jueves, 29 de mayo de 2025

 

Ayer fue ayer y mañana será mañana: lo importante es leer lo que leer se debe

Se yerra, se acierta, se sigue

 

Ayer, 25 de mayo, la ciudadanía habló (detesto el término pueblo por su deformación en boca de politiqueros). Según las autoridades electorales, participó el 42,66 % del padrón electoral (21,4 millones). Según otras fuentes, la votación no superó el 15 %. Eugenio Martínez ya ha señalado la inconsistencia de la cifra ofrecida por el CNE. Por lo visto en redes y medios, hubo muy poca participación ciudadana. La gente no acudió a las urnas.

     Tal vez sea pronto para adentrarse en análisis, pero, cabe decirlo, y, de ser necesario, repetirlo hasta el hartazgo, lo de ayer fue un acto de desobediencia civil. Si es beneficioso o no, aún es pronto para saberlo. 

Quizás, unos no estén de acuerdo, y no por ello, son sinvergüenzas, tarifados (aunque, no lo dudo, entre esta variopinta oposición se esconden traidores). Sin embargo, su discurso no caló en la gente. Es ese, el punto. Si van a culpar por lo ocurrido, pues señalen a quién deben: al pueblo (recurro al término, a pesar de lo dicho, porque uso su significado político y jurídico, es decir, el depositario de la soberanía nacional). Los ciudadanos eligieron abstenerse.

Si erraron o no, está por verse. No lo sabemos. No obstante, el liderazgo que ha defendido el voto sin más estrategias que ir a votar masivamente, debe leer bien lo ocurrido. Debe escuchar el regaño. El primer jalón de orejas lo tuvo en el 2023, cuando María Corina Machado, para unos, una mujer malcriada, radical y obstinada, recibió el apoyo del 93 % de quienes votaron en esas primarias (que, como muestra estadística es bastante significativa). Su llamado a participar en las elecciones del 28 de julio fue acatado, y sus acciones posteriores dejaron en la ciudadanía la sensación de que sabe lo que hace, de que tiene una estrategia y planes alternativos. Por eso, Rosales perdió el Zulia y a Henrique Capriles lo tildan de alacrán (tal vez injustamente).

No quiero acusar. Solo deseo significar que hoy por hoy, María Corina Machado sigue liderando, porque, pese a que su estrategia pudo no haber dado el resultado esperado (por ahora), demostró que no se conforma con participar en circos, que busca opciones efectivas. Los ciudadanos han visto, en cambio, que, salvo acudir eventos electorales como borregos al matadero, el liderazgo que ayer resultó derrotado dentro de la propia oposición no ha planteado jamás un plan alternativo. En el 2023 se lo cobraron. Quieran o no, esa es la lectura. Poco importa si a algunos le parece injusto.  

Entiendo que Machado pueda caerles mal a unos. Rómulo Betancourt no era precisamente Miss Simpatía. Tampoco lo era Rafael Caldera. Sin embargo, no podemos dudar de su liderazgo de su impronta. No se trata de pasiones viscerales, muchas de ellas, no lo dudo, fundadas en el origen familiar y social de la dirigente, sino de un liderazgo que sea faro, y no meros espejismos en el desierto, cuya única oferta es votar una y mil veces, esperando que, por alguna iluminación providencial, cambien las cosas. Lo siento, pero no veo menos mágico esa mirada del voto que un sahumerio de tabaco barato y escupitajos de ron.  

Mi exesposa decía que la gran tragedia de Venezuela era la falta de verdaderos líderes, como lo fueron tantos ayer, y a quienes debemos aquella democracia imperfecta pero perfectible. María Corina Machado se nos presenta como alguien capaz. Si es verdad o no, corresponderá a la historia decidirlo. Nosotros, los ciudadanos, por los momentos y dentro de lo que podemos, ayer decidimos a quién seguir y a quién no. 

viernes, 16 de mayo de 2025

 


     El otro lado de la razón

          Ayúdennos y ayúdense a construir puentes (primeras palabras de Su Santidad León XIV)

Unos y otros alegan argumentos. Unos buenos, otros mejores y desde luego, algunos deficientes, pero, en tanto son opiniones, no son verdaderos ni falsos. Unos llaman a votar, otros, a abstenerse. Para unos, la negociación es la ruta y para otros, otras vías. Coincido con Su Santidad León XIV, en todo caso, la paz debe ser el camino. La verdadera paz.  

