jueves, 13 de marzo de 2025

 


     Esto no es Macondo

Votar y elegir pueden coincidir en un mismo acto, pero, sin lugar a equívocos, no son lo mismo.

En medio de voces, de argumentos, de pro y contras, de peleas innecesarias, de ofensas y divisiones peligrosas, aun nocivas, toca pues, hablar de derecho. En primer lugar, debe decirse, aunque sea una verdad de Perogrullo: los derechos no son entelequias, sino garantías reales que requieren de condiciones de hecho propicias para su ejercicio o, de ser el caso, su defensa.

     El sufragio, además de una institución destinada a la toma de decisiones colectivas (con sus serias deficiencias, y las tiene, sin dudas,), es, desde luego, un derecho ciudadano. Tal vez, uno de los más notorios, mas no de los más importantes en una Democracia (como lo es, el respeto por el Estado de derecho). Su ejercicio, expresado en el voto, urge de condiciones mínimas para ser efectivo. Si no, su esencia se pierde y queda reducido a un tinglado, como aquel de la antigua farsa.

     El derecho, como la posibilidad de exigir algo, aun por medios coactivos (judicialmente), no es una ficción capaz de existir fuera de su contexto ni de la realidad (esa que se manifiesta en hechos concretos, palpables). Por ello, si el derecho, cualquiera que sea este, no puede hacerse eficaz, queda pues, vaciado de contenido y, por lo tanto, no se tiene realmente.

     El derecho no puede deslindarse de su expresión real como lo es, en el caso del sufragio, el acatamiento de la decisión manifestada en las urnas.

     En todo caso, podrían tenerse presente otras condiciones, otro contexto, y servir el voto a fines distintos al que ontológicamente está destinado. Por un lado, legitimar – o lo que sería más preciso, darle visos de legitimidad – a un régimen autocrático, o, igualmente, como una estrategia para desnudarlo, pero ni en uno u otro cumple su función cardinal: dirimir las diferencias colectivas, permitirle a la ciudadanía decidir. En el último caso, como táctica en la lucha por el poder, se debe tener, obviamente, un plan ulterior. Sin este, el voto quedaría igualado a una suerte conjuro, de encantamiento capaz de alterar el statu quo. Se sabe, empero, tal cosa es, de hecho, propio del pensamiento mágico. La realidad no es Macondo, donde la magia lo explica todo.

     Ir, votar, y luego esperar que ocurra lo que bien sabemos no va a suceder, como ya se ha visto no una sino suficientes veces, es, de hecho, tan tonto como hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes (para algunos, definición de insania mental o, lo que creo yo, memez). No ocurrió en Sudáfrica ni en Chile, no sucedió tampoco en Polonia. Esos procesos fueron consecuencia de otras circunstancias fácticas que concedieron valor a los procesos electorales y que, por ello, justamente, los hicieron eficaces. Hubo elecciones poco competitivas, ciertamente, pero, a pesar de las trampas, del ventajismo, hubo reconocimiento del resultado, no por el sufragio en sí mismo, sino debido a causas más allá del mismo. No podemos imaginar que una epifanía va a resolver nuestra crisis. No obstante, puede que, como sospecho, haya en toda esta gradería de polichinelas, colombinas y arlequines, consideraciones de otra índole, ciertamente ajenas a la genuina aspiración de los electores.

     Claro, dejamos atrás lo que, en derecho, supone el sufragio, y nos adentramos en consideraciones de orden pragmático. Y, en ese ámbito, corresponde a los líderes ver qué hacen y qué ofrecen a los ciudadanos, y a estos, votantes, al fin de cuentas, decidir a quién seguir. Yo, en cambio, me limito a explicar lo que como abogado me atañe.