martes, 10 de junio de 2025



         


El crisol de Trump: De McCarthy al magnate neoyorquino

Del amor al odio hay solo un paso…

En la década de los 50’s, auge del boom estadounidense, el senador Joseph McCarthy lideró una cruzada anticomunista. Ejerció su cargo en el Congreso desde 1947 hasta 1957. El autor Arthur Miller escribió su obra «The crucible» (traducida como «Las brujas de Salem») en esos años (el estreno de la obra tuvo lugar el 22 de enero de 1953). En ella, el dramaturgo hace referencia a los juicios por brujería en Salem en 1692, en principio, pero es una clara alegoría del macartismo.

         En 1954, el abogado Joseph Welch asestó unas duras palabras durante las audiencias Ejército-McCarthy que defenestraron la carrera del senador. Censurado por sus propios colegas y abandonado por el partido Republicano, murió poco tiempo después. El periodista Edward Murrow terminó de demoler su credibilidad en un programa «See it now» del 9 de marzo de 1954.

         Tal vez no sean los comunistas, aunque Kamala Harris fue acusada por algunos necios de serlo. Para Trump, animado por su racismo (y no cabe duda de ello), no se trata de los rojos, desbancados tras la disolución de la URSS en 1991, sino de inmigrantes… de inmigrantes hispanos, de inmigrantes de colores extraños, como diría Rubén Blades. Su cruzada ha llevado el macartismo a un nivel superior. Si bien las audiencias y juicios contra ciudadanos eran delirantes en tiempos del senador, hubo entonces, cuando menos, la pantomima de un proceso. En cambio, a los inmigrantes – legales e ilegales, como hemos visto – se les niega incluso ese derecho, el de un juicio, lo que supone una violación al derecho a la defensa.

         En su momento, McCarthy fue popular. Sin embargo, de la noche a la mañana, como lo señala un documento del senado estadounidense (https://www.senate.gov/about/powers-procedures/investigations/mccarthy-hearings/have-you-no-sense-of-decency.htm), su gloria se desvaneció. Murió tres años después, solo y frustrado (a broken man, reseña el texto original en inglés). El presidente Trump goza de popularidad. Por ahora. Ganó con un margen suficientemente cómodo (a diferencia de la primera vez, contra la senadora y ex primera dama Hilary Clinton, quien ganó en esa ocasión el voto popular). No obstante, su gestión, sin dudas, caótica, comienza a fastidiar. Sus políticas sobre inmigración y aranceles están teniendo un costo – económico y moral – importante para Estados Unidos. Por mucho que los supremacistas blancos deseen una «América para blancos protestantes» (aunque la primera dama Melania y la vocera de la Casa Blanca son católicas, así como el vicepresidente J.D. Vance), el porrazo en sus bolsillos bien puede recordarnos un viejo adagio: amor con hambre no dura.

         En un sinfín de reveces, el último, con su otrora «mejor amigo», el milmillonario Elon Musk, puede tener tanto peso como aquellas palabras que defenestraron la carrera política del senador McCarthy. Expuesta su crueldad e imprudencia, Welch asestó una estocada mortal a aquel toro embravecido. Murrow lo remató. Ante la delirante política del presidente Trump, que, no lo dudo, podría resultar dañina para el GOP, este vería con buenos ojos la destitución del presidente y tal vez escuche los chismes del dueño de Tesla. Su credibilidad como organización política – seguramente la más fuerte en Estados Unidos – importa más que seguir a un cruel e imprudente hombre, cuyos vicios saltan en la infinidad de juicios en su contra. Algunos sentenciados desfavorablemente para él.

         McCarthy pagó sus tropelías con el olvido, el ostracismo al que fue relegado por propios y extraños. Su cruzada es vista hoy como una cacería de brujas (como lo señaló, en efecto, Arthur Miller en su obra). No me sorprendería que, ante la delirante – y contraria a la ley – conducta del presidente Trump, termine destituido y con menos suerte que Richard Nixon (que gozó del indulto de su sucesor, el presidente Gerard Ford). Cuando menos, el protagonista del escándalo Watergate, ciertamente deshonesto, fue, no obstante, un buen mandatario y su política exterior, indudablemente exitosa. 

         Imagino que hoy, unos cuantos meses después de la toma de posesión, muchos estadounidenses, gente honesta y trabajadora que creyó las patrañas de un felón (no sería inédito en este viejo mundo que ya ha atestiguado muchas cosas), como la senadora por Florida y cofundadora de «Latinas for Trump», Ileana García, se sientan defraudados y en secreto, en esas tareas que hasta los reyes hacen solos, podrían pensar que Kamala Harris hubiese sido una mejor elección.  

jueves, 29 de mayo de 2025

 

Ayer fue ayer y mañana será mañana: lo importante es leer lo que leer se debe

Se yerra, se acierta, se sigue

 

Ayer, 25 de mayo, la ciudadanía habló (detesto el término pueblo por su deformación en boca de politiqueros). Según las autoridades electorales, participó el 42,66 % del padrón electoral (21,4 millones). Según otras fuentes, la votación no superó el 15 %. Eugenio Martínez ya ha señalado la inconsistencia de la cifra ofrecida por el CNE. Por lo visto en redes y medios, hubo muy poca participación ciudadana. La gente no acudió a las urnas.

     Tal vez sea pronto para adentrarse en análisis, pero, cabe decirlo, y, de ser necesario, repetirlo hasta el hartazgo, lo de ayer fue un acto de desobediencia civil. Si es beneficioso o no, aún es pronto para saberlo. 

Quizás, unos no estén de acuerdo, y no por ello, son sinvergüenzas, tarifados (aunque, no lo dudo, entre esta variopinta oposición se esconden traidores). Sin embargo, su discurso no caló en la gente. Es ese, el punto. Si van a culpar por lo ocurrido, pues señalen a quién deben: al pueblo (recurro al término, a pesar de lo dicho, porque uso su significado político y jurídico, es decir, el depositario de la soberanía nacional). Los ciudadanos eligieron abstenerse.

Si erraron o no, está por verse. No lo sabemos. No obstante, el liderazgo que ha defendido el voto sin más estrategias que ir a votar masivamente, debe leer bien lo ocurrido. Debe escuchar el regaño. El primer jalón de orejas lo tuvo en el 2023, cuando María Corina Machado, para unos, una mujer malcriada, radical y obstinada, recibió el apoyo del 93 % de quienes votaron en esas primarias (que, como muestra estadística es bastante significativa). Su llamado a participar en las elecciones del 28 de julio fue acatado, y sus acciones posteriores dejaron en la ciudadanía la sensación de que sabe lo que hace, de que tiene una estrategia y planes alternativos. Por eso, Rosales perdió el Zulia y a Henrique Capriles lo tildan de alacrán (tal vez injustamente).

No quiero acusar. Solo deseo significar que hoy por hoy, María Corina Machado sigue liderando, porque, pese a que su estrategia pudo no haber dado el resultado esperado (por ahora), demostró que no se conforma con participar en circos, que busca opciones efectivas. Los ciudadanos han visto, en cambio, que, salvo acudir eventos electorales como borregos al matadero, el liderazgo que ayer resultó derrotado dentro de la propia oposición no ha planteado jamás un plan alternativo. En el 2023 se lo cobraron. Quieran o no, esa es la lectura. Poco importa si a algunos le parece injusto.  

Entiendo que Machado pueda caerles mal a unos. Rómulo Betancourt no era precisamente Miss Simpatía. Tampoco lo era Rafael Caldera. Sin embargo, no podemos dudar de su liderazgo de su impronta. No se trata de pasiones viscerales, muchas de ellas, no lo dudo, fundadas en el origen familiar y social de la dirigente, sino de un liderazgo que sea faro, y no meros espejismos en el desierto, cuya única oferta es votar una y mil veces, esperando que, por alguna iluminación providencial, cambien las cosas. Lo siento, pero no veo menos mágico esa mirada del voto que un sahumerio de tabaco barato y escupitajos de ron.  

