Dice Umberto Eco que el pueblo como expresión de una única voluntad y de unos sentimientos
iguales, una fuerza casi natural que encarna la moral y la historia, no existe
(U. Eco, A paso de cangrejo. P. 148).
Y lo dice precisamente por ese ardid tan propio de los demagogos (en su caso,
Silvio Berlusconi) de usar al pueblo para su provecho. Mussolini lo hacía (y
también Hitler). Congregaba en la Piazza
Venezia a unas 200 mil personas que, tal como ocurría en Venezuela con
Chávez y sus arengas en Avenida Bolívar, lo aclamaban. Y en ambos casos, en su
condición de actores, esa muchedumbre desempeñaba el rol de pueblo.
Existe hoy por hoy, dada la complejidad de las
sociedades contemporáneas, gente con ideas e intereses diversos (que de paso,
hacen obsoleta la lucha de clases
propuesta por Carlos Marx). El régimen democrático (sin dudas imperfecto)
establece por ello, que el gobierno (los gobernantes y en cierta medida las
políticas aplicadas) surge del consenso de la mayoría de los ciudadanos,
protegiendo siempre a las minorías. Esa visión del pueblo, propia de los
demagogos, es, acaso, una excusa para identificar su proyecto con la voluntad
popular y, de ese modo, justificarlo e imponerlo.
Nadie duda la enorme popularidad que en su momento
disfrutó el führer nazi. Los alemanes
llegaron a idolatrar a Hitler y por ello fueron a una guerra que en sana lógica
no podían ganar (por muy eficiente que fuera el ejército alemán). Sin embargo,
no toda Alemania era nazi. Hubo resistencia al proyecto desquiciado y delirante
del cabo austríaco, protagonista del Putsch
de Múnich (8-9 de noviembre de 1923). Contra estos disidentes, no solo se usó
el brutal aparato represivo (la Gestapo), sino a esa ingente masa de cegada por
el discurso nacionalsocialista.
Hoy, esas prácticas violentas son impensables, no porque
el ser humano – y sobre todo, quienes ostentan el poder sin una genuina vocación
democrática – sea menos perverso, sino porque a los ojos del mundo, resulta intragable.
Se abusa en cambio del discurso segregacionista, que ciertamente utiliza el
régimen para escindir los “buenos” de los “malos”, y, tal como hicieran los
nazis con las SA (Sturmabteilung), se
apela a grupos no vinculados con los diversos organismos del Estado
(colectivos, grupos paramilitares, hampa común) para que se encarguen de la
represión (y puede que allá en esto una parte de la explicación para la
impunidad obscena que adolece a nuestra sociedad). Se separa a los que están a
favor del pueblo y por ello,
portadores de la verdad, y los que
atentan contra éste y, por ello, enemigos (no adversarios) y, consecuentemente,
objetos del ataque virulento, del desconocimiento y del desprecio general.
Vienen al caso estas palabras porque desde el 2006, el
gobierno – sea aquél liderado por Chávez o éste, ahora regido por Maduro – ha
ido construyendo una mítica vocación popular al socialismo, que, en primer
lugar, no está prevista constitucionalmente (y por lo tanto, no puede imponerse
a la luz del Estado de derecho vigente), y, en segundo lugar, al ser consultada
la ciudadanía sobre reformas al respecto (referendo popular del 6 de diciembre
de 2007), fueron rechazadas. Meternos el socialismo pues, o este régimen que
les asegure el poder a perpetuidad, como lo pretenden hacer, es solo parte de
ese discurso maniqueo, usado premeditada y prevaricadoramente para pervertir el
Estado de derecho y la genuina voluntad popular, desnaturalizar los principios
democráticos e imponer, aún a juro, un modelo contrario al ordenamiento
jurídico vigente (que de paso, les ayude a mantenerse en el poder y por ende,
hacer uso de las prebendas que esto supone).
Este uso conveniente del pueblo como instrumento de dominación es aún más intolerable cuando
hoy, vistos los resultados electorales de los últimos comicios, el país se
encuentra dividido en dos facciones. Peor, si se quiere, porque el desconocimiento
de unos respecto de los otros puede ser la cimiente, en primer lugar, de un
régimen carente de vocación democrática (desconoce y deshumaniza al adversario
político, reduciéndolo a un enemigo al que no se le concede ni agua), y, en
segundo lugar, de una potencial guerra civil. Si bien es cierto que ha habido paz
desde 1903, se cierne sobre Venezuela la
trágica tradición bélica de caudillos y jefes de montoneras, decía el
historiador Manuel Caballero en reiterados artículos. Urge pues, como punto convergente
para la salvaguarda de los intereses de todas las facciones, un diálogo
verdadero, que busque consensuar salidas a la crisis sin recurrir a la
violencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario