viernes, 11 de noviembre de 2022

 De la kristallnacht al asalto a Capitol Hill 

La noche del 9 para el 10 de noviembre de 1938, la comunidad judía recibió el ataque de fanáticos nazis, instigados por el ministro de propaganda Joseph Göebbels. La «kristallnacht» fue una demostración de cuan ruin puede llegar a ser el hombre y de cuanto pueden manipularse las masas. La mañana del 6 de enero del 2020, de nuevo, instigada por la voz irresponsable de un megalómano envilecido por pasiones miserables, como, en efecto, al parecer así lo indican las investigaciones pertinentes, la muchedumbre asaltó el Congreso de los Estados Unidos de América. 

El fanatismo es una potente fuerza subyacente en todas las sociedades, indistintamente de su nivel de desarrollo. No es difícil azuzarlo. Se ha hecho infinidad de veces. Donald Trump lo azuzó en el 2016, y, por ello, ganó las elecciones, y lo incitó de nuevo cuando vencido, quiso revertir esa derrota para él infamante. A lo largo de la historia del hombre, alrededor de cinco o seis mil años si nos reducimos al tiempo que la escritura ha registrado sus quehaceres, líderes y jefes de todo tipo han incendiado el alma de sus seguidores, excitando resentimientos restañados y rencores bien acunados en lo más hondo de sus corazones. 

Chávez lo hizo. Si bien existía entonces una sensación de agobio y agotamiento frente a un sistema liderado por mandamases decadentes, el otrora jefe de este desatinado despropósito político se valió de sentimientos mezquinos y de ese desasosiego generalizado para cimentar sobre tan ruines pedestales su infame liderazgo, y, de hecho, su triunfo en las últimas elecciones confiables, aquellas que ganó en diciembre de 1998. 

Su reinado, porque no puede calificarse de otro modo, se construyó sobre el rencor y el resentimiento, y, desde luego, sobre su hija bastarda: la polarización superficial que hoy aqueja gravemente a la sociedad venezolana (aunque, debo decirlo, también las de otras naciones). Ese mal endémico debe ser sanado, y cuanto antes, mejor… mucho mejor. 

Quizá nos hayamos alejado de alguna solución a la crisis justamente por la perniciosa polarización. En nuestro caso, agravada por la exagerada fragmentación en grupúsculos sordos a toda forma disidente. Cree ser cada quien pues, amo y señor de la verdad y, salvo aquellos que comulgan con sus ideas, no permiten que otras profanen sus torres de marfil. Si no entendemos el juego político de un modo saludable, diáfano, abierto al debate, podrán cambiar los nombres en las puertas de los despachos gubernamentales, pero no habremos resuelto el problema. 

No hay un mesías redentor que venga a rescatarnos de la vorágine revolucionaria. De surgir otro caudillo, como claman tantos, sin dudas sería más de lo mismo, cuando no, una versión mucho más dantesca. Debemos asumir que el diálogo debe plantearse entre todas las facciones, aun aquellas que han ido apartándose del proyecto revolucionario y los que, puertas adentro del propio movimiento, albergan sentimientos parecidos. No solo porque una de las condiciones mínimas para superar esta crisis es la sumatoria de voluntades, sino porque a pesar de la pérdida del afecto popular, aun representa la organización a un número de ciudadanos, a los que, sin dudas, no podemos obviar. 

Aborrezco la expresión «nuestro líder», tan semejante a la repugnante forma nazi de referirse al jefe de aquel despropósito incivilizado, mein führer (mí líder). Y la escucho repicar ruidosamente en el discurso político dominante. Poco importa si se trata de Maduro, de Henry Ramos o Juan Guaidó. En cambio, creo más en una reconciliación con las bases y las voces sensatas dentro y fuera de la revolución que en un redentor, que, como bien sabemos, pronto será una versión más del mismo chafarote que desde hace tanto se pasea por estas tierras.

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