Vientos de cambio
«Conozco bien los múltiples disfraces de la fortuna, hasta el
punto de prodigar fingidamente sus blandas caricias a los mismos a quienes
intenta engañar, para luego abandonarlos repentinamente, sumidos en una
insoportable desolación» (Boecio, filósofo romano).
Según
Vilfredo Pareto (ingeniero, sociólogo, economista y filósofo italiano), el 80 %
del resultado procede del 20 % del esfuerzo. Esto se conoce como el principio
de Pareto. Tiene infinidad de aplicaciones, pero me interesa su destino político.
Se sabe, una minoría detenta la mayor riqueza y, consecuentemente, el poder
(entendido como esa capacidad para obrar y generar resultados, sean buenos o
malos). Mientras, la minoría se reparte la menor porción y, por ello, su
participación en la toma de decisiones es menos influyente (su poder es mucho
menor). Asumimos pues, que el esfuerzo de la mayoría no se traduce
necesariamente en cambios, aun cuando esta la desee, en tanto la minoría no
esté de acuerdo con los mismos. Eso ya lo hemos vivido.
En Venezuela se perturbó el andamiaje del poder, o, dicho de
otro modo, mutaron las correlaciones de fuerzas. Si ayer beneficiaban a la
élite regente, hoy parecen favorecer a otros actores. Esto se traduce en una
alteración del contexto, y, en principio, es esta la que puede – y así parece
ser – reconfigurar la realidad. En otros textos aseguré que una elección sería provechosa si y solo si se lograba la
alteración del statu quo, de modo que los factores decisores optaran por
otros resultados, que, en el caso que nos atañe, no es otro que la derrota de
la revolución y la anhelada transición. Al parecer, finalmente ocurre.
Puede decirse entonces, que el sufragio es ahora una herramienta
ventajosa porque su resultado real puede ser garantizado a pesar de la
inexistencia de instituciones que lo garanticen. Los factores de poder, entre
los cuales se cuentan otrora defensores del proceso revolucionario están
contestes en la necesidad de transitar de una nación colapsada a un modelo más
eficiente, capaz de reconstruir la institucionalidad democrática y de generar
progreso sustentable. Por ello, prefieren apoyar otras opciones distintas a la desgastada
élite revolucionaria. Antes, no lo era. Y, debe decirse, lo es hoy no porque la
cabeza de la oposición sea María Corina Machado, sino porque la esperanza que
ella representa suma voluntades, incluso en sectores que hasta recién la
despreciaban y que, sin dudas, pesan en la creación de una realidad adversa al
gobierno.
Tenemos pues, por primera vez en mucho tiempo, una recomposición
efectiva de las circunstancias sociopolíticas, de las relaciones entre los
distintos grupos, así como de las facciones de poder. El voto puede ser la
herramienta que en estos veintitantos años no pudo ser.
Cabe destacar
la importancia de la defensa del voto antes, durante y después de las
elecciones, como lo han venido haciendo algunos dirigentes y organizaciones no
gubernamentales. Sin embargo, encaran ellos, los mandamases, una verdad al
parecer inobjetable. Aun si la revolución hurta la voluntad de los ciudadanos,
como lo hizo Pérez Jiménez en noviembre de 1957; sin pecar yo, de triunfalista
e irreal optimismo, todo parece indicar que, invariablemente, el fin de la
revolución es una decisión inapelable. Tal vez, como una excepción al principio
de Pareto, necesaria para corroborarlo, sean las masas el fuego que en esa
fragua que son las minorías, se forje la decisión y se concrete otra realidad.
Creo yo, que el gobierno está al tanto de su precariedad y que
su derrota es solo cuestión de tiempo, sea que lo reconozca en julio próximo o
se vea forzado a ello después. Esta es la causa no solo de sus pasmosos
desaciertos, sino también de la ferocidad de algunos de sus militantes más
tenaces. Ya no encaran una oposición fragmentada y torpe, como en otros años,
sino, a un fenómeno político (no electoral), que ha revuelto todos los
cimientos del gobierno bolivariano. Lo he dicho antes y lo repito, al tanto
está la jefatura revolucionaria de la potencia de este tipo de fenómenos. He
ahí la génesis de su enorme temor.
Las élites, más allá de los mandamases, entendieron que resulta
más barato pues, la transición que la conservación del statu quo. En el pasado,
vaya uno a saber por qué (aunque lo intuimos), esa minoría decisora se mantenía
si no fiel al orden revolucionario, al menos, sí apática y permisiva (aunque
todavía hoy, algunos siguen pensando que una posición pasiva es mejor). En cambio,
visto el desarrollo de la campaña electoral en ciernes, impulsada por un
portento que arrastra voluntades como lodo y barro, un deslave; opta por
sintonizarse no con las masas, sino con esa voluntad de cambio que ya luce
irrevocable tanto como urgente.
Al parecer, a la revolución perdió el afecto de los dioses y hoy
la rueda de la fortuna no parecer favorecerla con sus mimos.