martes, 4 de febrero de 2014

El pueblo como excusa

Dice Umberto Eco que el pueblo como expresión de una única voluntad y de unos sentimientos iguales, una fuerza casi natural que encarna la moral y la historia, no existe (U. Eco, A paso de cangrejo. P. 148). Y lo dice precisamente por ese ardid tan propio de los demagogos (en su caso, Silvio Berlusconi) de usar al pueblo para su provecho. Mussolini lo hacía (y también Hitler). Congregaba en la Piazza Venezia a unas 200 mil personas que, tal como ocurría en Venezuela con Chávez y sus arengas en Avenida Bolívar, lo aclamaban. Y en ambos casos, en su condición de actores, esa muchedumbre desempeñaba el rol de pueblo.
Existe hoy por hoy, dada la complejidad de las sociedades contemporáneas, gente con ideas e intereses diversos (que de paso, hacen obsoleta la lucha de clases propuesta por Carlos Marx). El régimen democrático (sin dudas imperfecto) establece por ello, que el gobierno (los gobernantes y en cierta medida las políticas aplicadas) surge del consenso de la mayoría de los ciudadanos, protegiendo siempre a las minorías. Esa visión del pueblo, propia de los demagogos, es, acaso, una excusa para identificar su proyecto con la voluntad popular y, de ese modo, justificarlo e imponerlo.
Nadie duda la enorme popularidad que en su momento disfrutó el führer nazi. Los alemanes llegaron a idolatrar a Hitler y por ello fueron a una guerra que en sana lógica no podían ganar (por muy eficiente que fuera el ejército alemán). Sin embargo, no toda Alemania era nazi. Hubo resistencia al proyecto desquiciado y delirante del cabo austríaco, protagonista del Putsch de Múnich (8-9 de noviembre de 1923). Contra estos disidentes, no solo se usó el brutal aparato represivo (la Gestapo), sino a esa ingente masa de cegada por el discurso nacionalsocialista.
Hoy, esas prácticas violentas son impensables, no porque el ser humano – y sobre todo, quienes ostentan el poder sin una genuina vocación democrática – sea menos perverso, sino porque a los ojos del mundo, resulta intragable. Se abusa en cambio del discurso segregacionista, que ciertamente utiliza el régimen para escindir los “buenos” de los “malos”, y, tal como hicieran los nazis con las SA (Sturmabteilung), se apela a grupos no vinculados con los diversos organismos del Estado (colectivos, grupos paramilitares, hampa común) para que se encarguen de la represión (y puede que allá en esto una parte de la explicación para la impunidad obscena que adolece a nuestra sociedad). Se separa a los que están a favor del pueblo y por ello, portadores de la verdad, y los que atentan contra éste y, por ello, enemigos (no adversarios) y, consecuentemente, objetos del ataque virulento, del desconocimiento y del desprecio general.
Vienen al caso estas palabras porque desde el 2006, el gobierno – sea aquél liderado por Chávez o éste, ahora regido por Maduro – ha ido construyendo una mítica vocación popular al socialismo, que, en primer lugar, no está prevista constitucionalmente (y por lo tanto, no puede imponerse a la luz del Estado de derecho vigente), y, en segundo lugar, al ser consultada la ciudadanía sobre reformas al respecto (referendo popular del 6 de diciembre de 2007), fueron rechazadas. Meternos el socialismo pues, o este régimen que les asegure el poder a perpetuidad, como lo pretenden hacer, es solo parte de ese discurso maniqueo, usado premeditada y prevaricadoramente para pervertir el Estado de derecho y la genuina voluntad popular, desnaturalizar los principios democráticos e imponer, aún a juro, un modelo contrario al ordenamiento jurídico vigente (que de paso, les ayude a mantenerse en el poder y por ende, hacer uso de las prebendas que esto supone).
Este uso conveniente del pueblo como instrumento de dominación es aún más intolerable cuando hoy, vistos los resultados electorales de los últimos comicios, el país se encuentra dividido en dos facciones. Peor, si se quiere, porque el desconocimiento de unos respecto de los otros puede ser la cimiente, en primer lugar, de un régimen carente de vocación democrática (desconoce y deshumaniza al adversario político, reduciéndolo a un enemigo al que no se le concede ni agua), y, en segundo lugar, de una potencial guerra civil. Si bien es cierto que ha habido paz desde 1903,  se cierne sobre Venezuela la trágica tradición bélica de caudillos y jefes de montoneras, decía el historiador Manuel Caballero en reiterados artículos. Urge pues, como punto convergente para la salvaguarda de los intereses de todas las facciones, un diálogo verdadero, que busque consensuar salidas a la crisis sin recurrir a la violencia. 

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