absoluto del poder, de modo que el desacato a la ideología dictada desde el partido sea contrario a los fines del Estado, por ello, contrario a la sociedad toda y por tanto, debe ser tipificada como delito de lesa majestad. En los modelos totalitarios se castiga pensar de modo diferente, aunque en la práctica pueda variar ese castigo, que podrá materializarse a través de diversas formas que van desde el confinamiento a un campo de concentración (y posible muerte) hasta la estigmatización peyorativa del disidente, que no es más que una variante del apartheid. En todo caso, resulta inaceptable.
No son opuestos el fascismo y el socialismo, como pretenden afirmarlo algunas veces portavoces, ciertamente interesados en la distorsión de la verdad con propósitos de propaganda. Éstos, socialismo y fascismo, terminan pues, siendo substancialmente lo mismo. Son opuestos, en cambio, a la democracia. Por eso, no se miente al asegurar que el socialismo no es democrático. No lo es. Tampoco puede llegar a serlo desde un punto de vista conceptual. Sé que saldrán al ruedo los argumentos sobre el socialismo noruego, para citar uno a los que inexacta y comúnmente se hace referencia. Y yo me anticipo. Mal puede ser socialista un país cuyo jefe de Estado es un rey, un monarca que ejerce su cargo por derechos dinásticos, un país donde variadas fuerzas políticas y corrientes del pensamiento conviven y participan en la  de la toma de cisiones. Podrá ser, seguramente, una sociedad más o menos ganada por ideas “sociales”, sin embargo, conceptualmente hablando, jamás un Estado socialista (que difiere, fundamentalmente, de un gobierno socialista). No se debe confundir al socialismo, en estricto sentido, con las democracias sociales, la centro-izquierda y las políticas sociales. Son éstas variadas expresiones y visiones de un mismo modelo, la democracia. Mientras que el socialismo, ése que define teóricamente al Estado, como ya hemos dicho, no puede ser democrático, como no puede ser cuadrada una figura con tres lados solamente. 

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