Esto no es Macondo
Votar
y elegir pueden coincidir en un mismo acto, pero, sin lugar a equívocos, no son
lo mismo.
En medio de voces, de
argumentos, de pro y contras, de peleas innecesarias, de ofensas y divisiones
peligrosas, aun nocivas, toca pues, hablar de derecho. En primer lugar, debe
decirse, aunque sea una verdad de Perogrullo: los derechos no son entelequias,
sino garantías reales que requieren de condiciones de hecho propicias para su
ejercicio o, de ser el caso, su defensa.
El sufragio, además de una institución
destinada a la toma de decisiones colectivas (con sus serias deficiencias, y
las tiene, sin dudas,), es, desde luego, un derecho ciudadano. Tal vez, uno de
los más notorios, mas no de los más importantes en una Democracia (como lo es,
el respeto por el Estado de derecho). Su ejercicio, expresado en el voto, urge de
condiciones mínimas para ser efectivo. Si no, su esencia se pierde y queda
reducido a un tinglado, como aquel de la antigua farsa.
El derecho, como la posibilidad de exigir
algo, aun por medios coactivos (judicialmente), no es una ficción capaz de
existir fuera de su contexto ni de la realidad (esa que se manifiesta en hechos
concretos, palpables). Por ello, si el derecho, cualquiera que sea este, no
puede hacerse eficaz, queda pues, vaciado de contenido y, por lo tanto, no se
tiene realmente.
El derecho no puede deslindarse de su
expresión real como lo es, en el caso del sufragio, el acatamiento de la
decisión manifestada en las urnas.
En todo caso, podrían tenerse presente
otras condiciones, otro contexto, y servir
el voto a fines distintos al que ontológicamente está destinado. Por un
lado, legitimar – o lo que sería más preciso, darle visos de legitimidad – a un
régimen autocrático, o, igualmente, como una estrategia para desnudarlo, pero
ni en uno u otro cumple su función cardinal: dirimir las diferencias colectivas,
permitirle a la ciudadanía decidir. En el último caso, como táctica en la lucha
por el poder, se debe tener, obviamente, un plan ulterior. Sin este, el voto
quedaría igualado a una suerte conjuro, de encantamiento capaz de alterar el
statu quo. Se sabe, empero, tal cosa es, de hecho, propio del pensamiento
mágico. La realidad no es Macondo, donde la magia lo explica todo.
Ir, votar, y luego esperar que ocurra lo que
bien sabemos no va a suceder, como ya se ha visto no una sino suficientes
veces, es, de hecho, tan tonto como hacer siempre lo mismo y esperar resultados
diferentes (para algunos, definición de insania mental o, lo que creo yo,
memez). No ocurrió en Sudáfrica ni en Chile, no sucedió tampoco en Polonia.
Esos procesos fueron consecuencia de otras circunstancias fácticas que concedieron
valor a los procesos electorales y que, por ello, justamente, los hicieron
eficaces. Hubo elecciones poco competitivas, ciertamente, pero, a pesar de las
trampas, del ventajismo, hubo reconocimiento del resultado, no por el sufragio
en sí mismo, sino debido a causas más allá del mismo. No podemos imaginar que
una epifanía va a resolver nuestra crisis. No obstante, puede que, como
sospecho, haya en toda esta gradería de polichinelas, colombinas y arlequines, consideraciones
de otra índole, ciertamente ajenas a la genuina aspiración de los electores.
Claro, dejamos atrás lo que, en derecho,
supone el sufragio, y nos adentramos en consideraciones de orden pragmático. Y,
en ese ámbito, corresponde a los líderes ver qué hacen y qué ofrecen a los
ciudadanos, y a estos, votantes, al fin de cuentas, decidir a quién seguir. Yo,
en cambio, me limito a explicar lo que como abogado me atañe.