Nicolás Maduro no parece comprender la similitud de
su discurso con el corporativismo fascista. Recientemente arengó, impúdicamente,
que en el capitalismo la gente estudia lo que le viene en gana sin detenerse a
considerar las necesidades del país. No puedo obviar por ello, aquel estribillo
que tanto repetía Benito Mussolini (y que constituye la base del
totalitarismo): para el fascismo, todo está dentro del estado y nada humano
o espiritual existe ni tiene valor fuera del estado.
Maduro
desnuda sin ninguna clase de tapujo su talante autoritario cada vez que imita a
su taita político, arengando en alocuciones radiadas y televisadas. Pensar que
la gente no debe seguir su vocación y estudiar aquello que el Estado requiere
niega de hecho el más grande bien ganado por la humanidad estos últimos dos
siglos y medios: la libertad individual. De otro modo, ¿para qué carajos vale
la pena vivir? No venimos a ser meros engranes de una maquinaria llamada
Estado, como Charlot en “Tiempos modernos” o Winston Smith en “1984”. La vida
en los Estados totalitarios es siempre deprimente, sin importar si se trata de
una sociedad fascista o comunista.
Hannah
Arendt unificó bajo el totalitarismo a dos modelos que de paso, coinciden más
de lo que disienten: el nazismo y el estalinismo. En ambos casos – que hoy
trascienden tanto a la dictadura nazi como al horrendo régimen de Stalin – se
suprime la actividad de los ciudadanos libres para interactuar en el mundo y en
su lugar, se instituye como un derecho del Estado, el desprecio absoluto por
los individuos, que dejan de ser ciudadanos para devenir en objetos
prescindibles.
Nicolás
Maduro no comprende que el mundo libre no lo es por el capitalismo, que como en
el caso chino puede mostrar un rostro espantoso, sino porque es libre. En ese
mundo libre, que Maurice Duverger distingue como “occidental”, el ciudadano
común goza de liberad para desarrollarse como mejor le parezca. En ese mundo,
que coincide con las sociedades desarrolladas, la libertad no es retórica de caudillos,
sino un principio esencial que define las relaciones entre el Estado y los
ciudadanos. Y es por ello que una ley, aun un ordenamiento jurídico, puede
resultar ilegítimo, aunque haya sido aprobado por los entes encargados para
ello, como lo hizo el Reichstag con la Leyes de Núremberg.
Maduro,
como toda la camarilla de conmilitones comunistas que acopió el gobierno
revolucionario en estos 15 años, desconoce y aún más, desdeña la libertad
individual y el poder ciudadano de hacer lo que mejor crea conveniente para sí
mismo. Desprecia la libertad y por ello, su modelo, el comunismo obsoleto y
retrógrado, justifica incluso el uso de la violencia contra la gente, que por
disentir de sus ideas recibe ataques que llegan aun al asesinato y el
encarcelamiento, la persecución y, de permitírselos, la más infame de las conductas
políticas, la tortura y el confinamiento a campos de exterminio (como los
gulags en la desaparecida URSS, los campos de reeducación cultural en China
y Camboya y el horror de los campos para disidentes existentes en Corea del
Norte).
Yo
no deseo una sociedad de autómatas que cumplen una función dentro del Estado
como si fueran engranes que eventualmente se reemplazan por otros. Deseo una
sociedad de hombres libres, como lo deseaba el Libertador Simón Bolívar y toda
la intelectualidad ilustrada de su tiempo, y como, ciertamente, lo han deseado
las grandes personalidades desde entonces hasta hoy.
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