martes, 10 de junio de 2025



         


El crisol de Trump: De McCarthy al magnate neoyorquino

Del amor al odio hay solo un paso…

En la década de los 50’s, auge del boom estadounidense, el senador Joseph McCarthy lideró una cruzada anticomunista. Ejerció su cargo en el Congreso desde 1947 hasta 1957. El autor Arthur Miller escribió su obra «The crucible» (traducida como «Las brujas de Salem») en esos años (el estreno de la obra tuvo lugar el 22 de enero de 1953). En ella, el dramaturgo hace referencia a los juicios por brujería en Salem en 1692, en principio, pero es una clara alegoría del macartismo.

         En 1954, el abogado Joseph Welch asestó unas duras palabras durante las audiencias Ejército-McCarthy que defenestraron la carrera del senador. Censurado por sus propios colegas y abandonado por el partido Republicano, murió poco tiempo después. El periodista Edward Murrow terminó de demoler su credibilidad en un programa «See it now» del 9 de marzo de 1954.

         Tal vez no sean los comunistas, aunque Kamala Harris fue acusada por algunos necios de serlo. Para Trump, animado por su racismo (y no cabe duda de ello), no se trata de los rojos, desbancados tras la disolución de la URSS en 1991, sino de inmigrantes… de inmigrantes hispanos, de inmigrantes de colores extraños, como diría Rubén Blades. Su cruzada ha llevado el macartismo a un nivel superior. Si bien las audiencias y juicios contra ciudadanos eran delirantes en tiempos del senador, hubo entonces, cuando menos, la pantomima de un proceso. En cambio, a los inmigrantes – legales e ilegales, como hemos visto – se les niega incluso ese derecho, el de un juicio, lo que supone una violación al derecho a la defensa.

         En su momento, McCarthy fue popular. Sin embargo, de la noche a la mañana, como lo señala un documento del senado estadounidense (https://www.senate.gov/about/powers-procedures/investigations/mccarthy-hearings/have-you-no-sense-of-decency.htm), su gloria se desvaneció. Murió tres años después, solo y frustrado (a broken man, reseña el texto original en inglés). El presidente Trump goza de popularidad. Por ahora. Ganó con un margen suficientemente cómodo (a diferencia de la primera vez, contra la senadora y ex primera dama Hilary Clinton, quien ganó en esa ocasión el voto popular). No obstante, su gestión, sin dudas, caótica, comienza a fastidiar. Sus políticas sobre inmigración y aranceles están teniendo un costo – económico y moral – importante para Estados Unidos. Por mucho que los supremacistas blancos deseen una «América para blancos protestantes» (aunque la primera dama Melania y la vocera de la Casa Blanca son católicas, así como el vicepresidente J.D. Vance), el porrazo en sus bolsillos bien puede recordarnos un viejo adagio: amor con hambre no dura.

         En un sinfín de reveces, el último, con su otrora «mejor amigo», el milmillonario Elon Musk, puede tener tanto peso como aquellas palabras que defenestraron la carrera política del senador McCarthy. Expuesta su crueldad e imprudencia, Welch asestó una estocada mortal a aquel toro embravecido. Murrow lo remató. Ante la delirante política del presidente Trump, que, no lo dudo, podría resultar dañina para el GOP, este vería con buenos ojos la destitución del presidente y tal vez escuche los chismes del dueño de Tesla. Su credibilidad como organización política – seguramente la más fuerte en Estados Unidos – importa más que seguir a un cruel e imprudente hombre, cuyos vicios saltan en la infinidad de juicios en su contra. Algunos sentenciados desfavorablemente para él.

         McCarthy pagó sus tropelías con el olvido, el ostracismo al que fue relegado por propios y extraños. Su cruzada es vista hoy como una cacería de brujas (como lo señaló, en efecto, Arthur Miller en su obra). No me sorprendería que, ante la delirante – y contraria a la ley – conducta del presidente Trump, termine destituido y con menos suerte que Richard Nixon (que gozó del indulto de su sucesor, el presidente Gerard Ford). Cuando menos, el protagonista del escándalo Watergate, ciertamente deshonesto, fue, no obstante, un buen mandatario y su política exterior, indudablemente exitosa. 