     Esa tan anhelada paz no supone la imposición de un pensamiento por encima de otros. Implica la conciliación de ideas, de opiniones y de algo que normalmente omitimos, las experiencias propias de cada uno. Alguien dijo alguna vez – en esa ocasión para justificar falencias y procacidades - que los venezolanos no somos suizos, y, ya lo sabemos todos, no lo somos, como ellos, tampoco venezolanos. Esto, que parece tonto, obvio, encierra una verdad inobjetable: el mundo es, si se quiere, un crisol donde se funden culturas, ideas, creencias, puntos de vista, valores, tradiciones... El mundo tiene tantas verdades como habitantes.

     No me gustan los refranes, algo que copié de Saramago, pero bien puede decirse que, en efecto, cada cabeza es un mundo, o lo que describe mejor esa frase, el mundo se define como un sinfín de realidades, construidas sobre cada individuo y sus circunstancias particulares e inigualables. Lo que es verdad para un tibetano, budista creyente, que espera alcanzar el Nirvana luego de transitar incontables reencarnaciones para purgar sus karmas, no lo es para un estadounidense, seguramente un presbiteriano laxo, ciudadano de una nación primermundista que da por sentado muchas cosas que aquel tibetano, no. Cada uno, ensimismado en su propia visión parroquiana (aun cuando viva en París, Nueva York o Londres), no puede experimentar la cotidianidad del otro, sea un berlinés o un vecino de una aldea pastún en Afganistán.

     La política está llamada a tener esta verdad presente en cada decisión. No puede obviar las distintas realidades, que se mezclan y se entrelazan. Hoy, especialmente, cuando todo queda a la distancia de un clic.

     Por ello, si de verdad queremos construir una sociedad mejor, en Venezuela o Estados Unidos, o, con suerte, mucha suerte, en este mundo nuestro, debemos aceptar que la verdad del otro no es menos verdad que la nuestra. El diálogo, a veces utópico, urge, porque, queramos o no, desvanecidas las fronteras, las personas, sea una mujer marroquí o un joven japonés, una estadounidense y un venezolano, intercambian su cotidianidad diariamente en ese otro mundo, el que existe detrás del teclado. Unos ofrecen a otros sus valores, sus creencias, sus experiencias, sus vidas, e inevitablemente se acrisolan.

     Si deseamos una paz fuerte, permanente, tenemos que escuchar al otro más que a nosotros mismos. Ese eco sordo, estridente, ese ruido que crea nuestro ego no puede, ni debe, acallar la voz del otro, ni podemos ser tan arrogantes para despreciar la vida cosmopolita del neoyorquino o la rural de un pastor de cabras yemení. Cada uno tiene algo valioso que aportar. No caben dudas de ello. Desde la ruidosa sazón que enriqueció a la gastronomía estadounidense hasta los celulares que, en manos de monjas, retrataron al papa León XIV en su primera aparición en la plaza de San Pedro. Desde el rol de la mujer en la fe musulmana hasta las fiestas rocieras. Desde la mirada de un budista hasta la de un católico, o, por qué negarlo, de un ateo. Decía el ganador del premio Nobel Mario Vargas Llosa de este fenómeno, la globalización; que, lejos de imponer la cultura de una nación sobre otras, haría prevalecer las riquezas particulares de cada una. 

     Si queremos construir una Venezuela mejor, o, si somos más ambiciosos, un mundo más humano, el primer gran paso es ese, reconocer la verdad del prójimo. Aceptar sus diferencias, abrazarlas, y, como seres racionales que somos, en una gran mesa redonda - como la del rey Arturo, donde nadie preside y todos tienen voz – conciliar las hermosas diferencias que nos hacen únicos, sea que lo hagamos durante la cena familiar o en los comités para decidir las grandes políticas públicas.