miércoles, 15 de octubre de 2008

Una mirada a nosotros mismos

Hablar de la salida de Chávez sirve lo mismo que una calabaza si no aceptamos las causas que hicieron posible tal desatino. Se dice mucho que el caudillo barinés es una consecuencia. Y lo es, claro. Pero resulta inaceptable la banalización de ese argumento. Sobre todo porque se afirma como si fuese ajeno a nosotros, a todos.
Chávez puede ser la encarnación de nuestros defectos exacerbados. En lo personal creo que lo es. El liderazgo no es ajeno a su pueblo. Siempre resulta ser una consecuencia de lo que se es colectivamente. Los alemanes no son ajenos al asesinato sistemático de más de 6 millones de judíos. De hecho, ellos alimentaron al nazismo y permitieron que se extendiera como una epidemia aun más allá de las fronteras impuestas por el Tratado de Versalles. El chavismo se impuso, en primer lugar, y se extendió luego como una peste en el territorio nacional porque nosotros lo permitimos.
Siendo muy débil la oposición entonces, un grupo de amas de casa y de profesores de colegio, lograron contener uno de los pasos necesarios para imponer este modelo, que como las democracias populares de Europa del este, tiene – o tenía – mucho de popular y muy poco de democracia. Me refiero al decreto 1.011. Quizás haya simplificado el movimiento que impidió la ideologización de nuestros muchachos, por lo cual pido excusas a sus dirigentes. Sin embargo, la oposición sí era entonces débil y, sobre todo, minoritaria (lo cual no justifica desde luego su aniquilación). Aun así ese grupo reducido de opositores contuvo al gobierno.
El decreto 1.011 entró por ello en suspenso. Meses después, también lo hizo el cuerpo de normas aprobadas en septiembre de 2001. De esa exasperación surgió el movimiento masivo, la oposición creciente que el 11 de abril de 2001 obtuvo dos grandes éxitos. Se hizo sentir, como una fuerza capaz de reunir a casi un millón de personas en una protesta en una misma ciudad (que de paso posee una población aproximada de 4 millones de personas). Y también logró el pronunciamiento militar que, al menos por unas cuantas horas, separó a Chávez y al resto de sus secuaces del poder. Maniobras oscuras ocurrieron después y dieron al traste no sólo con el esfuerzo de una masa pacífica que sólo exigía la renuncia del presidente, sino que banalizaron la muerte de 19 personas y las lesiones a más de un centenar. De eso, somos culpables todos, tiros y troyanos por igual.
Quizás sea éste el pivote de lo que sucede y la banalización de todo cuanto nos ocurre nos haya llevado a este sendero incierto, donde las autoridades se hacen de la vista gorda con la voluntad del pueblo, expresada el 2 de diciembre pasado, sin que la gente se haga respetar. Antes que el ministro Izarra salga al ruedo y me acuse de sedición y de querer hacer apología del delito, no me refiero desde luego a un alzamiento miliar, sino a la fórmula sagrada de la democracia: el pueblo decide. Cuando el pueblo votó por Chávez, la oposición aceptó sus derrotas. Ahora le corresponde a él aceptar la voluntad soberana. Pero, de vuelta al tema, la discusión superficial de los temas nacionales han hecho de la contemporaneidad un carnaval grotesco.
De lado y lado surgen voces sonsas que no ven la profundidad y gravedad de lo que ocurre y, peor, de lo que va a ocurrir, porque a pesar de que al ministro Izarra (y quién sabe si a Vanessa Davies) les parezca una invitación a delinquir, decir que va a llover no trae la lluvia… mutatis mutandi, latinazo que tanto agrada a Carlos Escarrá, decir que los militares puedan dar un golpe de Estado no invita a que lo den. Conspirar, y de eso sabe bastante el caudillo, es algo mucho más complejo.