         Imagino que hoy, unos cuantos meses después de la toma de posesión, muchos estadounidenses, gente honesta y trabajadora que creyó las patrañas de un felón (no sería inédito en este viejo mundo que ya ha atestiguado muchas cosas), como la senadora por Florida y cofundadora de «Latinas for Trump», Ileana García, se sientan defraudados y en secreto, en esas tareas que hasta los reyes hacen solos, podrían pensar que Kamala Harris hubiese sido una mejor elección.  

jueves, 29 de mayo de 2025

 

Ayer fue ayer y mañana será mañana: lo importante es leer lo que leer se debe

Se yerra, se acierta, se sigue

 

Ayer, 25 de mayo, la ciudadanía habló (detesto el término pueblo por su deformación en boca de politiqueros). Según las autoridades electorales, participó el 42,66 % del padrón electoral (21,4 millones). Según otras fuentes, la votación no superó el 15 %. Eugenio Martínez ya ha señalado la inconsistencia de la cifra ofrecida por el CNE. Por lo visto en redes y medios, hubo muy poca participación ciudadana. La gente no acudió a las urnas.

     Tal vez sea pronto para adentrarse en análisis, pero, cabe decirlo, y, de ser necesario, repetirlo hasta el hartazgo, lo de ayer fue un acto de desobediencia civil. Si es beneficioso o no, aún es pronto para saberlo. 

Quizás, unos no estén de acuerdo, y no por ello, son sinvergüenzas, tarifados (aunque, no lo dudo, entre esta variopinta oposición se esconden traidores). Sin embargo, su discurso no caló en la gente. Es ese, el punto. Si van a culpar por lo ocurrido, pues señalen a quién deben: al pueblo (recurro al término, a pesar de lo dicho, porque uso su significado político y jurídico, es decir, el depositario de la soberanía nacional). Los ciudadanos eligieron abstenerse.

Si erraron o no, está por verse. No lo sabemos. No obstante, el liderazgo que ha defendido el voto sin más estrategias que ir a votar masivamente, debe leer bien lo ocurrido. Debe escuchar el regaño. El primer jalón de orejas lo tuvo en el 2023, cuando María Corina Machado, para unos, una mujer malcriada, radical y obstinada, recibió el apoyo del 93 % de quienes votaron en esas primarias (que, como muestra estadística es bastante significativa). Su llamado a participar en las elecciones del 28 de julio fue acatado, y sus acciones posteriores dejaron en la ciudadanía la sensación de que sabe lo que hace, de que tiene una estrategia y planes alternativos. Por eso, Rosales perdió el Zulia y a Henrique Capriles lo tildan de alacrán (tal vez injustamente).

No quiero acusar. Solo deseo significar que hoy por hoy, María Corina Machado sigue liderando, porque, pese a que su estrategia pudo no haber dado el resultado esperado (por ahora), demostró que no se conforma con participar en circos, que busca opciones efectivas. Los ciudadanos han visto, en cambio, que, salvo acudir eventos electorales como borregos al matadero, el liderazgo que ayer resultó derrotado dentro de la propia oposición no ha planteado jamás un plan alternativo. En el 2023 se lo cobraron. Quieran o no, esa es la lectura. Poco importa si a algunos le parece injusto.  

Entiendo que Machado pueda caerles mal a unos. Rómulo Betancourt no era precisamente Miss Simpatía. Tampoco lo era Rafael Caldera. Sin embargo, no podemos dudar de su liderazgo de su impronta. No se trata de pasiones viscerales, muchas de ellas, no lo dudo, fundadas en el origen familiar y social de la dirigente, sino de un liderazgo que sea faro, y no meros espejismos en el desierto, cuya única oferta es votar una y mil veces, esperando que, por alguna iluminación providencial, cambien las cosas. Lo siento, pero no veo menos mágico esa mirada del voto que un sahumerio de tabaco barato y escupitajos de ron.  

Mi exesposa decía que la gran tragedia de Venezuela era la falta de verdaderos líderes, como lo fueron tantos ayer, y a quienes debemos aquella democracia imperfecta pero perfectible. María Corina Machado se nos presenta como alguien capaz. Si es verdad o no, corresponderá a la historia decidirlo. Nosotros, los ciudadanos, por los momentos y dentro de lo que podemos, ayer decidimos a quién seguir y a quién no. 

viernes, 16 de mayo de 2025

 


     El otro lado de la razón

          Ayúdennos y ayúdense a construir puentes (primeras palabras de Su Santidad León XIV)

Unos y otros alegan argumentos. Unos buenos, otros mejores y desde luego, algunos deficientes, pero, en tanto son opiniones, no son verdaderos ni falsos. Unos llaman a votar, otros, a abstenerse. Para unos, la negociación es la ruta y para otros, otras vías. Coincido con Su Santidad León XIV, en todo caso, la paz debe ser el camino. La verdadera paz.  