Mi exesposa decía que la gran tragedia de Venezuela era la falta de verdaderos líderes, como lo fueron tantos ayer, y a quienes debemos aquella democracia imperfecta pero perfectible. María Corina Machado se nos presenta como alguien capaz. Si es verdad o no, corresponderá a la historia decidirlo. Nosotros, los ciudadanos, por los momentos y dentro de lo que podemos, ayer decidimos a quién seguir y a quién no. 

viernes, 16 de mayo de 2025

 


     El otro lado de la razón

          Ayúdennos y ayúdense a construir puentes (primeras palabras de Su Santidad León XIV)

Unos y otros alegan argumentos. Unos buenos, otros mejores y desde luego, algunos deficientes, pero, en tanto son opiniones, no son verdaderos ni falsos. Unos llaman a votar, otros, a abstenerse. Para unos, la negociación es la ruta y para otros, otras vías. Coincido con Su Santidad León XIV, en todo caso, la paz debe ser el camino. La verdadera paz.  

     Esa tan anhelada paz no supone la imposición de un pensamiento por encima de otros. Implica la conciliación de ideas, de opiniones y de algo que normalmente omitimos, las experiencias propias de cada uno. Alguien dijo alguna vez – en esa ocasión para justificar falencias y procacidades - que los venezolanos no somos suizos, y, ya lo sabemos todos, no lo somos, como ellos, tampoco venezolanos. Esto, que parece tonto, obvio, encierra una verdad inobjetable: el mundo es, si se quiere, un crisol donde se funden culturas, ideas, creencias, puntos de vista, valores, tradiciones... El mundo tiene tantas verdades como habitantes.

     No me gustan los refranes, algo que copié de Saramago, pero bien puede decirse que, en efecto, cada cabeza es un mundo, o lo que describe mejor esa frase, el mundo se define como un sinfín de realidades, construidas sobre cada individuo y sus circunstancias particulares e inigualables. Lo que es verdad para un tibetano, budista creyente, que espera alcanzar el Nirvana luego de transitar incontables reencarnaciones para purgar sus karmas, no lo es para un estadounidense, seguramente un presbiteriano laxo, ciudadano de una nación primermundista que da por sentado muchas cosas que aquel tibetano, no. Cada uno, ensimismado en su propia visión parroquiana (aun cuando viva en París, Nueva York o Londres), no puede experimentar la cotidianidad del otro, sea un berlinés o un vecino de una aldea pastún en Afganistán.

     La política está llamada a tener esta verdad presente en cada decisión. No puede obviar las distintas realidades, que se mezclan y se entrelazan. Hoy, especialmente, cuando todo queda a la distancia de un clic.

     Por ello, si de verdad queremos construir una sociedad mejor, en Venezuela o Estados Unidos, o, con suerte, mucha suerte, en este mundo nuestro, debemos aceptar que la verdad del otro no es menos verdad que la nuestra. El diálogo, a veces utópico, urge, porque, queramos o no, desvanecidas las fronteras, las personas, sea una mujer marroquí o un joven japonés, una estadounidense y un venezolano, intercambian su cotidianidad diariamente en ese otro mundo, el que existe detrás del teclado. Unos ofrecen a otros sus valores, sus creencias, sus experiencias, sus vidas, e inevitablemente se acrisolan.

     Si deseamos una paz fuerte, permanente, tenemos que escuchar al otro más que a nosotros mismos. Ese eco sordo, estridente, ese ruido que crea nuestro ego no puede, ni debe, acallar la voz del otro, ni podemos ser tan arrogantes para despreciar la vida cosmopolita del neoyorquino o la rural de un pastor de cabras yemení. Cada uno tiene algo valioso que aportar. No caben dudas de ello. Desde la ruidosa sazón que enriqueció a la gastronomía estadounidense hasta los celulares que, en manos de monjas, retrataron al papa León XIV en su primera aparición en la plaza de San Pedro. Desde el rol de la mujer en la fe musulmana hasta las fiestas rocieras. Desde la mirada de un budista hasta la de un católico, o, por qué negarlo, de un ateo. Decía el ganador del premio Nobel Mario Vargas Llosa de este fenómeno, la globalización; que, lejos de imponer la cultura de una nación sobre otras, haría prevalecer las riquezas particulares de cada una. 

