Adentrándonos
en aguas agitadas
Se podrá decir de alguien
cualquier eufemismo que justifique sus errores y vicios, pero sus actos siempre
se explican por sí solos.
Quizás, no hemos abordado
la crisis debidamente, y, como los cometas errantes alrededor de los planetas, solo
orbitamos en torno a la crisis. No deseo empero, descalificar otras opiniones,
en tanto que, aunque mejor fundamentadas unas que otras, son solo eso, y, por
lo tanto, tonto sería tenerlas como verdades, y por ello, me atengo, dentro de
lo posible, al análisis de los hechos.
Sabemos bien que la esencia del gobierno
revolucionario (epíteto endilgado por sus más altos jerarcas) es un tema
controvertido. No voy a incluir a quienes abiertamente abrazan la causa. Me
limito a quienes, dentro de los diversos grupos opositores, creen que es tan
solo una gestión deficiente, acaso envilecida por una depredación escandalosa
de los dineros públicos, y quienes, tildados por ello de radicales, lo
consideran una dictadura e incluso, una con vocación totalitaria.
Viene al caso pues, zanjar esta incógnita.
Sé que para muchos pensarán que se reduce a meras opiniones, y que, por ende, apegado
a planteamientos lógicos, carece de solución. Sin embargo, si leemos el
enunciado de la Declaración de Independencia estadounidense, veremos que sí es
posible calificar un régimen político objetivamente, y que de esa valoración
depende su legitimidad y el derecho ancestral a desconocer su autoridad (razón
que justifica de iure la independencia de los pueblos americanos). Si nos
hacemos pues, las preguntas pertinentes, entonces podremos resolver esta
interrogante.
Las crisis políticas son como los tonos
grises, que varían entre el blanco y el negro. Si bien unas se originan en la
gestión negligente o errada del Estado, pero que en modo alguno representan una
amenaza para la alternabilidad democrática (prevista en la constitución como
uno de los elementos definitorios del gobierno), otras tienen su origen en la
voluntad autocrática de los jefes, que con maniobras ilegítimas no solo
cercenan la posibilidad de alternar al gobierno, sino que concentran el poder político
(uno de los atributos del Estado) en una persona o grupo.
En el primer caso, aun
cuando la popularidad del mandatario decaiga estrepitosamente, no perderá su
legitimidad y en todo caso el propio sistema ofrece mecanismos razonablemente
eficaces para generar cambiar a los gobernantes. En el segundo, la actividad
del gobierno se orienta esencialmente a la preservación del poder, sin importar
si sus actos son ilegales y aun criminales, y, por ello, no solo pierden la
legitimidad que eventualmente pudieron tener por su origen democrático, sino que
la gestión gubernamental y la respuesta del Estado a las exigencias ciudadanas
pierde interés, con el resultante colapso de las funciones propias del Estado y
del gobierno.
En uno y otro caso, el
tratamiento no puede ser el mismo, ni las estrategias para resolver la crisis,
las mismas.
Antes de continuar, viene
al caso aclarar que el derecho es una ciencia y por ello, está subordinada al
método científico. Tiene reglas y formas, tiene principios bajo los cuales se
interpreta el Estado de derecho. No basta pues, que un organismo, aun si se
trata de uno de los tres poderes públicos convencionales, en nuestro caso, la
cabeza del Poder Judicial (el TSJ), emita dictámenes y decrete medidas, sino
que, como órgano técnico, está subordinado a la juridicidad y, desde luego, al
Estado de derecho. Podemos decir por ello, que el respeto por ambos concede la legitimidad
indispensable al gobierno para ejercer la autoridad.
Viene entonces al caso
hacerse preguntas cardinales, cuyas respuestas deben ceñirse a las
circunstancias, y, en modo alguno, a las opiniones. Distinto del periodo comprendido
entre enero de 1958 y febrero de 1999, con sus faltas, el Estado de derecho se
respetaba dentro de márgenes razonables, hoy por hoy, cualquier examen jurídico
de la actividad gubernamental de los últimos veintitantos años desnudaría la violación
sistemática del Estado de derecho, de la ley y de las mínimas normas de
convivencia democrática.
¿No existe un juicio ante
la Corte Penal Internacional por la perpetración de delitos de lesa humanidad?
¿No se suman los informes de variadas comisiones multinacionales sobre violaciones
sistemáticas de los derechos humanos? ¿No se ha cuestionado gravemente en los
foros internacionales competentes la independencia de los distintos Órganos del
Poder Público? ¿No han migrado, por variadas razones, millones de venezolanos,
aun por caminos inadecuados? ¿No se han violado normas procesales penales en
los juicios contra los presos políticos, y no se cuentan alrededor de 300 personas
acusadas de sedición y traición a la patria sin que medien un mínimo de
evidencias para procesarlos? Son más, y estas, solo unas cuantas preguntas. No
puede responderlas el gobierno con un repugnante positivismo, semejante al que
permitió las Leyes de Núremberg.
Para unos, entre ellos
medio centenar de gobiernos verdaderamente democráticos (cuya definición como
tales tampoco procede del capricho de los intérpretes), las respuestas a esas
preguntas, basándose en los hechos, deben responderse afirmativamente, y, por
ello, el régimen revolucionario perdió su legitimidad de origen. A la luz del
derecho contemporáneo, el gobierno venezolano ha violado sistemáticamente
tratados internacionales suscritos por la República sobre Derechos Humanos y
principios democráticos (Carta de San Francisco, Carta de Bogotá y un largo
etcétera que incluye el Estatuto de Roma), y que por ello se tiene como ley
aplicable en Venezuela.
No podemos concluir sin
hacer mención al colapso causado por políticas erráticas, el dogmatismo, la
política internacional del compadrazgo y, desde luego, el descarado y ciclópeo
latrocinio, acaso comprable con el que manchó al régimen liberal amarillo
durante la segundad mitad del Siglo XIX.
Entiendo que los altos
funcionarios del gobierno defiendan su legitimidad y su derecho a ejercer la
autoridad. Sin embargo, no podemos los venezolanos, ignorar estas
interrogantes, estas consideraciones de hecho, que, en todo caso, justifican y
legitiman el allanamiento de una solución cuanto antes sea posible, porque, y
he aquí un hito determinante en este asunto, la alternancia no solo peligra
realmente, sino que, en lo que parece ser una estrategia para hegemonizar el
poder, el gobierno aspira eliminarla de facto, aunque de iure exista (apenas como
una probabilidad ciertamente remota).
No creo que el atajo del
golpe de Estado sea pertinente, como sí lo creyó en su oportunidad el
expresidente Chávez. Por lo contrario, me opongo al mismo, porque más que una
solución a la crisis, es un salto al vacío, que por lo general acaba en órdenes
mucho peores. Sin embargo, a diferencia de tantos, no solo considero al voto tan
solo como una herramienta para dirimir diferencias colectivas, sino que además
la tengo como una bastante deficiente (aunque la mejor de cuantas hay, o, para
hacer uso del sarcasmo de Winston Churchill, la menos mala). Creo pues, que el
sufragio, y no el voto, es una institución eficaz dentro de un contexto
jurídico-político favorable.
Hoy, emerge un fenómeno político
potente, poderoso, que, como no ocurría en años, despierta la esperanza y,
dadas sus características particulares, propicia el reacomodo de fuerzas, la
alteración del statu quo, y, por ende, las circunstancias políticas para que,
distinto de otras ocasiones, el sufragio cumpla su cometido, si se hace, por
supuesto, el trabajo necesario, que es ciertamente azaroso, pero hoy mucho más
factible que antes.