     Esa tan anhelada paz no supone la imposición de un pensamiento por encima de otros. Implica la conciliación de ideas, de opiniones y de algo que normalmente omitimos, las experiencias propias de cada uno. Alguien dijo alguna vez – en esa ocasión para justificar falencias y procacidades - que los venezolanos no somos suizos, y, ya lo sabemos todos, no lo somos, como ellos, tampoco venezolanos. Esto, que parece tonto, obvio, encierra una verdad inobjetable: el mundo es, si se quiere, un crisol donde se funden culturas, ideas, creencias, puntos de vista, valores, tradiciones... El mundo tiene tantas verdades como habitantes.

     No me gustan los refranes, algo que copié de Saramago, pero bien puede decirse que, en efecto, cada cabeza es un mundo, o lo que describe mejor esa frase, el mundo se define como un sinfín de realidades, construidas sobre cada individuo y sus circunstancias particulares e inigualables. Lo que es verdad para un tibetano, budista creyente, que espera alcanzar el Nirvana luego de transitar incontables reencarnaciones para purgar sus karmas, no lo es para un estadounidense, seguramente un presbiteriano laxo, ciudadano de una nación primermundista que da por sentado muchas cosas que aquel tibetano, no. Cada uno, ensimismado en su propia visión parroquiana (aun cuando viva en París, Nueva York o Londres), no puede experimentar la cotidianidad del otro, sea un berlinés o un vecino de una aldea pastún en Afganistán.

     La política está llamada a tener esta verdad presente en cada decisión. No puede obviar las distintas realidades, que se mezclan y se entrelazan. Hoy, especialmente, cuando todo queda a la distancia de un clic.

     Por ello, si de verdad queremos construir una sociedad mejor, en Venezuela o Estados Unidos, o, con suerte, mucha suerte, en este mundo nuestro, debemos aceptar que la verdad del otro no es menos verdad que la nuestra. El diálogo, a veces utópico, urge, porque, queramos o no, desvanecidas las fronteras, las personas, sea una mujer marroquí o un joven japonés, una estadounidense y un venezolano, intercambian su cotidianidad diariamente en ese otro mundo, el que existe detrás del teclado. Unos ofrecen a otros sus valores, sus creencias, sus experiencias, sus vidas, e inevitablemente se acrisolan.

     Si deseamos una paz fuerte, permanente, tenemos que escuchar al otro más que a nosotros mismos. Ese eco sordo, estridente, ese ruido que crea nuestro ego no puede, ni debe, acallar la voz del otro, ni podemos ser tan arrogantes para despreciar la vida cosmopolita del neoyorquino o la rural de un pastor de cabras yemení. Cada uno tiene algo valioso que aportar. No caben dudas de ello. Desde la ruidosa sazón que enriqueció a la gastronomía estadounidense hasta los celulares que, en manos de monjas, retrataron al papa León XIV en su primera aparición en la plaza de San Pedro. Desde el rol de la mujer en la fe musulmana hasta las fiestas rocieras. Desde la mirada de un budista hasta la de un católico, o, por qué negarlo, de un ateo. Decía el ganador del premio Nobel Mario Vargas Llosa de este fenómeno, la globalización; que, lejos de imponer la cultura de una nación sobre otras, haría prevalecer las riquezas particulares de cada una. 

     Si queremos construir una Venezuela mejor, o, si somos más ambiciosos, un mundo más humano, el primer gran paso es ese, reconocer la verdad del prójimo. Aceptar sus diferencias, abrazarlas, y, como seres racionales que somos, en una gran mesa redonda - como la del rey Arturo, donde nadie preside y todos tienen voz – conciliar las hermosas diferencias que nos hacen únicos, sea que lo hagamos durante la cena familiar o en los comités para decidir las grandes políticas públicas.

jueves, 13 de marzo de 2025

 


     Esto no es Macondo

Votar y elegir pueden coincidir en un mismo acto, pero, sin lugar a equívocos, no son lo mismo.