He aquí entonces el dilema. La banalización de los acontecimientos nacionales por parte de opositores y seguidores distrae la atención y, por ende, las medidas saludables para corregir eventuales fallas. Por ejemplo, desconocer la voluntad popular (que no es concha de ajo) puede conducir a unos pocos por derroteros indeseables. Pero, insisto, el echo de que yo – y conmigo la mayoría – no deseemos salidas de este tipo no supone que no sucedan. Los europeos en 1939 no deseaban la guerra pero negar la inevitabilidad de ésta era una idiotez. Algo parecido sucede hoy en Venezuela. Si el gobierno insiste, como muchachito malcriado, con su afán socialista (de Estado), rechazado por la mayoría (80% al decir de las encuestas), las consecuencias serán trágicas. No sólo para ellos, sino para todos.
En ese delirio continental (siguiendo acaso la postura trotskista), Chávez – y, de paso, sus acólitos más allegados, socialistas (de Estado) o no - están corroyendo gravemente la economía nacional. El dinero se agota y sin dinero, los chulos, las meretrices y otras formas mercenarias del afecto desaparecen. Aun el de su mentor, que ha hecho de Cuba una mendiga y por ende, dependiente de quien le dé (sé que suena – o se lee – duro, pero no por ello es menos cierto). Ni hablar de quienes fronteras adentro han afanado empeño y lealtades no para impulsar un modelo socialista (de Estado), sino para usurpar – como resulta manido en las revoluciones de aquí y allá – a quienes desde 1958 ejercen la titularidad como los Amos del Valle.
Mientras discutimos si Raúl Baduel es una quinta columna o no, si Chávez es demócrata o no, si se es delincuente porque se anuncien posibilidades que en muchos casos, al menos el mío, escapan de nuestra capacidad para provocarlos o evitarlos; los hechos van perfilando desenlaces, aun indeseables. Dudo que Hitler aceptara la realidad en los primeros días de marzo de 1945, pero era innegable que Alemania perdía la guerra y que el régimen nazi encaraba el juicio del mundo por sus crímenes. Seis años antes, Arthur N. Chamberlain no aceptaba la inminencia de la guerra y tuvo que declararla.
No traigo el ejemplo nazi por casualidad. En primer lugar, porque este gobierno, al igual que el nazi, está al tanto de sus violaciones a valores fundamentales, aunque se excusen en una legalidad cascorva. En segundo lugar, porque nuestro führer criollo se parece mucho al caudillo nazi. Sobre todo en su prepotencia. Ignora que su delirio le está conduciendo al degolladero (figurativo, desde luego, para que el ministro Izarra no se asuste). Pero también nos atañe a nosotros el ejemplo, porque inmersos en discusiones tontas, no nos detenemos un instante para idear un después, porque con o sin Chávez al frente de la primera magistratura, este desaguisado va a terminar pronto. El puño del mercado (nótese que escribo mercado, en virtud de que poco tiene que ver con la intervención estadounidense), que sí existe y es poderoso, va a imponerse.
Dicho de un modo vulgar, nos van a pillar con los pantalones abajo. La crisis, que puede ser muy grave (así parece, a pesar de las medidas acogidas por los gobiernos del mundo desarrollado), nos va a vapulear. No lo dice este opinador amateur, lo dicen expertos economistas, que de eso saben y yo, en cambio, no. Cuando eso ocurra ¿en los meses por venir?, este tinglado se desplomará inevitablemente, tal como los ranchos cuando las lluvias arrecian. Chávez o quien le sustituya en Miraflores deberá encarar medidas repugnantes que bien pueden asemejarse (si no igualarse) a las acogidas por Carlos Andrés Pérez en su segundo mandato… y bien sabemos como acabó (de nuevo, insisto, no estoy invocando un golpe de Estado, sólo expreso lo que podría ser).
En lo personal, quisiera que Chávez terminase su mandato en enero del 2013, como le corresponde. Que entonces entregue el poder a su sucesor, electo democráticamente. Sin embargo, también quisiera que los mecanismos e instituciones democráticas ejerzan sus fuerzas para contener este proyecto, que lejos de perseguir un porvenir próspero, parece un río desbordado, destruyéndolo todo a su paso. ¿Será posible?

Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado
C.I. 9.120.281

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