miércoles, 18 de septiembre de 2024

 


Una mujer con cojones

 

Hablar de flores, esconder realidades y vender humo no es lo sensato ni tampoco, saludable.

Vestida sobriamente, con la sencillez de quien sabe qué ropas llevar, se enfrenta a una rueda de prensa. De buenas maneras, aunque no por ello, débil y pusilánime, la lideresa española Cayetana Álvarez de Toledo, sin tapujos ni melindres, acusó al gobierno de Pedro Sánchez de un pecado común en este, mi país: alterar la constitución con fines políticos.

     Venezuela ha sancionado veintitantas constituciones, la mayoría de ellas destinadas a preservarles el poder a los gobernantes, élites corrompidas, y unas pocas para instituir genuinas reformas. Entre tanto, la estadounidense se aprobó en 1787 y se sancionó en 1789. Si bien es cierto que cuenta con veintisiete enmiendas (una para derogar otra anterior), en esencia es la misma que concibieron los fundadores de la unión americana y su propósito no es otro que ir definiendo un proyecto político inédito hasta entonces, y que, sin dudas, constituye la base de la democracia contemporánea.

     La democracia no es espectacular. Es, si se quiere, aburrida y cotidiana. Sin embargo, no defrauda.

     Estados Unidos ciertamente no ha padecido dictaduras y jefaturas mesiánicas como sí Hispanoamérica y la propia península ibérica (con Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco, en Portugal y España respectivamente). El caudillismo en estas tierras, dadas a la magia y al mito, a la relación mágico-religiosa con el poder, ha sido y es fuente inequívoca de yerros, desviaciones y desgracias. Por ello, ese ímpetu pueril por adelantar revoluciones para refundar repúblicas, y ese constante fracaso, esa frustración inacabada.    

     El discurso común de los caudillos y jefes de montoneras era y es siempre el mismo, llamamientos a la destrucción de todo para reconstruir la nación. Por lo general han resultado trágicos desengaños, horrendas pesadillas y una recua de desgracias. Ese tirar todo al suelo y empezar de nuevo es, de hecho, un error muy común en los artistas que nunca terminan sus obras.

     La Constitución de 1999, a grandes rasgos y salvando la pésima técnica jurídica y su peor tratamiento del castellano, establece, a grandes rasgos, los mismos principios establecidos en la de 1961: la separación de poderes, un régimen democrático, presidencialista y una federación sui generis, sin dejar de lado el respeto por los derechos humanos y la limitación del poder frente al ciudadano. Sin embargo, Chávez, como todos los demagogos, atribuyó a la ley facultades mágicas, capaces de generar los cambios políticos, aunque para ello, no exista voluntad alguna. Sánchez parece seguir el ejemplo. Supongo que Trump, en su país, también.  

     Pedro Sánchez, como Hugo Chávez en Venezuela y Donald Trump en Estados Unidos, se vale de la posverdad para desinformar, cuyo objeto no es crear una nueva historia (como decir que Cleopatra VII de Egipto era negra), sino crear dudas de todo, de todos, como muy bien lo decía Hannah Arendt. Se sabe, los republicanos perdieron la guerra y luego del año ’39, se instituyó una dictadura feroz, desde luego, pero también estabilidad. Negarlo no solo sería mezquino, sino tonto. Sin embargo, Sánchez parece dispuesto a reescribir la historia y, con el desparpajo del necio, decir que Franco no ganó y que los 36 años de dictadura fueron una pesadilla y solo eso, y no una realidad.

     Trump, por su parte, acusa a su contendora en la campaña presidencial del próximo noviembre de ser comunista. Nada más lejos de la verdad y, a todas luces, una memez. Sin embargo, como muchos españoles, el discurso de Sánchez, y sus pavadas, se tragan los estadounidenses el discurso de Trump, falso tanto como demagogo. Esa es pues, la nueva política. Si antes se decía que los políticos eran embusteros, hoy podríamos decir que muchos de ellos son embaucadores y estafadores.

     La ética y la moral se adormecen ante la estupidez. Lo que es correcto importa mucho menos que aquello que lo parece (aunque en el fondo sea todo lo contrario, como suele suceder). Por ello, un liderazgo ebrio, ensimismado en su propio discurso, si bien no deshace la historia (lo cual es tan absurdo como un círculo cuadrado), sí la sumerge en una nebulosa de suposiciones, de falacias y por qué no decirlo, de mentiras. Sánchez parece jugar a que los rojos no perdieron la guerra como Jada Pinket-Smith, a que la reina Cleopatra VI era negra. Y lo peor, hay quienes compran esas sandeces, como otros que la Tierra es plana (¡por Dios!). Para ser eficaz en ese juego solo basta posicionarse en las redes sociales, y para ello, no hace falta mayor talento ni muchos menos, una formación académica robusta.

     Ese es nuestro mundo, desmoralizado, inmerso en una ética que no lo es, adornada con frases manidas, aparentemente bondadosas, pero que esconden algo corrupto, sucio, perverso. Putin sonríe y es Belcebú quien parece hacerlo. Trump frunce los labios, como si por boca tuviese un ano, y escupe un descarnado resentimiento, su bien arraigado miedo frente a una realidad que no comprende. Bukele grita y sus seguidores graznan como demonches, cegados por una falsa eficacia. Tiene razón pues, Álvarez de Toledo, en este mundo, la democracia retrocede frente a los autócratas. Y agrego yo, los pusilánimes y los que a cambio de un buen dinero silencian a los sensatos. Los apaciguadores, que no siempre obran con apego a lo que es realmente correcto, han modelado una ética extraña y una moral acomodaticia. Grave, muy grave, sin lugar a dudas.

     La democracia no es pues, una ramera a la que se echa a la calle luego de satisfacer atavismos. Es, acaso, como la madre, una mujer que nos ampara, pero que, de tiempo en tiempo, requiere que la cuidemos, que la resguardemos de los lobos.