En medio de voces, de argumentos, de pro y contras, de peleas innecesarias, de ofensas y divisiones peligrosas, aun nocivas, toca pues, hablar de derecho. En primer lugar, debe decirse, aunque sea una verdad de Perogrullo: los derechos no son entelequias, sino garantías reales que requieren de condiciones de hecho propicias para su ejercicio o, de ser el caso, su defensa.

     El sufragio, además de una institución destinada a la toma de decisiones colectivas (con sus serias deficiencias, y las tiene, sin dudas,), es, desde luego, un derecho ciudadano. Tal vez, uno de los más notorios, mas no de los más importantes en una Democracia (como lo es, el respeto por el Estado de derecho). Su ejercicio, expresado en el voto, urge de condiciones mínimas para ser efectivo. Si no, su esencia se pierde y queda reducido a un tinglado, como aquel de la antigua farsa.

     El derecho, como la posibilidad de exigir algo, aun por medios coactivos (judicialmente), no es una ficción capaz de existir fuera de su contexto ni de la realidad (esa que se manifiesta en hechos concretos, palpables). Por ello, si el derecho, cualquiera que sea este, no puede hacerse eficaz, queda pues, vaciado de contenido y, por lo tanto, no se tiene realmente.

     El derecho no puede deslindarse de su expresión real como lo es, en el caso del sufragio, el acatamiento de la decisión manifestada en las urnas.

     En todo caso, podrían tenerse presente otras condiciones, otro contexto, y servir el voto a fines distintos al que ontológicamente está destinado. Por un lado, legitimar – o lo que sería más preciso, darle visos de legitimidad – a un régimen autocrático, o, igualmente, como una estrategia para desnudarlo, pero ni en uno u otro cumple su función cardinal: dirimir las diferencias colectivas, permitirle a la ciudadanía decidir. En el último caso, como táctica en la lucha por el poder, se debe tener, obviamente, un plan ulterior. Sin este, el voto quedaría igualado a una suerte conjuro, de encantamiento capaz de alterar el statu quo. Se sabe, empero, tal cosa es, de hecho, propio del pensamiento mágico. La realidad no es Macondo, donde la magia lo explica todo.

     Ir, votar, y luego esperar que ocurra lo que bien sabemos no va a suceder, como ya se ha visto no una sino suficientes veces, es, de hecho, tan tonto como hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes (para algunos, definición de insania mental o, lo que creo yo, memez). No ocurrió en Sudáfrica ni en Chile, no sucedió tampoco en Polonia. Esos procesos fueron consecuencia de otras circunstancias fácticas que concedieron valor a los procesos electorales y que, por ello, justamente, los hicieron eficaces. Hubo elecciones poco competitivas, ciertamente, pero, a pesar de las trampas, del ventajismo, hubo reconocimiento del resultado, no por el sufragio en sí mismo, sino debido a causas más allá del mismo. No podemos imaginar que una epifanía va a resolver nuestra crisis. No obstante, puede que, como sospecho, haya en toda esta gradería de polichinelas, colombinas y arlequines, consideraciones de otra índole, ciertamente ajenas a la genuina aspiración de los electores.

     Claro, dejamos atrás lo que, en derecho, supone el sufragio, y nos adentramos en consideraciones de orden pragmático. Y, en ese ámbito, corresponde a los líderes ver qué hacen y qué ofrecen a los ciudadanos, y a estos, votantes, al fin de cuentas, decidir a quién seguir. Yo, en cambio, me limito a explicar lo que como abogado me atañe.

jueves, 7 de noviembre de 2024

 

  

Arde la pradera


 

El triunfo de Donald J. Trump, más que un desastre, que puede o no serlo, es una llamarada en la pradera que nos llama a la necesaria reflexión.

 

Anaranjado, como un orangután. Recubierto por ese bisoñé espantoso, ridículo. Bronceado, creo yo, a juro, bajo lámparas y no por el estridente sol floridano, el otrora propietario del Miss Universo, ese concurso necio que cosifica a la mujer, saludó a sus electores, luego de anunciar, él mismo, su victoria en las elecciones del pasado 5 de noviembre. Desde el presidente Groover Cleveland a fines del ochocientos, ningún otro mandatario había sido reelecto de modo no consecutivo. Ganó, sí. No significa ello, desde luego, que sea provechoso, sino que, por el contrario, reseña graves fracturas de una sociedad que no comprende la contemporaneidad y que, justamente por ello, se refugia en la espectacularidad circense voceada por los autócratas.

