Arde la pradera
El triunfo de Donald J. Trump,
más que un desastre, que puede o no serlo, es una llamarada en la pradera que
nos llama a la necesaria reflexión.
Anaranjado, como un
orangután. Recubierto por ese bisoñé espantoso, ridículo. Bronceado, creo yo, a
juro, bajo lámparas y no por el estridente sol floridano, el otrora propietario
del Miss Universo, ese concurso necio que cosifica a la mujer, saludó a sus
electores, luego de anunciar, él mismo, su victoria en las elecciones del
pasado 5 de noviembre. Desde el presidente Groover Cleveland a fines del ochocientos,
ningún otro mandatario había sido reelecto de modo no consecutivo. Ganó, sí. No
significa ello, desde luego, que sea provechoso, sino que, por el contrario,
reseña graves fracturas de una sociedad que no comprende la contemporaneidad y
que, justamente por ello, se refugia en la espectacularidad circense voceada
por los autócratas.
Harris, una mujer mejor preparada política
y académicamente que el magnate neoyorquino, cuyo único mérito, parece ser el
de tener dinero, mucho dinero, ganó en las grandes ciudades, aun en esos
Estados adjudicados a Trump, pero prevaleció el voto rural y, tratándose de una
elección de segundo grado, obtuvo el otrora presidente ahora reelecto, el
número mágico. Al igual que en el 2016, desde la profundidad de los Estados
Unidos, donde la vida no se asemeja a la de sus compatriotas citadinos, emergió
un grito, una potente voz que desnuda miedos restañados. Animados pues, por sus
creencias, heredadas muchas de sus antepasados cuáqueros, lo que resulta común
y necesario para los citadinos, sobre todo los de las grandes urbes, como Nueva
York y Los Ángeles, no lo es para ellos.
En las últimas décadas, tres o, cuando
mucho, cuatro, límites que creíamos imbatibles acabaron siendo rebasados. Los
paradigmas que hasta recién explicaban la realidad ya no funcionan. Los
asideros a los cuales aferrarse, se quebraron. La gente, habituada al orden
existente hace menos de medio siglo, no encuentra razones para creer en el
modelo democrático, que, construido sobre diálogos y concesiones diarias, cotidianas,
en su mayoría discretos, apartados de las redes sociales, parece hoy, a tantos,
débil e ineficaz.
Lo es, en cierta medida. El liberalismo y
el capitalismo, en principio triunfadores de la diatriba ideológica del siglo
pasado, no logran resolver problemas graves, reales, concretos, que la sociedad
contemporánea experimenta. Las brechas no se han aminorado, y aunque apelemos a
eufemismos, crecen las diferencias de todo tipo entre el mundo desarrollado y el
que se va rezagando del desarrollo. Aun en sociedades primermundistas, como la
estadounidense, aumentan dramáticamente las diferencias entre las grandes ciudades
y las pequeñas, en su mayoría rurales, así como entre los más afortunados y
aquellos cuyo ingreso se les va de las manos, como el agua entre los dedos. Por
ello, de cara a unos modelos acusados de ser pusilánimes e inútiles, la vocería
estridente de los autócratas cala hondo, enamora a incautos.
La victoria de Trump es una amenaza, sí.
Sin embargo, es más una clara advertencia de lo que ocurre, del grave debilitamiento
de las democracias frente a los tiranos, los caudillos autoritarios, lo caudillos
gritones, que proclaman aquellas apetencias de tantos, aun cuando solo sean quimeras.
Ignoro si el control que, a través de la rendición del GOP a sus pies, ejerce
sobre el congreso, dominado por los republicanos, debilite y empobrezca
gravemente a las instituciones estadounidenses. No obstante, sí desnuda una
realidad de nuestros días: la decadencia de la democracia y el auge de las
autocracias, de los caudillos, de los jefes de montoneras, que, como
latinoamericano que soy, bien sé de su perversidad.