Se conmemoró otro aniversario más de
los sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989. El gobierno, con torpeza, salió a
las calles, vaya uno a saber para qué. Entonces, fines de la década y apenas
seis años después del Viernes Negro, la crisis no se acercaba en magnitud y
gravedad a la actual. Aún agria la boca el recuerdo de esos sucesos. Por ello, solo por ello, conjeturo razones para explicar la pasividad
popular frente a la escasez, carestía e inseguridad que hostilizan la
cotidianidad del venezolano. Razones hay, ciertamente.
El 80 % del país - encuestas más,
encuestas menos - opina que la situación es mala o pésima. Ese número es
peligroso. Muy peligroso.
No creamos mentiras los opositores. El
descontento no tiene por qué migrar forzosamente a esta acera. No migra, de
hecho. Hay, desde luego, un descontento general contra el liderazgo político y
desesperanza frente al porvenir, que bien puede recoger un outsider, como lo
hiciera Chávez en 1998. He ahí el riesgo. La lejanía histórica con crisis
anteriores no permite a muchos advertir semejanzas riesgosas. Negarnos a esa verdad
resulta no obstante, necio.
Ignoro las razones por las cuales la
oposición organizada (la MUD y los grupos ajenos a esta alianza) actúan con
torpeza. Su silencio luce incomprensible ante hechos alarmantes, como la
detención de muchachos por ejercer su derecho a protestar, los rumores
sobre “La Tumba” y los presos políticos, sin obviar, claro, la desatinada
política económica, el secuestro de las instituciones y la represión como forma
para resolver la crisis. Sin embargo, sean cuales fueren sus razones, no actuar
o postergar temas inevitables no va a impedir que éstos los arrollen.
Estamos frente a una bomba de tiempo
y nadie parece angustiado por las consecuencias de una eventual explosión. Si
hay o no combustible suficiente para un estallido social similar al Caracazo
resulta difícil de predecir. Eventos de esa naturaleza ocurren espontáneamente.
Creo no obstante que otras salidas, sin lugar a dudas indeseables, son en este momento muy
probables. La transición parece un secreto voceado a la que muchos, allá y acá,
temen sobremanera por las amenazas implícitas a sus cuotas de poder.
Las élites, que tienen mucho que
perder, deberían estar conversando con gente en todos los sectores, para recomponer
las cosas, de modo que se mantenga el statu quo (el orden republicano). Si permanece o no el
establishment político es irrelevante, porque el tema, se sabe, no pivota sobre
quienes mandan sino como lo hacen. Hay demasiados errores en este desatino que
llaman gobierno para permanecer apáticos,
así como también los hay en la oposición. Y salvo para los necios, dialogar una salida
a esta crisis no solo no es un delito, como sí lo fue el golpe de Estado del 4
de febrero de 1992, sino que es, por sobre todas las cosas, una obligación.
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