     Harris, una mujer mejor preparada política y académicamente que el magnate neoyorquino, cuyo único mérito, parece ser el de tener dinero, mucho dinero, ganó en las grandes ciudades, aun en esos Estados adjudicados a Trump, pero prevaleció el voto rural y, tratándose de una elección de segundo grado, obtuvo el otrora presidente ahora reelecto, el número mágico. Al igual que en el 2016, desde la profundidad de los Estados Unidos, donde la vida no se asemeja a la de sus compatriotas citadinos, emergió un grito, una potente voz que desnuda miedos restañados. Animados pues, por sus creencias, heredadas muchas de sus antepasados cuáqueros, lo que resulta común y necesario para los citadinos, sobre todo los de las grandes urbes, como Nueva York y Los Ángeles, no lo es para ellos.

     En las últimas décadas, tres o, cuando mucho, cuatro, límites que creíamos imbatibles acabaron siendo rebasados. Los paradigmas que hasta recién explicaban la realidad ya no funcionan. Los asideros a los cuales aferrarse, se quebraron. La gente, habituada al orden existente hace menos de medio siglo, no encuentra razones para creer en el modelo democrático, que, construido sobre diálogos y concesiones diarias, cotidianas, en su mayoría discretos, apartados de las redes sociales, parece hoy, a tantos, débil e ineficaz.

     Lo es, en cierta medida. El liberalismo y el capitalismo, en principio triunfadores de la diatriba ideológica del siglo pasado, no logran resolver problemas graves, reales, concretos, que la sociedad contemporánea experimenta. Las brechas no se han aminorado, y aunque apelemos a eufemismos, crecen las diferencias de todo tipo entre el mundo desarrollado y el que se va rezagando del desarrollo. Aun en sociedades primermundistas, como la estadounidense, aumentan dramáticamente las diferencias entre las grandes ciudades y las pequeñas, en su mayoría rurales, así como entre los más afortunados y aquellos cuyo ingreso se les va de las manos, como el agua entre los dedos. Por ello, de cara a unos modelos acusados de ser pusilánimes e inútiles, la vocería estridente de los autócratas cala hondo, enamora a incautos.

     La victoria de Trump es una amenaza, sí. Sin embargo, es más una clara advertencia de lo que ocurre, del grave debilitamiento de las democracias frente a los tiranos, los caudillos autoritarios, lo caudillos gritones, que proclaman aquellas apetencias de tantos, aun cuando solo sean quimeras. Ignoro si el control que, a través de la rendición del GOP a sus pies, ejerce sobre el congreso, dominado por los republicanos, debilite y empobrezca gravemente a las instituciones estadounidenses. No obstante, sí desnuda una realidad de nuestros días: la decadencia de la democracia y el auge de las autocracias, de los caudillos, de los jefes de montoneras, que, como latinoamericano que soy, bien sé de su perversidad.

 

lunes, 28 de octubre de 2024

 


Mentiras y pecados, y el largo camino de la redención

Por lo general es uno mismo y no otro el que con tesón siembra y cosecha sus propias desgracias.

 

Carlos Andrés Pérez no puede considerarse inocente. Ni siquiera de su propia tragedia. No lo fueron tantos más. Muchos, personas notorias. Para citar solo dos recientes, el doctor Arturo Uslar Pietri o el también abogado Jorge Olavarría. En nuestro país, son muchos los pecados y muchos los pecadores, y a ellos, cada uno en su dimensión y tiempo, le debemos una crisis inacabable. Vallenilla Lanz, Tinoco, padre e hijo, Miguel Rodríguez, Rafael Caldera... Son muchos, como necio, enumerarlos. Y no es ese, sin embargo, el propósito de estas palabras.

     Analizar la realidad adecuadamente requiere, además del estudio concienzudo de los eventos y sus protagonistas, ahondar en hechos pasados y, sin dudas, en hábitos fuertemente arraigados, así como en los rasgos propios de nuestra idiosincrasia. No podemos pues, obviar nuestras taras, algunas tan viejas como la época colonial. No podemos negar cómo somos.

