jueves, 15 de julio de 2010

Las dos revoluciones

Ambas, la de los hermanos Castro y la del caudillo sabanetero, persiguen lo mismo, un régimen totalitario, que como comprenderá el lector, incluye la idea de una dictadura. Sin embargo, a pesar de las voces agoreras que prometen la instauración del comunismo, tal como ocurrió en Cuba tras el triunfo de la revolución en enero de 1959, no son aquéllas y las actuales circunstancias históricas similares. Urge verlas en su contexto para comprender lo que en puertas está por ocurrir en este país. En 1959, finales del mandato de Eisenhower, último presidente estadounidense dado a imponer, o ayudar, a dictaduras de corte militar en estas tierras latinoamericanas, el socialismo aún podía verse como una referencia política válida y la Guerra Fría estaba en su apogeo, razón que hizo de Cuba un enclave estratégico para el comunismo soviético. Chávez no obstante, a ese condumio llegó tarde y hoy, veinte años después de la caída de la URSS, el comunismo parece tan vigente como la monarquía absolutista anterior a 1789.

Son pues, dos circunstancias históricas diferentes, si no radicalmente distintas. Ya no hay, al menos en el panorama visible, una potencia comunista que desee exportar su revolución. No lo es China ni luce la Rusia de hoy muy interesada en vender las ideas del camarada Lenin. Al contrario, bien comprendieron ellos que ese cadáver insepulto en la Plaza Roja de Moscú debía ser sepultado. Tampoco se traga el mundo contemporáneo dictaduras como las de los países comunistas ni las militares que tanta amargura causaron por estas tierras suramericanas. Chávez entiende la política sin embargo desde dos visiones del todo anacrónicas: el socialismo (ergo, el comunismo) y el militarismo.

Castro, el mayor, pudo imponer su revolución porque al momento de su triunfo, Cuba transitaba por una dictadura militar horrenda. Astuto como siempre lo ha sido ese demonio, bajo de la Sierra con un crucifijo en la mano, taimado de desnudar sus filiaciones comunistas. Era él el mesías que a Cuba salvaría de la ignominia. No existía pues, un estado de derecho ni instituciones políticas capaces de contener al hegemón en que Fidel Castro se volvería después. Con Chávez es diferente y él lo sabe, porque podrá ser ignorante como pocos, sin lugar a dudas cegado por ese dogmatismo suyo, heredado de sus días como militante del comunismo barinés, pero astuto y zamarro es. Mucho dista este caudillo de ser un pendejo. Sabe pues, este hombre, que más del 80% de los venezolanos arruga la nariz frente al comunismo, como si tal ideología fuese, por decir lo menos, comida podrida en los contenedores de PDVAL. Sabe Chávez que hablar de comunismo en este país es un suicidio político. Pero aun así, a juro y por las malas, él y sus conmilitones pretenden imponerlo, aunque por ahora deban hacerlo a la chita callando.

Se ha confesado desde socialdemócrata hasta marxista-leninista (y no se ha desnudado como estalinista porque, dicho en el argot de los muchachos, es como mucho con demasiado). Pero si se lee el Proyecto Nacional Simón Bolívar, sin hacer del texto un análisis exhaustivo, no cabe la menor duda que este tinglado revolucionario persigue metas comunistas, que es en definitiva el único credo en el que Chávez cree. Su fe en la doctrina marxista es tan fuerte, obstinada y bien arraigada como la de cualquier creyente de un credo religioso. Para Chávez, la propiedad privada de los medios de producción es ofensiva a los ojos de sus dioses, de sí mismo. Es, por así decirlo, herética. Y no lo dudemos un segundo, ése es su cometido y por ello, afana tanto empeño por reelegirse a perpetuidad. Que como todo revolucionario, acaba confundiendo la revolución y al Estado consigo mismo.

No parece posible que su meta final sea factible, siempre que como sociedad organizada se lo impidamos. La carencia de instituciones ya existe, porque no es un secreto que Chávez controla los poderes públicos a su capricho. Sin embargo, existe, como lo ha dicho Manuel Caballero, una sociedad que desde 1935, desea vivir al amparo de las reglas democráticas. Ésa es la última frontera que debe vencer este caudillo, bastará ver si puede o no transgredirla.

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