jueves, 30 de mayo de 2024


 

     Vientos de cambio

     «Conozco bien los múltiples disfraces de la fortuna, hasta el punto de prodigar fingidamente sus blandas caricias a los mismos a quienes intenta engañar, para luego abandonarlos repentinamente, sumidos en una insoportable desolación» (Boecio, filósofo romano).

 

Según Vilfredo Pareto (ingeniero, sociólogo, economista y filósofo italiano), el 80 % del resultado procede del 20 % del esfuerzo. Esto se conoce como el principio de Pareto. Tiene infinidad de aplicaciones, pero me interesa su destino político. Se sabe, una minoría detenta la mayor riqueza y, consecuentemente, el poder (entendido como esa capacidad para obrar y generar resultados, sean buenos o malos). Mientras, la minoría se reparte la menor porción y, por ello, su participación en la toma de decisiones es menos influyente (su poder es mucho menor). Asumimos pues, que el esfuerzo de la mayoría no se traduce necesariamente en cambios, aun cuando esta la desee, en tanto la minoría no esté de acuerdo con los mismos. Eso ya lo hemos vivido.

     En Venezuela se perturbó el andamiaje del poder, o, dicho de otro modo, mutaron las correlaciones de fuerzas. Si ayer beneficiaban a la élite regente, hoy parecen favorecer a otros actores. Esto se traduce en una alteración del contexto, y, en principio, es esta la que puede – y así parece ser – reconfigurar la realidad. En otros textos aseguré que una elección sería provechosa si y solo si se lograba la alteración del statu quo, de modo que los factores decisores optaran por otros resultados, que, en el caso que nos atañe, no es otro que la derrota de la revolución y la anhelada transición. Al parecer, finalmente ocurre.

     Puede decirse entonces, que el sufragio es ahora una herramienta ventajosa porque su resultado real puede ser garantizado a pesar de la inexistencia de instituciones que lo garanticen. Los factores de poder, entre los cuales se cuentan otrora defensores del proceso revolucionario están contestes en la necesidad de transitar de una nación colapsada a un modelo más eficiente, capaz de reconstruir la institucionalidad democrática y de generar progreso sustentable. Por ello, prefieren apoyar otras opciones distintas a la desgastada élite revolucionaria. Antes, no lo era. Y, debe decirse, lo es hoy no porque la cabeza de la oposición sea María Corina Machado, sino porque la esperanza que ella representa suma voluntades, incluso en sectores que hasta recién la despreciaban y que, sin dudas, pesan en la creación de una realidad adversa al gobierno.

     Tenemos pues, por primera vez en mucho tiempo, una recomposición efectiva de las circunstancias sociopolíticas, de las relaciones entre los distintos grupos, así como de las facciones de poder. El voto puede ser la herramienta que en estos veintitantos años no pudo ser.

Cabe destacar la importancia de la defensa del voto antes, durante y después de las elecciones, como lo han venido haciendo algunos dirigentes y organizaciones no gubernamentales. Sin embargo, encaran ellos, los mandamases, una verdad al parecer inobjetable. Aun si la revolución hurta la voluntad de los ciudadanos, como lo hizo Pérez Jiménez en noviembre de 1957; sin pecar yo, de triunfalista e irreal optimismo, todo parece indicar que, invariablemente, el fin de la revolución es una decisión inapelable. Tal vez, como una excepción al principio de Pareto, necesaria para corroborarlo, sean las masas el fuego que en esa fragua que son las minorías, se forje la decisión y se concrete otra realidad.   

     Creo yo, que el gobierno está al tanto de su precariedad y que su derrota es solo cuestión de tiempo, sea que lo reconozca en julio próximo o se vea forzado a ello después. Esta es la causa no solo de sus pasmosos desaciertos, sino también de la ferocidad de algunos de sus militantes más tenaces. Ya no encaran una oposición fragmentada y torpe, como en otros años, sino, a un fenómeno político (no electoral), que ha revuelto todos los cimientos del gobierno bolivariano. Lo he dicho antes y lo repito, al tanto está la jefatura revolucionaria de la potencia de este tipo de fenómenos. He ahí la génesis de su enorme temor.

     Las élites, más allá de los mandamases, entendieron que resulta más barato pues, la transición que la conservación del statu quo. En el pasado, vaya uno a saber por qué (aunque lo intuimos), esa minoría decisora se mantenía si no fiel al orden revolucionario, al menos, sí apática y permisiva (aunque todavía hoy, algunos siguen pensando que una posición pasiva es mejor). En cambio, visto el desarrollo de la campaña electoral en ciernes, impulsada por un portento que arrastra voluntades como lodo y barro, un deslave; opta por sintonizarse no con las masas, sino con esa voluntad de cambio que ya luce irrevocable tanto como urgente.

     Al parecer, a la revolución perdió el afecto de los dioses y hoy la rueda de la fortuna no parecer favorecerla con sus mimos.