     De su primer mandato, ya Alfredo Tarre Murzi – Sanín - escribió suficiente, y con la autenticidad que ofrece la contemporaneidad (sobre todo, «Venezuela saudita», Vadell Hermanos, 1978). Sin embargo, inmersos en esta crisis, suerte de prolongación de una mayor, desgracia endémica que arrastramos desde hace doscientos años o más, hemos descuidado el análisis de su segundo gobierno, uno bien intencionado, sin lugar a dudas, pero mal instrumentado y peor comunicado. El viraje político y económico, como bien lo plantea Mirtha Rivero en su libro «La rebelión de los náufragos» (Editoral Alfa, 2010), se hizo a espaldas de la gente, de su propio partido, de los empresarios, y, aunque fuese adecuado, incluso correcto, como lo fue y sigue siéndolo tres décadas después, tuvo un impacto negativo. Desencadenó el colapso de nuestras instituciones, de nuestra democracia y de la nación.

     Insisto pues, Carlos Andrés Pérez no fue inocente, como tampoco su gabinete, mayormente tecnócratas que desoyeron los consejos de quienes no solo conocían su oficio, al menos medianamente, sino que entendían bien al venezolano. Negar que Hugo Chávez supo reunir resentimientos, como lo hizo, no solo es una memez, sino que ignora los cimientes de nuestras desventuras. Antiguos militares perezjimenistas, guerrilleros de la vieja guardia y políticos olvidados escucharon de él lo que anhelaban oír, sin olvidar a la gente de a pie, excluida por errores y descuidos de una élite ensimismada en la tenencia del poder, por la creciente corrupción y un Estado clientelar cada vez más inoperante.

     El chavismo es, como todos los procesos históricos, el resultado de eventos precedentes, así como la causa de otros posteriores. Ahora vemos unos, y más tarde veremos otros. Chávez, para darle un rostro a una crisis que trasciende nombres, no emergió de la nada ni como un extraterrestre, aterrizó en estas tierras. Él fue un vivo ejemplo de tantos venezolanos, aunque no nos guste la imagen reflejada en ese espejo.

     No es casual pues, que infinidad de veces, el ejercicio del poder haya estado en manos de jefes militares, hombres con una visión castrense del orden y las jerarquías. No se trata solo de Juan Vicente Gómez o Marcos Pérez Jiménez, que, en efecto, ejercieron el poder despótica y cruelmente, sino también de otros, más democráticos (o menos autoritarios), como López Contreras, Medina Angarita y, salvo algunas excepciones, los que desde 1830 ocuparon la presidencia. Aún en nuestros días, Chávez era militar, como tantos en su gabinete, así como lo son otros más en el de su sucesor, Nicolás Maduro. La presencia militar en la civilidad democrática ha sido en este país, una sombra incesante, un leviatán oculto detrás del proscenio. 

     De algún modo, Pérez no fue menos populista que Pérez Jiménez o cualquiera otro de los que han regido este país, solo que, en su segundo mandato, dejó creer, soterradamente, que volvería la bonanza escandalosa de su primer gobierno, cuando realmente escondía en sus fardos un paquete de medidas tan desagradables como una quimio. Les guste o no, sí mintió, o, cuando menos, ocultó verdades, que es, a veces, otra forma de engañar. Jamás en toda la campaña advirtió a la gente, a su partido, incluso a los empresarios, muchos de ellos parásitos, que su programa se basaba en un conjunto de medidas ásperas y dolorosas, duras como un garrote. Y si bien eran necesarias, de haberse conocido antes de las elecciones, nunca hubiese ganado. Sin negar la importancia de rectificar un modelo económico pervertido, aun desde tiempos previos a la democracia (e incluso, a la dictadura militar y al infausto trienio adeco, cuando Pedro Tinoco, el padre, recomendó anclar el tipo de cambio), como las guayabas contra el cemento de los patios traseros, reventó el descontento contra Pérez y ese paquetazo, que de la noche a la mañana regresaba a tantos al rancho del que lograron salir con sacrificio y esfuerzo.

Suponer que la gente, como pollos enfermos, se dejarían sacrificar mansamente fue y lo es aún hoy y sin dudas lo será también mañana, una estupidez. ¿O un suicidio?

     El Caracazo del 27 de febrero de 1989, a escasas semanas de su toma de posesión en un acto grotescamente ostentoso, no fue menos espontáneo que las revueltas callejeras tras el anuncio del CNE el pasado 28 de julio. Quizás el chavismo quiso reivindicar aquel reventón como suyo, pero fue este, indudablemente, la respuesta de un electorado que se sintió estafado. Votaron millones por la vuelta de las vacas gordas de su primer mandato, aunque tal cosa era – y es – imposible, y, a cambio, recibieron un paquetazo que los despojaba de todo por lo que tanto se habían esforzado.