     Si queremos construir una Venezuela mejor, o, si somos más ambiciosos, un mundo más humano, el primer gran paso es ese, reconocer la verdad del prójimo. Aceptar sus diferencias, abrazarlas, y, como seres racionales que somos, en una gran mesa redonda - como la del rey Arturo, donde nadie preside y todos tienen voz – conciliar las hermosas diferencias que nos hacen únicos, sea que lo hagamos durante la cena familiar o en los comités para decidir las grandes políticas públicas.

jueves, 13 de marzo de 2025

 


     Esto no es Macondo

Votar y elegir pueden coincidir en un mismo acto, pero, sin lugar a equívocos, no son lo mismo.

En medio de voces, de argumentos, de pro y contras, de peleas innecesarias, de ofensas y divisiones peligrosas, aun nocivas, toca pues, hablar de derecho. En primer lugar, debe decirse, aunque sea una verdad de Perogrullo: los derechos no son entelequias, sino garantías reales que requieren de condiciones de hecho propicias para su ejercicio o, de ser el caso, su defensa.

     El sufragio, además de una institución destinada a la toma de decisiones colectivas (con sus serias deficiencias, y las tiene, sin dudas,), es, desde luego, un derecho ciudadano. Tal vez, uno de los más notorios, mas no de los más importantes en una Democracia (como lo es, el respeto por el Estado de derecho). Su ejercicio, expresado en el voto, urge de condiciones mínimas para ser efectivo. Si no, su esencia se pierde y queda reducido a un tinglado, como aquel de la antigua farsa.

     El derecho, como la posibilidad de exigir algo, aun por medios coactivos (judicialmente), no es una ficción capaz de existir fuera de su contexto ni de la realidad (esa que se manifiesta en hechos concretos, palpables). Por ello, si el derecho, cualquiera que sea este, no puede hacerse eficaz, queda pues, vaciado de contenido y, por lo tanto, no se tiene realmente.

     El derecho no puede deslindarse de su expresión real como lo es, en el caso del sufragio, el acatamiento de la decisión manifestada en las urnas.

     En todo caso, podrían tenerse presente otras condiciones, otro contexto, y servir el voto a fines distintos al que ontológicamente está destinado. Por un lado, legitimar – o lo que sería más preciso, darle visos de legitimidad – a un régimen autocrático, o, igualmente, como una estrategia para desnudarlo, pero ni en uno u otro cumple su función cardinal: dirimir las diferencias colectivas, permitirle a la ciudadanía decidir. En el último caso, como táctica en la lucha por el poder, se debe tener, obviamente, un plan ulterior. Sin este, el voto quedaría igualado a una suerte conjuro, de encantamiento capaz de alterar el statu quo. Se sabe, empero, tal cosa es, de hecho, propio del pensamiento mágico. La realidad no es Macondo, donde la magia lo explica todo.

     Ir, votar, y luego esperar que ocurra lo que bien sabemos no va a suceder, como ya se ha visto no una sino suficientes veces, es, de hecho, tan tonto como hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes (para algunos, definición de insania mental o, lo que creo yo, memez). No ocurrió en Sudáfrica ni en Chile, no sucedió tampoco en Polonia. Esos procesos fueron consecuencia de otras circunstancias fácticas que concedieron valor a los procesos electorales y que, por ello, justamente, los hicieron eficaces. Hubo elecciones poco competitivas, ciertamente, pero, a pesar de las trampas, del ventajismo, hubo reconocimiento del resultado, no por el sufragio en sí mismo, sino debido a causas más allá del mismo. No podemos imaginar que una epifanía va a resolver nuestra crisis. No obstante, puede que, como sospecho, haya en toda esta gradería de polichinelas, colombinas y arlequines, consideraciones de otra índole, ciertamente ajenas a la genuina aspiración de los electores.

     Claro, dejamos atrás lo que, en derecho, supone el sufragio, y nos adentramos en consideraciones de orden pragmático. Y, en ese ámbito, corresponde a los líderes ver qué hacen y qué ofrecen a los ciudadanos, y a estos, votantes, al fin de cuentas, decidir a quién seguir. Yo, en cambio, me limito a explicar lo que como abogado me atañe.