jueves, 7 de noviembre de 2024

 

  

Arde la pradera


 

El triunfo de Donald J. Trump, más que un desastre, que puede o no serlo, es una llamarada en la pradera que nos llama a la necesaria reflexión.

 

Anaranjado, como un orangután. Recubierto por ese bisoñé espantoso, ridículo. Bronceado, creo yo, a juro, bajo lámparas y no por el estridente sol floridano, el otrora propietario del Miss Universo, ese concurso necio que cosifica a la mujer, saludó a sus electores, luego de anunciar, él mismo, su victoria en las elecciones del pasado 5 de noviembre. Desde el presidente Groover Cleveland a fines del ochocientos, ningún otro mandatario había sido reelecto de modo no consecutivo. Ganó, sí. No significa ello, desde luego, que sea provechoso, sino que, por el contrario, reseña graves fracturas de una sociedad que no comprende la contemporaneidad y que, justamente por ello, se refugia en la espectacularidad circense voceada por los autócratas.

     Harris, una mujer mejor preparada política y académicamente que el magnate neoyorquino, cuyo único mérito, parece ser el de tener dinero, mucho dinero, ganó en las grandes ciudades, aun en esos Estados adjudicados a Trump, pero prevaleció el voto rural y, tratándose de una elección de segundo grado, obtuvo el otrora presidente ahora reelecto, el número mágico. Al igual que en el 2016, desde la profundidad de los Estados Unidos, donde la vida no se asemeja a la de sus compatriotas citadinos, emergió un grito, una potente voz que desnuda miedos restañados. Animados pues, por sus creencias, heredadas muchas de sus antepasados cuáqueros, lo que resulta común y necesario para los citadinos, sobre todo los de las grandes urbes, como Nueva York y Los Ángeles, no lo es para ellos.

     En las últimas décadas, tres o, cuando mucho, cuatro, límites que creíamos imbatibles acabaron siendo rebasados. Los paradigmas que hasta recién explicaban la realidad ya no funcionan. Los asideros a los cuales aferrarse, se quebraron. La gente, habituada al orden existente hace menos de medio siglo, no encuentra razones para creer en el modelo democrático, que, construido sobre diálogos y concesiones diarias, cotidianas, en su mayoría discretos, apartados de las redes sociales, parece hoy, a tantos, débil e ineficaz.

     Lo es, en cierta medida. El liberalismo y el capitalismo, en principio triunfadores de la diatriba ideológica del siglo pasado, no logran resolver problemas graves, reales, concretos, que la sociedad contemporánea experimenta. Las brechas no se han aminorado, y aunque apelemos a eufemismos, crecen las diferencias de todo tipo entre el mundo desarrollado y el que se va rezagando del desarrollo. Aun en sociedades primermundistas, como la estadounidense, aumentan dramáticamente las diferencias entre las grandes ciudades y las pequeñas, en su mayoría rurales, así como entre los más afortunados y aquellos cuyo ingreso se les va de las manos, como el agua entre los dedos. Por ello, de cara a unos modelos acusados de ser pusilánimes e inútiles, la vocería estridente de los autócratas cala hondo, enamora a incautos.

     La victoria de Trump es una amenaza, sí. Sin embargo, es más una clara advertencia de lo que ocurre, del grave debilitamiento de las democracias frente a los tiranos, los caudillos autoritarios, lo caudillos gritones, que proclaman aquellas apetencias de tantos, aun cuando solo sean quimeras. Ignoro si el control que, a través de la rendición del GOP a sus pies, ejerce sobre el congreso, dominado por los republicanos, debilite y empobrezca gravemente a las instituciones estadounidenses. No obstante, sí desnuda una realidad de nuestros días: la decadencia de la democracia y el auge de las autocracias, de los caudillos, de los jefes de montoneras, que, como latinoamericano que soy, bien sé de su perversidad.