     Jugaron con fuego en un polvorín. Sucedió lo evidente. El fuego hizo de este país, un candelero, para usar un término que resuena galleguiano.   

     Si bien el juicio fue una fantochada jurídica (por un delito que nunca quedó establecido que lo fuese realmente, en tanto que la partida secreta es eso, un gasto arbitrario del presidente para la seguridad del Estado, que, en ese caso, se usó para evitar que los sandinistas derrocaran a Violeta Chamorro), Pérez sí se ganó, a pulso, justa o injustamente, el desprecio y, por qué negarlo, la inquina de los empresarios, de su propio partido y de la gente, esa que masivamente votó por él. El Gocho, aclamado en diciembre de 1988, para 1989, ya era una penca pestilente de bacalao que nadie deseaba trastear. Sus errores le costaron la presidencia (la cual se vio forzado a abandonar el 20 de mayo de 1993), pero también a nosotros, los venezolanos, la democracia que con sangre y dolor instituyeron hombres valiosos en el pasado.

     Ese juicio, un proceso amañado que sirvió a los intereses y egos de no pocos personajes en un tinglado fachoso, feo, demostró, como luego la sentencia de la extinta Corte Suprema de Justicia que dio luz verde a un proceso de reforma constitucional inexistente, como lo era la constituyente de 1999, que, en este país, aun la ley, la juridicidad y el Estado de derecho están subordinados a la política y a la politiquería. El efecto de tamaño desatino no puede ser otro que la degradación de las instituciones hasta ser meros cascarones.  

     Hemos llegado pues, al último círculo de nuestro infierno, el del populismo, donde los demagogos, sin pudor, al grito de alguna revolución con nombre rebuscado, echan por tierra todo lo bueno solo para corregir lo malo. Ese afán por empezar de nuevo, vicio propio de quien nunca termina ningún trabajo, ha sido, ese lago helado, ese ruedo amurallado por gigantes, titanes, que, como tales, están condenados al fracaso, en el que, paralizados, permanecemos todos los venezolanos, quejándonos y culpando a otros por nuestras miserias.

     No habrá paraíso pues, si no cruzamos primero el purgatorio, y de nuestros errores, aprender, como lo han hecho las naciones primermundistas. Debemos andar el azaroso camino de la redención para reconocernos tal como somos, expiar culpas y purgar pecados, que no por negarlos, se desvanecen como el deseo después del coito. Por lo contrario, como los hongos y los bichos repugnantes, crecen en las sombras.


miércoles, 18 de septiembre de 2024

 


Una mujer con cojones

 

Hablar de flores, esconder realidades y vender humo no es lo sensato ni tampoco, saludable.

Vestida sobriamente, con la sencillez de quien sabe qué ropas llevar, se enfrenta a una rueda de prensa. De buenas maneras, aunque no por ello, débil y pusilánime, la lideresa española Cayetana Álvarez de Toledo, sin tapujos ni melindres, acusó al gobierno de Pedro Sánchez de un pecado común en este, mi país: alterar la constitución con fines políticos.

     Venezuela ha sancionado veintitantas constituciones, la mayoría de ellas destinadas a preservarles el poder a los gobernantes, élites corrompidas, y unas pocas para instituir genuinas reformas. Entre tanto, la estadounidense se aprobó en 1787 y se sancionó en 1789. Si bien es cierto que cuenta con veintisiete enmiendas (una para derogar otra anterior), en esencia es la misma que concibieron los fundadores de la unión americana y su propósito no es otro que ir definiendo un proyecto político inédito hasta entonces, y que, sin dudas, constituye la base de la democracia contemporánea.

     La democracia no es espectacular. Es, si se quiere, aburrida y cotidiana. Sin embargo, no defrauda.

     Estados Unidos ciertamente no ha padecido dictaduras y jefaturas mesiánicas como sí Hispanoamérica y la propia península ibérica (con Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco, en Portugal y España respectivamente). El caudillismo en estas tierras, dadas a la magia y al mito, a la relación mágico-religiosa con el poder, ha sido y es fuente inequívoca de yerros, desviaciones y desgracias. Por ello, ese ímpetu pueril por adelantar revoluciones para refundar repúblicas, y ese constante fracaso, esa frustración inacabada.    

     El discurso común de los caudillos y jefes de montoneras era y es siempre el mismo, llamamientos a la destrucción de todo para reconstruir la nación. Por lo general han resultado trágicos desengaños, horrendas pesadillas y una recua de desgracias. Ese tirar todo al suelo y empezar de nuevo es, de hecho, un error muy común en los artistas que nunca terminan sus obras.

     La Constitución de 1999, a grandes rasgos y salvando la pésima técnica jurídica y su peor tratamiento del castellano, establece, a grandes rasgos, los mismos principios establecidos en la de 1961: la separación de poderes, un régimen democrático, presidencialista y una federación sui generis, sin dejar de lado el respeto por los derechos humanos y la limitación del poder frente al ciudadano. Sin embargo, Chávez, como todos los demagogos, atribuyó a la ley facultades mágicas, capaces de generar los cambios políticos, aunque para ello, no exista voluntad alguna. Sánchez parece seguir el ejemplo. Supongo que Trump, en su país, también.  

     Pedro Sánchez, como Hugo Chávez en Venezuela y Donald Trump en Estados Unidos, se vale de la posverdad para desinformar, cuyo objeto no es crear una nueva historia (como decir que Cleopatra VII de Egipto era negra), sino crear dudas de todo, de todos, como muy bien lo decía Hannah Arendt. Se sabe, los republicanos perdieron la guerra y luego del año ’39, se instituyó una dictadura feroz, desde luego, pero también estabilidad. Negarlo no solo sería mezquino, sino tonto. Sin embargo, Sánchez parece dispuesto a reescribir la historia y, con el desparpajo del necio, decir que Franco no ganó y que los 36 años de dictadura fueron una pesadilla y solo eso, y no una realidad.

     Trump, por su parte, acusa a su contendora en la campaña presidencial del próximo noviembre de ser comunista. Nada más lejos de la verdad y, a todas luces, una memez. Sin embargo, como muchos españoles, el discurso de Sánchez, y sus pavadas, se tragan los estadounidenses el discurso de Trump, falso tanto como demagogo. Esa es pues, la nueva política. Si antes se decía que los políticos eran embusteros, hoy podríamos decir que muchos de ellos son embaucadores y estafadores.

     La ética y la moral se adormecen ante la estupidez. Lo que es correcto importa mucho menos que aquello que lo parece (aunque en el fondo sea todo lo contrario, como suele suceder). Por ello, un liderazgo ebrio, ensimismado en su propio discurso, si bien no deshace la historia (lo cual es tan absurdo como un círculo cuadrado), sí la sumerge en una nebulosa de suposiciones, de falacias y por qué no decirlo, de mentiras. Sánchez parece jugar a que los rojos no perdieron la guerra como Jada Pinket-Smith, a que la reina Cleopatra VI era negra. Y lo peor, hay quienes compran esas sandeces, como otros que la Tierra es plana (¡por Dios!). Para ser eficaz en ese juego solo basta posicionarse en las redes sociales, y para ello, no hace falta mayor talento ni muchos menos, una formación académica robusta.

     Ese es nuestro mundo, desmoralizado, inmerso en una ética que no lo es, adornada con frases manidas, aparentemente bondadosas, pero que esconden algo corrupto, sucio, perverso. Putin sonríe y es Belcebú quien parece hacerlo. Trump frunce los labios, como si por boca tuviese un ano, y escupe un descarnado resentimiento, su bien arraigado miedo frente a una realidad que no comprende. Bukele grita y sus seguidores graznan como demonches, cegados por una falsa eficacia. Tiene razón pues, Álvarez de Toledo, en este mundo, la democracia retrocede frente a los autócratas. Y agrego yo, los pusilánimes y los que a cambio de un buen dinero silencian a los sensatos. Los apaciguadores, que no siempre obran con apego a lo que es realmente correcto, han modelado una ética extraña y una moral acomodaticia. Grave, muy grave, sin lugar a dudas.

     La democracia no es pues, una ramera a la que se echa a la calle luego de satisfacer atavismos. Es, acaso, como la madre, una mujer que nos ampara, pero que, de tiempo en tiempo, requiere que la cuidemos, que la resguardemos de los lobos.